El Crimen de la Plaza Zitarrosa 16/ Por José Luis Facello
Cómo
explicarle a “Malevo” que ambos estamos maniatados a la dictadura de
los alimentos industriales, a beber agua desinfectada, a ingerir las
proteínas sospechosas de la soja. Cómo hacerle entender que no hay
plazas ni playas donde no aceche el peligro
inminente de gente que las ocupa a veces de modo impúdico, otras
avasalladoras, siempre violento. ¿Qué más tendrá que pasarnos para que
acepte que nuestro territorio asegurado, mío y de él, está comprendido
en estas cuatro paredes?
De
modo asimétrico, la apatía que impone mi perro se transforma en
apasionado tumulto cuando recibimos a Silvina. Yo me beneficio de su
cariño y amor dislocado, “Malevo” de una ración de carne picada que ella
le da en la boca mientras juguetea rascándolo en la testa.
Ella
se ha evaporado hace más de dos meses, su ausencia se corporiza en las
manchas del techo y no mucho más, dejándome en la boca el sabor amargo
de los abandonados.
Aceptá o te jodés, impone ella con vehemencia y yo acepto por amor y me jodo por cobardía.
Así es el temperamento volcánico de Silvina.
Lejos
estoy de considerarme experto en mujeres, tan siquiera he tratado con
algunas de ellas en el liceo, pero de todas fue ella, Silvina, quien se
refugió en mi cama para consolarnos con el frenesí de los jóvenes
hurgadores de un sentido, de un sueño.
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Irreductible
a la hora de aceptar cualquier rutina hogareña optaba por marcharse
intempestivamente al cabo de dos o tres días lujuriosos.
_ Es hora que vuelva con mi esposo, dijo al despedirse.
Al
partir, la puerta dejó de serlo para transformarse en un portal que
retenía el paso perfumado de ella avanzando por el tenebroso pasillo mal
iluminado, últimas imágenes guardadas en mi retina que sobrevivirán a
la mortificante monotonía de los días por venir, a la agobiante
resignación del prisionero y su perro.
Los días pasados fueron los mejores.
Yo
acopiando información, clasificando fotos y videos, entrevistando a los
hacedores del carnaval, retratando las caras de los murguistas,
buscando entrevistar al director del momento, a las figuras emblemáticas
que sueñan cada noche con ser tocados por el espíritu del dios Momo.
Hasta el día esperado, la prueba sublimada por la magia del Teatro de
Verano, cosechando aplausos y lágrimas indivisibles de todo concurso.
Recuerdo las instrucciones de Sánchez.
_
¡Déjese de joder Tresfuegos! usted debería indagar en el lado oscuro y
obsceno del carnaval, en los actores, dijo refiriéndose a los excesos
que indefectiblemente conducirán a la violencia en esas noches
calurosas, no porque estén impregnadas del humo de los chorizos asándose
en las esquinas; tampoco por el malentendido entre el que pregunta
dónde estaba el “Mediomundo” con el que aspira enajenado una línea de
cocaína en un ruinoso zaguán; menos aún por los amantes exhibiendo el
simulacro de sucia felicidad bajo la sucia luz de un farol. Olvídese de
las notas de color.
La
muchacha conversaba y reía desfachatadamente, clic, con sus compañeros
murguistas, ultimando detalles en los exacerbados peinados, clic, o las
máscaras a veces espeluznantes, clic, clic, clic, tatareaban una letra
ácida que en minutos despertaría sonrisas de aprobación entre el
público, ensayando un paso, clic, en perfecta sincronía con el
movimiento de su compañera, clic, y de otra, clic, y otra, configurando
algo parecido al danzante caos terrenal. Se tomaban un minuto para fumar
un cigarrillo, clic, o beber una lata de energizante, clic, realizando
pequeños ejercicios rutinarios, una mordiéndose las uñas, clic, ella
mirando con ojos turbados a la cámara. Clic.
Así nos conocimos, Silvina y yo, una noche de febrero.
(2 espacios)
Regresé al bar dos meses después.
La
mugre del piso mantenía la opacidad grasosa que sólo exhiben algunos
reptiles de la forestación. Fugazmente recordé al cazador de serpientes.
El mozo observó mi llegada pero no me reconoció.
_ Usted dirá.
_ Una coca y un ferné.
El
pedido debió haber activado los arrumbados recuerdos del mozo porque se
inmovilizó un instante con mirada escrutadora antes de retirarse
espantando las moscas con una servilleta.
