Sabiendo que en algún momento la carne es definitivamente triste, él, que por tantas mujeres fue amado, se levantó una sola vez y se murió
DEJEN HABLAR A
ONETTI
Por
Miguel Briante
Ahora vendrán las viudas,
los exegetas, los que lo conocieron "como nadie". Vendrán para
arrojar luz sobre sus textos, sus teorías literarias, la oscura raíz de esas
declaraciones sobre la literatura o el mundo que parecían siempre una lápida
impiadosa, una imprecación: "'El otoño del Patriarca' está llena de
milagros, de todos los milagros que le sobraron a García Márquez en 'Cien años
de soledad'"; "Muchos escritores latinoamericanos amigos están
casados con la literatura, cumplen con sus deberes maritales; yo tengo una
relación de amante con ella, escribo cuando tengo ganas", por ejemplo.
Vendrán los que, por fin, se
pongan a estudiar cuál es el verdadero lugar de Juan Carlos Onetti en la
historia de la literatura regional y mundial.
Y quizá lleguen las exequias,
la gloria.
Onetti lo sabía. En algún
lugar debe haber dejado rastros, señas, de teorías no escritas que, tal vez,
apunten a lo que dice su literatura, donde no hay lugar para el realismo pavote
pero tampoco entra el publicitario realismo mágico, donde los perros, verdes o
no, crecen y en los tumultuosos ríos de América se preparan cataratas
planetarias.
La suya, a pesar de su tono
envolvente de su eco de Faulkner, que amaina en los últimos libros (todo con
título de despojo, de despedida: "Dejemos hablar al viento",
"Cuando ya no importe"), es la escritura del laconismo, ese laconismo
de los habitantes del sur de América que expresa una fatalidad las cosas son
como son, nadie las cambia y un convencimiento: el mundo y la condición humana
no pueden ser mejorados.
Sólo queda, en vida, meterse
en historias cuya verdad está en la falsedad, en el simulacro: la Esbjerg que, varada en el
puerto de Buenos Aires vuelve a su país mientras sale de la vida, Dinamarca, en
cada barco que parte hacia esos lados; la mujer que, en "Un sueño
realizado", muere como si fuera cierto algo que sucede en un escenario; el
luchador que no puede pelear, los héroes de un astillero que no existe en una
ciudad que sólo existe en Onetti.
Y en la muerte, es la otra
realidad la que se ocupa de uno, como escribió Onetti en agosto de 1962, cuando
murió Faulkner, como si adelantara su propia necrología: mañana, hoy mismo él
estaba escribiendo en Uruguay, en Montevideo, la gente hablará de cómo
Wanderers viene de ganarle a Peñarol. El mundo sigue andando.
Blindado ante ese mundo, en
el que no creía, Onetti decidió tomar, allá en Madrid, la misma posición
horizontal que se había visto obligado a tomar en la cárcel, durante los
treinta días en que la dictadura uruguaya lo tuvo encerrado por haber premiado
un cuento "subversivo".
Durante años de cama,
sostenido por el whisky con agua, volvió a ese pasado ya real que él había
inventado en su escritura, retomó sus personajes, visitó los paisajes de su
costumbre, para encontrarlos en una prosa final que más que contar desata,
sugiere ya esqueletos, ya al borde de su esencia.
Convencido de que la
literatura es algo más, que "escribir jugando es fácil" como anotó en
uno de sus cuentos, habiendo leído ya todas las novelas policiales y sabiendo
que en algún momento la carne es definitivamente triste (él, que a tantas
mujeres amó, que por tantas mujeres fue amado), se levantó por una sola vez,
para ir a un hospital de Madrid, una ciudad tan extraña como todas, y se murió
porque tal vez ya nada importaba, ya no había ninguna historia para contar y él
ya había hablado en su propio entierro.
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