...."cuando no hay bienes cotizados en dólares nadie puede jugar con mercados paralelos, ni son necesarias medidas restrictivas."
LA PESIFICACIÓN QUE FALTA
Por Mario Rapoport
La Argentina
no ha terminado de salir de su propio cepo mental, que no es sólo
producto de la apetencia por el dólar o de tenerlo como moneda de
refugio.
Ésos son síntomas y no razones
estructurales de una situación a la que en cierta forma muchos deudores
están obligados a responder y otros se aprovechan para hacer negocios
ilícitos.
Si excluimos a los tránsfugas del mercado
de divisas, la responsabilidad principal de que esto ocurra no está sólo
en los que ahorran en dólares.
Ese ahorro no ha sido muy fructífero
durante la convertibilidad ni tampoco en los últimos años, salvo para
dos cosas: viajar al exterior y cubrir las operaciones del mercado
inmobiliario.
Aquí sí está el verdadero problema.
Los estímulos para el ahorro y los
elementos de riesgo son mayores con un rubro de la construcción
dolarizado y donde el sistema crediticio no funciona o funciona mal.
El nudo de la cuestión radica en la
dolarización de este segmento que mueve muchísimo más que el turismo
externo y donde no sólo existen los que invierten para ahorrar o tener
algún tipo de renta, sino una parte sustancial de gente que se involucra
a fin de adquirir una vivienda digna, en un país donde el déficit
habitacional es muy alto.
Introducir el dólar como la moneda de pago
en este sector convierte sus operaciones en un sistema especulativo y
de juego financiero que no depende de los propios costos de la
construcción sino del capricho de los que especulan en el mercado de
divisas, más aún si se da, por ejemplo, una situación, como la actual,
de un cerrojo cambiario.
Los contratos inmobiliarios que se hacen
en dólares están presos de la misma enfermedad a la que nos llevó la
convertibilidad o en la que está actualmente la eurozona en los países
europeos.
Dependemos de una moneda que no es la
nuestra, que no tiene circulación legal forzosa, y con la que no se
abonan los salarios ni se realizan negocios internos.
De modo que no hay razón alguna para que el mercado de inmuebles permanezca dolarizado.
De hecho, por ejemplo, en Brasil no lo está.
Me llegan cotizaciones de viviendas usadas
en el barrio de Tijuca, uno de los más caros de Río de Janeiro: varios
departamentos de dos ambientes que van de 60m2 a 89m2 y cuyos precios
oscilan, según calidad y ubicación entre los 275.000 a los 300.000
reales, o sea de 137.000 a 150.000 dólares al cambio oficial.
Pueden estar más caros o más baratos que
en la Argentina, pero su compra no depende de la cotización de una
moneda extranjera, vinculada con los saldos comerciales o financieros de
la balanza de pagos, a los niveles de reserva o a la simple
especulación.
Son operaciones que se concretan en el
mercado interno y que desde hace años, con tasas de inflación iguales o
mayores que las que tuvo o tiene la Argentina, han permanecido en
reales.
La divisa extranjera no entra en las operaciones inmobiliarias.
Esta cuestión es la que no permite
resolver el problema de la salida de la dolarización en la Argentina y
se convierte, principalmente, en una opción a la tenencia de dólares.
Hay quienes afirman que esta situación es
un resultado del proceso inflacionario y nos asustan diciendo que con
una inflación del 25% nos vamos a una crisis como las del 2002 o a una
formidable devaluación.
Cierto es que consideran a la inflación
aisladamente, nunca la vinculan con la tasa de crecimiento, de desempleo
o a la distribución de los ingresos.
Al “inversor global” sólo le interesa la
inversión financiera, con tasas de inflación cercanas a cero, aunque el
país no crezca ni se mejoren las condiciones de vida.
Tampoco echan una mirada a procesos
históricos anteriores. Martínez de Hoz en su discurso inaugural, cuando
se hizo cargo de la cartera de economía en la última dictadura militar,
puso como eje el combate a la inflación, entonces del 450% anual (leemos
bien, no del 20 o 25%) y con sus políticas neoliberales (entre otras
cosas comprimir brutalmente los salarios e iniciar un formidable proceso
de endeudamiento externo) no la pudo achicar más que a niveles del 100
al 175% anual (no 20 o 25%).
La dictadura dejó la economía, en 1983,
con cerca del 340% de inflación anual, una tasa de crecimiento casi nula
para todo el período y una profunda crisis desde 1981.
Pasamos de largo por las épocas
hiperinflacionarias de Alfonsín y los primeros años de Menem (donde no
podemos realizar comparaciones con la situación actual) y el santo
remedio de la Ley de Convertibilidad.
Ésta logró frenar la inflación, e incluso
produjo deflación, pero a costa de altas tasas de desempleo, pobreza e
indigencia y una destrucción de la industria. Si medimos de punta a
punta el período Menem-De la Rúa, tuvimos una tasa de crecimiento
cercana a cero, incluyendo la traumática crisis de 2001-2002.
Luego vino la devaluación y pesificación
asimétrica, el país superó el default, y comenzó un proceso de
reindustrialización y de recuperación del empleo que nos protegió de la
crisis mundial iniciada en 2007-2009.
En estos momentos la discusión de fondo
debe centrarse no tanto en la medición de los índices de precios, aunque
sea un tema de por sí importante, sino en las causas del proceso
inflacionario.
Esas causas están vinculadas con el alto
grado de concentración de las empresas formadoras de precios, la
transmisión al interior de la economía del aumento de los precios
externos y otros factores, entre los cuales la puja salarial no es uno
de los más relevantes porque siempre viene con retraso.
Aquí juegan de nuevo los efectos negativos de la dolarización del mercado inmobiliario.
Es necesario, antes que nada, eliminar
este sistema peculiar que alimenta la especulación, y por esa vía,
también, el incremento de los precios.
El ahorro en dólares, moneda cada vez más
devaluada a nivel internacional, se va a frenar si el gobierno toma una
medida de este tipo, mucho más eficaz económica y políticamente que
cualquier cepo cambiario o mercado desdoblado.
Por un lado, la pérdidas sufridas por los “corralitos” (de Erman González a Cavallo) no evitaron nuevos refugios en el dólar.
Por otro, la Argentina tuvo en los años
treinta, bajo gobiernos conservadores de derecha, y por casi diez años,
un estricto control de cambios, y en varias ocasiones posteriores
diferentes tipos de cambios, con relativo o escaso éxito para frenar la
inflación o revertir las frecuentes crisis de stop and go.
Ahora existe una política de flotación administrada del tipo cambio que ha dado resultado.
En contrapartida, un torrente de agua no se detiene si no se ha construido antes un dique.
Con el dólar pasa lo mismo; cuando no hay
bienes cotizados en dólares nadie puede jugar con mercados paralelos, ni
son necesarias medidas restrictivas.
Un camino loable para la obtención de
divisas resulta sin duda la iniciativa de abrir nuevas fronteras en el
comercio exterior –las relaciones Sur-Sur– teniendo en cuenta la
disminución del intercambio con clientes tradicionales, como los países
de la Unión Europea.
Ese comercio, que ya venía siendo afectado
por la incorporación en su seno de las naciones del Este y su alto
grado de proteccionismo, tiene ahora como eje esencial una formidable
crisis.
Las tareas del gobierno son varias.
La economía argentina dispone de un
colchón de reservas importante, ése no era el caso en el 2002, y altos
niveles de producción y de empleo.
Pero modificar malos hábitos adquiridos en el pasado requiere, ante todo, desactivar las causas que los provocan.
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