Según
el policía, pocas chances tendría de avanzar en mi investigación con
una estrategia estrecha de entrevistar a las personas relacionadas, de
un modo u otro, con Muros-Bahiano. Podría conseguir material, había
dicho como al pasar, para una nota insulsa sobre la violencia en las
calles, pero nada que aproximara a develar, sino el caso porque no era
ese el objeto periodístico, sí algo revelador, una noticia resonante
capaz de producir escalofríos en torno al episodio de la Plaza
Zitarrosa.
_
¿Entonces? recuerdo que pregunté con la guardia baja, como el boxeador
extenuado tempranamente al final del segundo round, sintiéndome en
absoluto estado de indefensión frente al entrevistado, no estaba
explicitado ni hacía falta pero él tenía el control del asunto, la
experiencia y la paciencia, la sangre fría y por sobre todo la
predisposición a matar… naturalmente.
_
Yo que usted, había sugerido el tipo con la astucia grabada en la
mirada azulina, encaminaría mis pasos a la clínica. El último hecho de
sus andanzas fue la fuga y entre las salas o los
pasillos, si cometieron un desliz Bahiano o la mujer, errar es humano,
allí tiene la posibilidad de encontrar alguna pista que pueda serle
útil.
_
¿Entonces, por qué no las busca usted para consumar la venganza? me
animé a preguntar con aire renovado como al sonar la campana de inicio
al tercer round.
_
Una cacería tiene sus reglas y requiere ser buen observador, andar sin
desmayo sin importar el tiempo y por sobre todo, ofrecer sobornos, armar
trampas o sembrar señales falsas, para después con paciencia y astucia
rodearlo hasta el momento gozoso del final. Pero eso a usted no le
interesa, me dijo el tipo, usted es periodista y ve las cosas
profesionalmente, distante e impersonal como el registro de una pequeña
cámara electrónica. No hay venganza sin pasión ¿me entiende?
_ Nada se consigue sin pasión, dije.
El
tipo había logrado fastidiarme, astutamente hizo que yo dirigiera la
mirada en dirección de la clínica Máxima, orientando mis pasos y mi
investigación tras uno de los tantos cebos que él disponía cínicamente.
Involucrándome en algo que me sumía en tinieblas porque en el juego
propuesto había un cazador y una presa, pero me exasperaba que mi papel
fuera el de un sabueso que sigue a puro olfato los rastros de la caza
para satisfacción del amo. Cabía la desgraciada posibilidad de complicar
aún más si cabe, mi condición de involucrado en los hechos, a partir de
testigos comprados, o convertirme en víctima propiciatoria del círculo
mafioso; fuera un objetivo perverso o un daño colateral lo mismo me
daba, me tornaba vulnerable y tan solitario como el boxeador al borde
del nocaut. Así me sentí y sentí miedo.
Definitivamente, lo mío no era la caza ni el boxeo.
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Las manchas del techo evolucionan con tintes amenazantes que a poco convirtieron en una esfera con brillo propio y enseguida en una gotera. Afuera cae la lluvia fría de abril.
Mudo
la cama de sitio y coloco en el lugar apropiado una olla que repica con
sonido de tamboril, y después me recuesto en el espacio que deja libre
mi perro. El alimento balanceado parecería haber despertado un arcano
instinto carnívoro como el celo expresado en una disputa territorial
entre él y yo. Inadmisible. El ruido de sus tripas culminan la mayoría
de las veces materializándose en excrementos azulados que deposita
ladinamente en el preciso límite donde las cerámicas dividen la pieza
del diminuto baño. Mi rápida respuesta es atacarlo con el aerosol de
ambiente y así, la convivencia se enrarece con mortificaciones
masoquistas que conllevan una y otra vez, la idea del final. La salida
más racional es expulsarlo a la calle y creo sin culpa alguna que los
días de Malevo en Yaro 1142, Apto. 3 están contados.
Lo
nuestro es el típico problema de hacinamiento y malcomer, un asunto
complejo que despista a muchos especialistas que naufragan entre
implementar campañas, tipo salven a las mascotas o llamar al orden
incrementando más construcciones carcelarias. En
la mente represiva de los cosos los perros tienen el derecho de pulular
libremente por las calles, sarnosos y famélicos, en cambio, para los
humanos expulsados del pacto de convivencia ciudadana la alternativa es
el enclaustramiento, obligado o voluntario, tras las rejas.
Histórico,
las muchedumbres de malcomidos, incultos y sucios, presionan en los
lugares públicos arrinconando a los ciudadanos en sus propias casas
enrejadas. El último lugar seguro…
Recuerdo
el asombro de mi tío cuando los ladrones arrasaron con la ropa tendida
en la azotea, o la vecina del uno que irrumpió en una gritería infernal
cuando los cacos le arrebataron a la pequeña foxterrier en la puerta del
edificio. Estamos horrorizados ante tamaña herejía en democracia
escribió un ex presidente; se cerró la etapa de la guerra fría para
adentrarnos, decía un anciano historiador vernáculo, en el salvajismo
del siglo XXI.
