A la memoria del compatriota y amigo Alfredo Flores
Náufragos
Lo tomó por sorpresa con esa mirada afilada y fría
propia de los náufragos.
El otro estaba recostado entre las rocas, desnudo,
inmóvil, observándolo con ojos de muerto.
El marinero caminó las tres cuadras hasta la caseta, comentó la novedad al compañero
de guardia y de inmediato dieron aviso por teléfono a los superiores.
Una mañana helada azotada por el viento pampero
convertía a la rambla en un páramo y ninguna de las chalanas fondeadas en la playa La Estacada había osado
adentrarse en el mar.
Alfredo encendió un cigarrillo, observó el faro,
el cielo encapotado y el vuelo del avión hacia Carrasco.
Regresó al lugar y como en una fotografía todo
permanecía inmutable, las rocas, los pastos chuzos, el oleaje y el ahogado.
Volvió a la caseta y lo invitó al cabo a tomar una copa en el bar de Solano
García.
El frío calaba
la ropa y mordía las manos y los pies húmedos. Pidieron una grapa con
limón y después otra, y otra más. Pagaron y un parroquiano convidó otra vuelta
y el patrón una más.
Cuando regresaron, escudriñaron ferozmente el
oleaje embravecido, la salitrosa niebla y las rocas desiertas. El cadáver ya no
estaba en el lugar que afirmaba haberlo encontrado el marinero.
Alfredo juró y perjuró sobre la verdad del asunto.
Juramento típico de los mamados y carente de
validez para el caso.
El cabo dudó por primera vez, conociendo a su
camarada por ser un destacado atleta de la fuerza como indisciplinado por
naturaleza, pensó que bien podía tratarse de otra jodida broma del marinero.
El subordinado volvió a jurar que decía la verdad.
Al apersonarse un capitán de apellido MacNab junto
al secretario del juez y los peritos forenses, los guardianes de la playa no
encontraron las palabras que explicaran el misterio.
El marinero relató el evento con lujo de detalles y aventuró la hipótesis de
que al occiso lo llevó la marea, el cabo guardó prudente silencio, los otros no
salían de la incredulidad presos del circundante jedor a grapa.
La medida disciplinaria sería el arresto por
treinta días una vez finalizado el turno, ordenó el capitán al cabo. ¡Déjelo
incomunicado hasta nueva orden!
Al atardecer, antes de terminar la guardia,
Alfredo regresó al lugar y esperó angustiado sin saber porqué, le pareció verlo
asomándose entre las olas, recordó su mirada y la azulada desnudez.
De la noche a la mañana, el otro, por segunda vez
estaba desaparecido.
Cuento basado en un relato de Alfredo. Luis, F.Varela
Agos/2012
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