Sandino Nunez.¡¡ CAPO!!
¿Qué ha ocurrido, por ejemplo, y en varios niveles, con el
famoso asunto de la legalización de la comercialización de la marihuana? Sólo
es capaz de desplegarse entrampado entre el océano excitadísimo de las
opiniones espontáneas de las personas sorprendidas por periodistas en la plaza
de los bomberos o por encuestadores telefónicos, o de los que votan en las
convocatorias abiertas de los programas de tele, y el dictamen definitivo, sin
sombra y sin crítica, del gran testigo de lo real: el tecnocientífico. La
dinámica es una perfecta oscilación entre la señora que dice que la marihuana
produce homosexualidad y nos vuelve a todos asesinos y comunistas o el maluco
que predica que nos vuelve a todos buenos y mejores, a la autoridad académica
del director del Centro Izcali que observa que la “acción de algunos
psicotrópicos ocurre exactamente en el cerebro humano (la última gran
especialización evolutiva del cerebro neomamífero) que es donde se aloja
‘la idea de justicia, libertad, responsabilidad, respeto’, etc.”, —el faso nos
acerca a la locura moral—, y para probarlo hay estudios,
investigaciones, tomógrafos, fotografías y cifras. Da un poco de risa, y eso es
lo que Foucault en Los anormales, llamaba lo ubuesco del poder:
un dictamen absurdo que hace reir, pero que inquietantemente muestra un poder
real sobre la vida, y eventualmente, sobre la muerte.
Acerca del mismo glorioso asunto, sobre el cual no podía
mantenerse al margen, la Sociedad de psiquiatría del Uruguay observa:
“el consumo de marihuana (cannabis)
tiene efectos adversos que enumeraremos resumidamente a continuación: (...) la
intoxicación aguda (...) produce alteraciones a nivel del estado del ánimo,
la atención, la concentración, la memoria, la ubicación en el tiempo y la
coordinación motora (con aumento del riesgo de accidente de tránsito u otros);
(...) Cuando el consumo es frecuente, intenso y crónico puede generar
un síndrome amotivacional con apatía, desinterés, indiferencia, disfunción de
las capacidades cognitivas (...), afectación de reflejos, actividad motora y
coordinación. Incluye alteraciones emocionales, cansancio y aumento de peso. Se
deterioran las actividades interpersonales, sociales, el desempeño escolar,
laboral, atlético, etc. La marihuana puede inducir episodios psicóticos
agudos: experiencias e ideas delirantes, alucinaciones, etc. Además es un
factor de riesgo para la esquizofrenia, precipitando el inicio de la misma en
edades más tempranas, en un número pequeño pero significativo de jóvenes,
actuando como factor crítico aunque no único. También influye sobre la
evolución de la esquizofrenia establecida aumentando las descompensaciones. El
consumo puede inducir la aparición de trastornos del estado del ánimo e
incidir sobre su frecuencia e intensidad y si bien los estudios no son
concluyentes, acentuar el riesgo de autoeliminación. La marihuana
puede desencadenar crisis de pánico, y en los dependientes la prevalencia
de trastornos de ansiedad es elevada”.
¿Y qué son “intoxicación aguda”, “consumo frecuente,
intenso y crónico”, “posibilidad de episodios psicóticos”, “acentuar el riesgo
de autoeliminación”, etc., sino anomalías, accidentes mecánicos
irracionales de un proceso que debe por tanto ser enteramente conducido a lo
mecánico-irracional si es que no queremos que, llegado el momento, la anomalía
nos salte a la cara? Y esto es, exactamente, la intervención preventiva sobre
la posibilidad de la anomalía y del accidente extremo que debe reducirse al
mínimo en un sistema cuya clave ontológica es la seguridad. En otras
palabras, debemos tener una legislación que se legitime exclusivamente en
expresiones positivas del objeto aberrante o de la anomalía, como “intoxicación
aguda”, “consumo frecuente, intenso y crónico”, “posibilidad de episodios
psicóticos”, “acentuar el riesgo de autoeliminación”. El biopoder procede
creando el horror a la anomalía, y luego realiza actos de gobierno (como
legislar o normar, por ejemplo) siempre en nombre de ese horror y de un posible
exorcismo o de un conjuro repelente del objeto parcial horroroso. El biopoder
está ahí para defender mi cuerpo y mi vida biológica, y el precio que pago por
eso es, precisamente, mi muerte como sujeto político, mi entrega pasiva a manos
de los expertos, mi infantilización radical y extrema. El Estado es mi
pediatra.