Malevo debería adaptarse a los nuevos tiempos.
Como
debió hacer Bahiano, que a los doce años reconocía en la calle a la
madre de todos mientras hurgaba en el cerro del basurero municipal,
personaje dúctil y tenaz si cabe la amalgama, encarnando un audaz
pandillero bajo la jefatura de Aidemar como de modo inocente enamorarse
de la hermana del jefe, en tanto, la Muerte rondaba en bicicleta por la
calle Veracierto.
Soy
un profesional, pero tiemblo al pensar que el botija Richar fue
asesinado por amar en la penumbra de una fábrica abandonada y enterrado
en los fondos donde la tierra todavía olía a la podredumbre de la
fenecida industria lanera.
Y algunos tienen el tupé de hablar de la violencia, recuerdo que había murmurado el cazador de serpientes.
La lluvia me destroza los nervios y los championes apestan. Todo mal.
Acaso,
¿sería una filtración como la del maldito techo lo que penetraba en el
inconsciente después de los encuentros con el poli de “Inteligencia
Paralela” haciendo mella en mi equilibrio
emocional? Cómo guardar la templanza y lucidez necesaria de un
periodista independiente cuando Silvina no era capaz de hacer un lugar
en el corazón, suficiente como para inventar el pretexto, sino el
motivo, que restableciera nuestros encuentros furtivos.
Ella se estará riendo de mí en este momento.
He
sorprendido en la mirada que irradia el agente encubierto el instinto
de un asesino, un asunto malo para mi seguridad porque él se dio cuenta
que yo me di cuenta. Quizá quiera inducirme a investigar en la clínica
para involucrarme en algo que por ahora no comprendo, manipularme en un
asunto del que solo fui testigo, pero suficiente para condenarme,
indefenso frente a la declaración de testigos comprados. El dinero
compra cualquier cosa, o tal vez es mi imaginación y Aidemar solo
pretenda conseguir información… o arruinar mi perfil profesional, para acusarme de ser un vulgar caza noticias, calumniándome, como un paparazzi del crimen.
Pensándolo bien, lo de Malevo no da para más.
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Subí uno, dos, tres, cuatro, cinco escalones de reluciente mármol jaspeado
y al abrir la puerta de vidrio templado un gigante uniformado,
camuflado detrás de un ficus disciplinado, preguntó tan cortés como
imperativo.
_ Señor ¿puedo ayudarlo?
Dirigí
mis pasos al segundo subsuelo; a la izquierda “Historias Clínicas
Altas-Bajas”, a la derecha “Archivos y Nomenclatura Medicinal”, al fondo
“Video-Biblioteca” y “Sanitarios”. Hice fila en ventanilla de Archivos.
_
Amoroso Tresfuegos, periodista, me presenté a un muchacho de rostro
pálido y los labios levemente pintados a tono con un pantalón y casaca
verdemar. Le dije por lo bajo lo que buscaba, cualquier información
sobre la sonada fuga de Camilos Muros. Superada la sorpresa inicial con
cierta indecisión me respondió con voz apagada.
_ Aquí no podemos ayudarte… averigua en Historias Clínicas, a lo mejor tenés suerte, dijo tocándome la mano a modo de despedida.
Una
señora amable en demasía y entrada en años, de pelo oxigenado y ojos
vivaces me interrogó con la mirada sin alcanzar a comprender mi
requisitoria.
_
Acá en Historias Clínicas, dijo con parsimonia, no puedo hacer nada por
usted joven y quién lo haya enviado debería saberlo; las carpetas son
personales y sólo salen de Archivo en manos de personal autorizado o el
médico de turno. Sepa comprender, no hay excepciones, dijo acomodándose
un mechón por coquetería mientras certificaba por segunda vez.
¿Periodista
dijo? Espere un minuto, voy a hablar con mi jefa. Esperé quince
minutos, fui al baño y encendí un cigarrillo junto al extractor de aire;
quince minutos más tarde la mujer con una amplia sonrisa,
reminiscencias fantasmales de Marilyn Monroe a la madurez, me aseguró
que si no ella otra persona quizá podría ayudarme.
Pregunte por Raquel la enfermera de CTI, pero no hoy porque tiene franco hasta el jueves, dijo con un guiño de complicidad.
(1 espacio)
A los tres días di con la enfermera en la cafetería de la clínica.
_ Si dijo ella, María Fernanda me habló de usted, pero le pido por favor que no perdamos el tiempo, debo subir en diez minutos.
