ESCRIBE SOLEDAD PLATERO* Las buenas intenciones.
Como ocurre
puntualmente cada cierto tiempo, el presidente Mujica se despachó la
semana pasada contra intelectuales y feministas, esos (y esas)
diletantes oportunistas tan ávidos de las prebendas del Estado como
elusivos a la hora de preparar un balde de mezcla.
No sólo no es la primera vez que lo hace, sino que ya
parece que no fuera él si no está haciéndolo. Como un comediante viejo,
Mujica parece obligado a repetir su estribillo amargo contra los que lo
critican todo, contra los que han estudiado y tienen la panza llena y
se dedican sistemáticamente a encontrarle el pelo al huevo. Con lo dura
que es la vida, caramba, y estos señoritos (las feministas, para el
caso, también son señoritos) no tienen nada mejor que hacer que dar palo
a los que bogan y a los que no bogan. Una columna de Aldo Marchesi
publicada en La Diaria el miércoles 13 reconstruye la historia
personal de Mujica como intelectual (como persona formada en un país en
el que el debate de ideas estaba presente en cada mesa de café y en cada
casa), la engancha con la historia nacional de las últimas décadas y
observa que el ex tupamaro “recupera la forma sin el contenido” del
discurso que, en los años sesenta y setenta, separó a algunos militantes
de izquierda del mundo académico para lanzarlos a la acción directa. El
resultado, dice, es una “lucha de clase decorativa” en la que los
verdaderos antagonistas no sufren ningún daño y los aliados naturales
son puestos en el lugar de enemigos.
Si lo que dice Marchesi es verdad (y yo creo que sí),
hay un problema moral insoluble en el discurso del presidente. Claro
que los problemas morales de tipo “doble discurso” no deberían ser, en
principio, problemas políticos centrales, pero ocurre que Mujica instala
el debate, indefectiblemente, en el punto moral de las cosas. Mujica no
discute con las ideas de los presuntos intelectuales que tanto le
molestan, ni con los presupuestos teóricos que dan sustento a las
reivindicaciones feministas. Lo que hace es denostar por insuficiencia
moral a quienes encarnan esas figuras tan antipáticas. Recordar, a todo
el que quiera escucharlo, que esos que se llenan la boca hablando de
injusticia son los primeros en chiflar y hacer mutis por el foro cada
vez que un pobre tiene que cuerpear con la miseria. Que nunca piensan en
comprar “medio kilo de chorizos para compartir con los que necesitan” y
jamás gastan sus energías en cocinar un guiso a las mujeres llenas de
hijos que están “levantando paredes”. En el planeta Mujica muchos
caudillos deben ser campeones morales, porque la historia patria está
llena de chorizadas para juntar votos y de festicholas a costa del
pueblo disfrazadas de generosidad con el pueblo. La sensibilidad es así:
un día te agarra y te sacude y te comés un guiso con la gente
necesitada. Y sos flor de tipo.
Mujica retira sistemáticamente la discusión política
del terreno político para llevarla al resbaladizo terreno de la
autoridad moral (no de la legitimidad, ni de la justicia, ni de la
pertinencia, sino de la pura autoridad moral). Pero lo más curioso es
que su vara de medir conductas es siempre él mismo. Él encarna todo lo
noble, todo lo honesto, todo lo genuino del deber ser de nuestros días.
Él vive sin lujos, responde a todas las preguntas con sentencias
lapidarias que no necesariamente tienen que ver con lo que se le
pregunta (un buen gurú sabe que ser enigmático es parte de su encanto) y
permite que todo el planeta comente su probidad, su austeridad y su
sencilla sabiduría. Pero lo hace como quien no quiere la cosa; como si
fuera el precio que hay que pagar por el bien del país. Porque ya se
sabe que necesitamos que los extranjeros vengan y nos dejen platita, así
que hay que saber seducirlos, aunque sea con el recurso de tener un
presidente piola. Así de noble es nuestro presidente: no se expone por
narcisismo, sino porque se debe a una causa.
Lamentablemente, es difícil creer que el camino al
socialismo pueda estar empedrado de chorizos. Es ridículo sostener que
hay una verdad superior en compartir un guiso con los necesitados,
cuando no asoma la menor intención de operar sobre un sistema
estructuralmente injusto. El discurso de Mujica se parece
superficialmente a la prédica cristiana de hacer el bien sin mirar a
quién, pero se diferencia sustancialmente de ella en que no se apoya en
el amor, sino en el odio. Mujica predica desde el rencor (no me interesa
dilucidar si ese rencor es real o impostado, así como no me interesa
establecer su origen) y ataca hoy a los intelectuales (una categoría
siempre difusa en su discurso) y a las feministas, y mañana a los
trabajadores organizados, a los periodistas y a las maestras. Rara vez
se la ligan los explotadores. A lo sumo se les pide, como canchereando,
que hagan algo por los más jodidos. Mujica critica todo lo que él no es
(académico, feminista, trabajador) y soslaya alegremente su propia
circunstancia (siempre vivió del Estado y de la política, desde sus
comienzos en el herrerismo hasta hoy que es presidente) para comportarse
como alguien que obedece a un destino superior, a un mandato tan
ineludible como heroico.
No debería importarnos mucho la consistencia moral de
un presidente. En general, son sus acciones de gobierno y sus ideas
políticas las que tienen que ser analizadas y criticadas. Pero Mujica ha
logrado desplazar a la política de la escena para jugar el partido en
las canchas del buentipismo, la moral y la conducta individual. La
estrategia no tiene pérdida, porque fija los límites del debate en ese
diminuto territorio de lo personal y lo idiosincrático. Todo discurso
crítico será leído, entonces, como un devaneo frívolo cargado de
intereses espurios. O peor: como lisa y llana envidia. Y así vamos.
*Columna publicada en Caras y Caretas el viernes 15 de noviembre de 2013
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