Drogas, equívocos y soluciones
Escrito por: Frei Betto
El fenómeno de las drogas nos alcanza a todos. Sin excepción.
Aunque usted no tenga un dependiente químico en su familia el peligro
reside en el asalto. No hay nada peor que ser asaltado por una persona
drogada. Cualquier gesto, por más inocente que sea, puede representar en
su cabeza una reacción que merece la muerte.
Y no es solamente en las calles donde preocupa la existencia de
gran número de enviciados. En todas las clases sociales hay quien sea un
dependiente de drogas. No sólo de las prohibidas, como el opio o la
cocaína, sino también de las que se pueden adquirir en farmacias (con
recetas falsas) o en hospitales (por desvío). En ambos casos una
ganancia extra hace del funcionario un corrupto, y la droga de cinta
negra llega fácil a las manos del usuario.
Familias de clases media y alta conocen la tortura de lo que
significa tener un pariente dependiente químico. A su vez, el poder
público, molesto por el aspecto urbano, aboga por la internación
obligatoria. Medida, sea dicho, adoptada por ciertas familias con
recursos para pagar la internación en clínicas de (supuesta)
recuperación.
Quedan las preguntas que no se quieren oír y que las familias y el
poder público insisten en ocultar: ¿qué es lo que induce a una persona a
consumir drogas? ¿cuál es la solución a este problema?
Si mañana una hostia de la iglesia, que se ofrece gratis, se
convirtiera en algo de marca elegante, tendría precio de mercado, como
los vaqueros desteñidos vendidos en comercios sofisticados. Lo que pasa
es que sólo el que comulga consume hostias. Del mismo modo, el
narcotráfico -que debe ser combatido con todo rigor- sólo existe porque
tiene un amplio y voraz mercado de consumo.
Lo que lleva a una persona a consumir drogas es la carencia de
autoestima. Sintiéndose inferior, no amada, presionada por el estrés
competitivo, encuentra en las drogas el recurso para alterar su estado
de conciencia. De ese modo se siente mejor que enfrentando, a cara
descubierta, la realidad. Sobre todo con ciertas drogas, como la
cocaína, que causan una sensación de omnipotencia.
Todo drogado es un místico potencial. Sabe que la felicidad es una
experiencia de la subjetividad. Nada fuera del ser humano es capaz de
dar felicidad. Dele a un dependiente químico barras de oro para que
abandone la droga e inicie una vida nueva; él pronto tratará de
venderlas para comprar más droga.
La droga se sale de nuestra escala de valores. Hay en ello un
fuerte componente educativo. Si un joven es educado priorizando como
valores la riqueza, el éxito, el poder o la belleza, tenderá a ser
vulnerable ante las drogas. Éstas funcionarán, periódica y
provisionalmente, como manta protectora ante el frío de sus ambiciones
frustradas.
A mis amigos que tienen hijos pequeños les advierto: denles mucha
atención y cariño, especialmente hasta que cumplan 12 años. Las
internaciones pueden ser útiles en situaciones de crisis o susto, pero
nunca como solución. Todo drogado grita en otro tipo de lenguaje: “¡Yo
quiero ser amado!”
¿Qué debiera hacer el poder público ante esta epidemia química?
¿internar obligatoriamente? Eso funciona de momento como limpieza del
paisaje urbano. En un país como el nuestro, en donde el sistema de salud
es tan precario, es difícil creer que existan clínicas de
desintoxicación en suficiente cantidad para atender a todos los
dependientes y que tengan suficiente pedagogía de recuperación.
Tal vez la solución no sea fácil para quienes ya rompieron los
vínculos familiares. Sin embargo puede haber una solución preventiva si
el poder público cumpliera con su deber de asegurar a todos los niños y
jóvenes una educación de calidad. Un joven que sueña con ser un
profesional competente nunca entrará en las drogas si se le garantizase
una buena educación, centrada en valores altruistas, solidarios,
espirituales.
Viví cinco años en una favela y aprendí que ningún traficante desea
que su hijo siga sus pasos. Su sueño es que el hijo sea médico. Por eso
el día en que el poder público lleve a todos los niños más escuelas,
música, teatro, gimnasios, bibliotecas, y menos redadas de la policía y
balas ‘perdidas’, tendremos menos enviciados y traficantes.
Portugal le enseñó mucho al Brasil: el idioma, el placer del queso,
la religiosidad cristiana, el arte sacro, el gusto por la literatura,
etc. Es hora de que aprendamos también con Portugal cómo lidiar con las
drogas. Lisboa es la capital europea con menor índice de homicidios.
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