Expeditiva,
cumplía funciones en terapia intensiva y debajo del semblante
profesional todos ellos ocultaban, o mejor, pretendían conjurar la
proximidad del Final, recurriendo a una manifiesta apatía con el uso de
frases cortas como, favor de guardar silencio, terminó el horario de las
visitas o aguarde el informe médico de catorce a catorce treinta. Tan
conscientes como fatigados de impotencia, cuando después de someter por
una o dos semanas a un febril tratamiento a sus pacientes, a deambular
en sillas rodantes para exponerse a placas y tomografías, a análisis
reiterados, a ingerir sustancias vía intravenosa para finalmente
alcanzar el remanso de la mascarilla de oxígeno y las picaduras de
morfina.
Los
ojos almendrados de Raquel, típicos del lejano oriente, dieron un marco
misterioso a mi investigación. Me recordó a Silvina, y a las máscaras
de los murgueros como otra faceta del submundo endiablado de la
enfermera.
_
Nos conocimos en el shopping, dijo la mujer, suelo comprar algún libro
de vez en cuando, y así no faltó el comentario vago sobre nuestros
gustos, o hablar de escritoras, para después ahondar sobre nuestras
rutinas tomando un café o un helado en el patio de comidas. Nos hicimos
amigas.
Después
de la tragedia, usted comprenderá que cada una a su manera entramos en
pánico, no tanto por el miedo a la sangre o la muerte, como a lo
desconocido. Algo inexplicable como el absoluto y momentáneo silencio
que sobreviene en el CTI cuando un paciente nos abandona dejando un hilo
de aire gélido. Optamos en común acuerdo encontrarnos una vez al mes en
una confitería hasta tanto las cosas volvieran a su cauce. Ignoro su
domicilio y por ahora, mejor así.
Llámeme
a este número pasado mañana y veremos si acepta conocerlo. No se que
busca usted, pero dudo que pueda siquiera diagnosticar la pandemia de
nuestro tiempo.
Le
advierto que Antígona es una mujer especial, no se de dónde saca
fuerzas, casi varoniles, pero cobijó el embarazo y a su amante en condiciones extremas que tu no serías capaz de imaginar.
De
mi parte, hubiera querido indagar sobre las dos mujeres, hurgar en los
sentimientos, en sus confidencias con la expectativa de hallar como el
buscador de oro, unas arenillas doradas, algo de interés para el caso.
Ella se despidió encaminándose sin demora al ascensor.
Yo
caí en cuenta que en ocasiones como ésta diez minutos es un tiempo
exiguo para un acontecimiento como el de la Plaza Zitarrosa.
Los ojos de la enfermera habían hecho estragos en mi mente.
(2 espacios)
Al abrir la puerta ignoré la presencia expectante del solitario perro, habitante
resignado a la nada que revivía con cada regreso a la pieza; tres días
antes Malevo apenas había probado el alimento balanceado pero a poco de
masticar, con reminiscencias de cachorro hurgando la arena con el hocico
sucio y la sed insaciable, retroactiva, se echaba con la cabeza
aplastada contra el piso esperando lo que podría depararle el destino,
de mi parte, nada.
El
hambre me tomó por asalto durante la noche, abrí la puerta de la
heladera que irradiaba un frío cruel y vacío pero suficiente, comí un
resto de butifarra con galletitas que en un contrapunto de náuseas y
vómitos dilapidaron aún más mis flacas fuerzas.
Puse en remojo los championes que apestaban a los desechos de matadero y
me recosté sintiéndome libre y despojado de cualquier asidero material.
Cuando desperté, Malevo daba cuenta de mi cinturón de cuero de carpincho, regalo
de Silvina, sacudiendo aquella tira babosa como si de una alimaña se
tratase, satisfecho al obtener tintes como amargos jugos. No me importó.
Miré
como tantas veces las manchas del techo y divagué con la mirada hasta
que di con una mujer, una heroína a caballo. No advertí significado
alguno y atribuí la visión a la mala noche, al malcomer, instancia
superior de los periodistas independientes como de las maestras
vocacionales y algunos invisibles poetas de frontera.