Pero este asunto —y todo el biopoder contemporáneo, en
suma— tiene otra cara. Para el caso cabe en un ejemplo: el Presidente Mujica ha
dicho que si el proyecto (de legalización de la comercialización de marihuana)
no cuenta con una aprobación previa del 60% hay que retirarlo (“nos vamos al
mazo”, fue la expresión que utilizó). ¿Oportunismo y cálculo de beneficios
electorales?, ¿fetichismo de la democracia de la opinión mayoritaria? El problema
es que ya no hay ninguna diferencia. De cualquier manera la máquina del
biopoder cierra acá dos hemistiquios sin fisuras y sin fallas. Porque el
biopoder defiende la vida permanentemente amenazada por las anomalías (y nadie
podría oponerse razonablemente a una fuerza que protege la vida), y porque la
demanda espontánea del gobierno de ese poder por parte de la masa, con base en
el horror a la anomalía, se instala en los medios y las encuestadoras (que son
la metástasis milagrosa del medio), exclusivos representantes de la opinión
pública y de la polaridad de las mayorías.
El biopoder contemporáneo tiene entonces, básicamente, dos
grandes artefactos complementarios que funcionan en un incesante contrapunto.
Uno. El fetiche de la democracia entendida como formas rituales de libertad y
derechos, o como libre circulación de mercancías, opiniones, signos y energía,
es decir, una perfecta y envolvente metáfora del mercado y de la propia vida.
Dos. El biopoder propiamente dicho, es decir, toda la maquinaria policiaco-sanitarista
del Estado y el paraestado en defensa y protección de la vida biológica y del
cuerpo de las personas y de su circulación democrática. Los dos puntos extremos
en los que se juega intermitentemente el delirio político de la cultura contemporánea
son entonces, precisamente: a. la exaltación de la opinión pública, la polémica
y el dialogismo insustancial e invertebrado de la masa, y b. lo real inapelable
del científico o el técnico. Esa es la estructura elemental de nuestra cultura
hoy. Y esa estructura tiene una fuerza de clausura inusitada. ¿Y qué es lo que
se clausura? Lo que se clausura es, precisamente, la política como cierta
instancia de autonomía de lo social y del sujeto sobre su existencia y sobre su
vida biológica.
Estas dos instancias (goce democrático y horror a la
anomalía real) son anudadas en un punto gracias a una especie de
operación mágica. Hay objetos transicionales en los propios medios,
reproducción a escala mínima y siempre inocente de esta estructura perversa en
los periodísticos televisivos tipo Esta boca es mía o Código País.
Esta boca es mía y Código País son el gran milagro de la
democracia mediática contemporánea. Entre el tonto delirio sanitarista o
policiaco de médicos, psiquiatras, economistas y expertos en seguridad, y la
estupidez frontal de las encuestas y los debates y todo su juego electoral,
transcurre nuestra democracia global. Pues la necia utopía democrática directa
de la cultura global, en la cual la mayoría gobierna sin intermediarios desde
la opinión expresada libremente, tiene como contrapeso no solamente el
testimonio definitivo del biopoder más mecánico y real, sino el operador único
de los medios y las encuestas que apoyan siempre un gobierno a “libre demanda”.
Los medios son los que gobiernan. Y si ese mecanismo no se toca no habrá
política.
Por último. Siempre admiré mucho a Foucault pero no soy
foucaultiano. Nunca comulgué mucho con el Foucault que entendía que la clave
para interpretar toda la historia política y epistémica del occidente moderno
residía, precisamente, en el biopoder: el poder mecánico ejercido sobre el
cuerpo y la vida (del individuo, del grupo, de la masa, de las poblaciones) por
especialistas, técnicos, médicos, psiquiatras, policías. Me molestaba, antes
que otra cosa, que toda la filosofía política del sujeto, crítica o
emancipatoria (digamos, sólo para mencionar una línea fuerte: Descartes,
Kant, Hegel, Marx, Freud), cayera como mera superchería metafísica y como un
dispositivo sin otra finalidad que la de disciplinar a los cuerpos y hacerlos
dóciles, o de negar y reprimir a través de una moral secular o religiosa la
realidad del cuerpo, del placer y del “cuidado de sí” para pasar a la verdad
fantasmal del sujeto. Sin embargo, nada mejor que el concepto de biopoder y las
teorizaciones fuertes de Foucault para acercarnos a las formas del poder en el
mundo contemporáneo. Un poder que la clase política intelectual no
entiende ni sabe cómo combatir (y ni siquiera sabe que es algo a combatir).
Digamos, contra lo que opinan algunos pensadores como el
esloveno Zizek, que el mundo global del mercado y el capital ya casi no procede
por ideología sino por la mecánica elemental y despiadada del biopoder. No, por
lo menos, si entendemos clásicamente por ideología un procedimiento más o menos
simbólico, relacionado con una idea o con un sentido o (lo que es más o menos
lo mismo) con el ocultamiento de una idea o un sentido. La ideología apuntaría
así a la vida social y política, a los modos simbólicos de vida,
mientras que el biopoder opera en forma elemental sobre la vida misma, la nuda
vida, la vida biológica. La ideología está ahí para ocultar, reprimir o
distorsionar cierta verdad, cierta dimensión política de la vida social,
mientras que el biopoder lisa y llanamente está para impedir o forcluir esa
verdad.
Posted 29th July by sandino nuñez
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