Salí
con el malhumor que deparan en mí las madrugadas, miré el teléfono, las
diez y cinco. Alcancé la 18 de Julio y caminé hasta que me dolieron las
piernas, llegué a Tres Cruces y encaminé mis pasos a la Librería
Occidente. No atinaba a un solo acto racional que indicara que estaba
sucediendo cuando impelido por una fuerza oculta, compré en un quiosco
una barra de cereales que devoré con instinto salvaje frente al hastío
de los que aguardan para viajar con la mirada sumergida en el tablero
electrónico de “arribos y partidas”. Tomé asiento dispuesto a descansar
en el hall de la terminal pero algo carcomió mi precaria tranquilidad
cuando me sentí observado por cientos de cámaras ocultas. Aturdido salí
disparando en busca de un libro que me reconfortara y del que desconocía
título como fundamento. Quería con un libro escapar a la inmunda
realidad y en las oscuras estanterías de libros viejos, usados,
olvidados en el subsuelo y condenados al ataque de las polillas,
escudriñé los opacos lomos con letras borroneadas hasta que di con algo
premonitorio: Antígona Vélez, Marechal el autor.
Guardé instintivamente el libro entre la ropa y salí con la convicción
intacta que los periodistas tenemos un aura protectora en los momentos
sublimes; estamos hablando de los nutrientes espirituales, del mensaje
que no puede tener como destino la humedad soterrada en los depósitos de
los libreros, esperando el descubrimiento casual de un viejo o un
estudiante empedernido que los rescate del
ostracismo antes de sucumbir al incierto destino de un lote puesto al
regateo de la venta mayorista entre los feriantes de Tristán Narvaja.
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La historia, trágica como griega, pampeana.
Una
estancia como última y móvil línea de frontera hasta donde la vista se
pierde, línea combada del horizonte apenas interrumpida por el polvo de
la llanura, silencio interrumpido por el canto de los pájaros o los
temblores del pajonal o de la tierra, el polvo hecho nube sobre el
horizonte anunciando la cercanía de la bendita lluvia o la proximidad
inquietante de los indios pampas, remolinar de la hacienda chúcara ante
la inminencia de la tormenta anticipada en fila de cinco por un ejército
de hormigas negras o un escuadrón de alguaciles revoloteando, ejército
disperso en fortines de mala muerte y hombres condenados detrás de
piques de espinillo y ramas de tala, sedientos y
famélicos, remolinar de gente en el casco de la estancia, en el patio,
en la azotea organizando la resistencia, oteando el amenazante silencio
pampeano de uno y otro lado por extraño que parezca; oteando la estancia
criolla mestizada por los hijos del país, con vientres y semen de los
indios, de los negros, un paisaje en disputa sin consensos porque no
podía haberlos, lo impiden los muertos secándose al sol y los mutilados
de mirada brumosa, la ganadería robada y recuperada con lanzas y
ardides, vuelta a robar en el devenir del comercio intemporal, surero,
sin consenso porque ellos solo pretenden la tierra como propiedad, como
capital parido entre las piernas del pillaje con los campos mojonados
sino alambrados y para que seguir, no puede existir la convivencia
porque de Buenos Aires llegan, año tras año, hombres armados sino
soldados enrolados a fuerza de levas y penas purgatorias, gauchos malos,
gringos levantiscos cuando no anarquistas, dilatando la frontera hacia
Azul y Tres Arroyos, hacia las estribaciones de la pampa, a los confines
de dos humanos destinos, excluyentes como en Norteamérica,
irreductibles por sobre los gestos amistosos cuando los unitarios por su
lado y los federales por el suyo pactaron con los caciques pampas que
tomaron partido a uno y otro lado porque entendían el quehacer de la
política, entreverándose en batallas endemoniadas, civiles, soñando
todos la conformación de una gran Nación y algunos pregonando la
redacción controvertida y necesaria de una Constitución, mientras
todavía no llegaba para unos la hora de la utopía, de la pampa agraria y
mecanizada, ni del ferrocarril, ni del puerto ni nada de eso, entonces,
la pampa natural y salvaje se disputaba palmo a palmo; para los otros
las arcanas costumbres corrían peligro, un territorio a defender de la
codicia gringa como a ser respetados aunque eso fuese lo último,
compartiendo la barbarie a sangre y fuego; a lomo de caballo o en
caravana de carretas, arreando ganado, mudando herramientas y enseres,
mujeres cargando niños, transportando sables y facones, lanzas y
pistolas, acompañados por los perros bravos, arracimados frente al malón
extendido y sin límites precisos como una inundación, frente a la
estancia invasora y procaz, con el viento pampero enrareciendo la cabeza
de los hombres para angustia de las mujeres, hombres como los hermanos
Vélez, mujeres como Antígona, hermanos que tomaron por los misteriosos
caminos de la llanura para toparse, uno defendiendo la estancia y el
otro sumado al malón, sin odio ni traición pero con distinta mirada como
acostumbran las gentes del país, irreconciliables a la hora que la
tierra retumbó bajo el galope de la caballería, cruzados en el choque
franco de sables y tacuaras, atravesados de gritos desgarrados por la
muerte, por el silbido del plomo y el viento que en un ir y venir de
hombres y bestias, a tiro de piedra de la casa principal, frente a la
mirada de todos caían heridos de muerte los dos Vélez y el resto es la
historia trágica como todo lo griego, un hermano recibe cristiana
sepultura, el otro es abandonado a su suerte bajo un manto de estrellas,
en medio, Antígona dueña de una rebeldía corajuda y el amor infinito
por sus hermanos desobedece y es castigada con rigor extremo; después el
joven amante va tras ella con pasos suicidas, a tientas avanzan entre
los mugidos invisibles para sumergirse en una vorágine de sangre fresca y
tinieblas eternas.
Una trágica historia de amor y desencuentros, como todo lo pampeano.
(2 espacios)
Raquel dejo un mensaje:
A. lo esper mañ a las 5 en Pza Cuba.
A
las cuatro y media encendí el primer cigarrillo, me senté en un murito y
derivé la mirada entre las personas que esperaban el ómnibus sin notar
ninguna anomalía, gente común que regresaba de trabajar, madres con
niños y mochilas, jóvenes dubitativos bajo el sol. Y el peregrinar
atropellado de los automovilistas, apostando riesgos a todo o nada los
motociclistas tanto como el rodar suicida de los ciclistas. Tres grandes
ómnibus provenientes de Buenos Aires asomaron por Bulevar Artigas,
denominación que evoca al jefe de los orientales pero que implica el
caos urbano subyacente, (algo de eso acusaban al caudillo sus enemigos),
perturbado bulevar que aglomera de modo indistinto a las paralelas y
las perpendiculares trastocando sagrados principios geométricos. Así
puede un paseante estar simultáneamente a una cuadra y a diez del
Bulevar Artigas sin apelar a fenómenos paranormales ni borracheras para
explicar la sinrazón de un trazado a noventa grados.
Cinco
menos cuarto. Encendí otro Philips Morris reconsiderando la estrategia
más conveniente para la entrevista con Antígona. No encontraba las
preguntas adecuadas para abordar el meollo y los contornos de un caso
atemorizante, para peor, con la información retaceada y poco confiable
temía echarlo todo a perder.
Con las mujeres nunca se sabe.
Me
preguntaba si no sería más acertado dejarla hablar sin direccionar las
respuestas, hasta tanto visualizase con claridad la figura del
enigmático fondo. Era conciente que si la visita a la clínica me
permitió encontrar a la mujer, no había avanzado casi nada en cuanto a
localizar al principal prófugo y víctima del evento de la Plaza
Zitarrosa. Era evidente que recontar los hechos, diseccionarlos o
amalgamarlos, no aportaría al trasfondo causal signado por la violencia
soterrada y el devenir de un amor en la clandestinidad, cuando menos
peligroso. Enfrentaba por primera vez, no el atajo rápido detrás de la
noticia, a lo que estaba acostumbrado, sino una búsqueda donde la
intuición, el testimonio del otro y la deducción podrían conducirme a
algún descubrimiento, a un hallazgo espectacular. De seguro, Sánchez no
aprobaría mis métodos en la búsqueda de la verdad porque lo suyo,
últimamente, era el dinero de los anunciantes y la entrega de la nota un
acto de pragmatismo, nada más.
La pérdida de tiempo y el fracaso, uno más, estaban en mi vida a la vuelta de la esquina…
Camilo Muros, por ahora es un sujeto inasible.
Sánchez me lo había advertido en un rapto de calentura profesional:
_
Botija usted no puede confundirse a esta altura del partido, la noticia
fue el ataque de los motociclistas, la foto enfocada en el reguero de
sangre, el video con la declaración histérica de la mujer y nada más, la
noticia terminó de conformarse, punto. Ya pasó, es historia urbana.
¿Entiende? Me importa un carajo la vida anterior de esos sujetos, los
siniestros motivos personales, la venganza y la opción por la violencia,
como no sea el calibre y la cantidad de casquillos encontrados, porque
eso, usted sabe, hace al picante de las notas policiales.
El
asunto este es descolorido, compréndalo, de los occisos no se sabe
quién fue blanco de un atentado, víctima de un accidente o agriado
suicida. Para colmo, el principal involucrado escapó sin dejar rastros.
¿A dónde quiere llegar?
En
aquella ocasión no le respondí pero atiné a percibir una diferencia, no
se trataba de un capítulo más de la espiralada violencia urbana como
del advenimiento de otra leyenda de sobrevivientes y yo sin saber cómo
era también parte de ella.
¿A dónde quiero llegar? Encendí otro cigarrillo sin contar con una respuesta satisfactoria.
Se activó el vibrador y leí:
A. avisa qno puede llegar qlo perdon Raq.
(2 espacios)
Estaba bajo sospecha, pero eso no alcanzó para inhibir mi deseo por peligroso que fuera de regresar a la Plaza Zitarrosa.
Caminé
por Yaguarón hacia la playa, una calle nominada como uno de los
monstruos de las leyendas guaraníes que en la ciudad gringa cambió el
nombre a manos de grises ediles. Yaguarón fue también el lugar de Río
Grande do Sul donde batallaron los patriotas contra el Imperio de
Brasil.
Sentado
en el viejo bar miré por la ventana la arboleda matizando las sombras
de la plaza en el paredón del cementerio y el cielo salpicado de
reflejos esmeraldas.
Pedí
un café mientras observaba el paso apurado de una muchacha de piernas
largas y corta pollera, muy fastidiada con el viento que la empujaba.
Sonreí.
Pensé
que Silvina no tenía hermanos y vivía en un mundo ajeno a los sueños y
angustias de Antígona Vélez; tocado por la inquietud abrí el libro en
alguna de las páginas señalizadas con un doblez en las esquinas. Me
detuve en ojear algunos párrafos que evocaban con prudente distancia la
muerte de otros y cierto acostumbramiento a la crueldad entre los
hombres justos.
Extravié
la mirada preguntándome cuál sería el parámetro para situar a los
justos en los tiempos que corren. ¿En las filas de los jóvenes
indignados? ¿En los sofisticados cuerpos especiales de la policía? Hasta
dónde contempla la estatura de los justos a sujetos como Muros, a tipos
como Aidemar, cuando la luminosa ciudad había cedido a un tenebroso
entramado callejero que propiciaba la consumación
de un delito tras otro y los operativos de auxilio, al llamado del 911,
se desplegaban como la contrapartida necesaria, en un ritual teñido de
dolor y sangre para el gozo malsano de las masas televidentes.
¿Qué
tiempo quedaba en estos tiempos, para asistir a los heridos, velar a
los muertos y consolar a las madres, que día cualquiera para enterrar al
padre o al hermano o al hijo con destinos tan inciertos como la vida
misma? ¿Cuándo llegaría la hora de enterrar las armas en este bendito
país, enceguecido por las mentiras y el miedo?
¿Qué
pasaría por la cabeza de Silvina en torno a las cuestiones trágicas?
Recargaría de máscaras y pompas, con rituales coloridos como los del
carnaval o dejaría que los usos y costumbres fúnebres agrisaran los
últimos rasgos humanos del muerto, cubierto de polvos perfumados y de la
pátina amarillenta de las antorchas eléctricas que escoltan al Cristo
crucificado de la sala de sepelio.
Si
el muerto era su esposo, ¿lo acompañarían dando cumplimiento al
protocolo de la empresa los miembros del staff gerencial, incluido el
directorio, se presentarían enfrascados en sobrios trajes negros y
zapatos italianos, temerosos quizá, en un rapto
de lucidez, de enfrentar los ojos clausurados del colega malogrado por
el exceso de trabajo? y una joven esposa en su haber, con asignaturas
pendientes como soñar sin contabilizar los resultados, sin el tiempo
cronometrado, muerto ya, para convertirlo en oro, hombre acostumbrado al
éxito hasta la derrota sorpresiva en los instantes efímeros previo al
infarto mortífero mientras el domingo trotaba por la rambla. ¿Lo
acompañarían sentidamente, moderando por unos minutos la vorágine
intrínseca de los eficientes contadores, dispondrían de unos minutos
para consolar a la viuda en soledad, sin calcular, ni siquiera
mentalmente, el monto de los bienes a heredar o especular con el sillón
vacío que el directorio llenaría con la llegada de otro gerente?
Probablemente
llegarían en informal procesión al cementerio-parque, hasta la alfombra
verde que cubre la húmeda fosa, echarían una última mirada al ataúd que
reposa en un carrito, a los sepultureros con sus palas maldiciendo por
lo bajo la demora para así concluir con la inmemorial faena, velada a
las miradas como establece el canon de la modernidad. A continuación se
dispersarían dando de algún modo fin a las exequias, dejando a la viuda
con su pesar tanto como Antígona, una de los mentados hermanos Vélez.
¿Correría
él, su amante, la suerte del otro hermano abandonado a cielo abierto
expuesto a la mirada rapaz de las aves de rapiña? Él, Amoroso Tresfuegos
esperaría desfalleciente el final, en un banco de la plaza a tres pasos
del blanquiciento Cementerio Central, o probablemente sus ojos de sagaz
periodista independiente se cerrarían mirando las manchas del techo,
con los inmundos championes puestos y recostado con indolencia terminal
frente a la mirada carnicera del perro hambriento. Resistiría su cuerpo
fenecido la humedad de la pieza y el olor a sopa que sube del uno,
podría soportar el deambular nocturno de las cucarachas sin objeto ni
tiempo recorriendo los pliegues y orificios de su cadáver. Sería noticia
en la tapa de “Calles de Nadie” por una sola vez y permanente en cada
recuerdo de su madre. No arriesgaba, para no equivocarse otra vez, un
pensamiento semejante de parte de la tarada de su hermana.
Con
el coraje de Antígona que en nombre del amor entre hermanos hizo
justicia enterrando al guerrero satanizado, sería la mano de Silvina la
que depositaría con ternura infinita un ramo de rosas amarillas en mi
pecho…
¿No sería mucho pedir en estos tiempos?
Pidió otro café.
(2 espacios)
A las ocho, cuando la ciudad enciende sus luces, en la esquina convenida
vi aproximarse a la enfermera. La mujer que no era joven ni vieja,
alrededor de treinta, caminaba con elegancia llevando a cuestas el
cansancio acumulado de los horarios rotativos y el doble empleo, atender
un crío y a veces a su marido cuando lo encontraba en la casa.
Me
saludó con un beso y mi mejilla se encendió, una involuntaria taradez
de mi parte que ella ignoró olímpicamente. Entramos al bar, pedimos café
y esperamos por espacio de media hora hasta que la conversación plagada
de asuntos triviales se interrumpió cuando ella anunció la llegada de
Antígona. Observé por los espejos y pispié por las mesas del salón sin
ver ninguna mujer, interrogué con la mirada a Raquel pero obtuve una
sonrisa apenas insinuada por toda respuesta. Un minuto después entró la
otra mujer, saludó con medida cortesía propia de una vendedora de libros
y sentada frente a mí escudriñó mis pensamientos. La acompañaba un niño
pequeño.
_ Me lo llevó a tomar un helado, dijo la enfermera con aire familiar, así pueden conversar tranquilos.
_ No lo pierdas de vista, rogó la mujer de Muros.
_ ¡Mozo!
_ Buenas noches, dijo observando a la recién llegada.
_ Para mí café, pidió con una sonrisa.
_ ¿Usted?
_ Igual, dije nervioso.
Mi
nombre es Amoroso Tresfuegos, dije amistosamente a modo de
presentación, aunque estaba seguro que ya habría saldado con la
enfermera algunas dudas respecto a mi persona.
_ ¿Qué quiere exactamente? preguntó con el ceño fruncido.
_ La Verdad, dije ensayando una estúpida muletilla periodística.
_ La verdad… murmuró tratándome de imbécil con la mirada.
_
Señora, entiendo que esto no debe serle grato… pero busco elementos que
aclaren, aunque sea en algo, el asunto de la Plaza Zitarrosa.
_ ¿Asunto? ¡Fue un criminal atentado al que sobrevivimos de milagro!
_
Por cierto, discúlpeme… dije avergonzado, considerando que la charla no
había empezado y ya corría el peligro de desbarrancarse.
Hábleme de Muros, entiendo que debe ser difícil para usted.
La mujer desgarró mis pensamientos de un tajo y si buscó amedrentarme mejor no lo hubiese logrado.
_
Temo, dijo con claro tenor de advertencia, que no sabe en que terreno
se está metiendo. Usted ignora el peligro que corre, veo que es muy
joven y por otra parte un hábil mentiroso.
_ ¿Qué dice?, dije preso de la confusión y sin poder disimular el fastidio.
_
Digo que no espere nada de mí, porque el asunto como usted dice,
esconde una sórdida disputa que entre otras cosas condujo a la muerte
del inspector Lindolfo José.
¿Para quién trabaja?
_
Por favor, no se precipite con juicios que no merezco. Ya se lo dije a
la enfermera y lo reitero, trabajo para el semanario “Calles de Nadie”. Y
pretendo aunque usted lo desestime, averiguar lo que hay detrás de los
hechos en los que usted y Muros fueron damnificados.
_ Mire, lo que pasó aquella tarde me cambió profundamente la vida.
_ Entiendo.
_ Usted no entiende nada.
_ No comprendo que quiere decir.
_ Por hoy es suficiente… dijo dejando sobre la mesa cuatro billetes de cien.
La miré aturdido sin creer mi mala suerte.
_ Yo que usted me cuidaría, dijo rozando con un beso de despedida mi cara mal afeitada.
Llamé
al mozo y me guardé el vuelto, cincuenta y cinco pesos, algo es algo.
Salí y respiré el aire de la noche. Caminé en dirección a la rambla y a
poco de andar advertí que dos tipos me seguían.
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