El sentido de una bioeconomía o de un ecodesarrollo/Servicios Koinonía Para boffsemanal@servicioskoinonia.org
Las actuales elecciones presidenciales han sacado a la luz la cuestión
del desarrollo, tema clásico de la macroeconomía globalizada. Temas de
absoluta gravedad como las amenazas que pesan sobre la vida y sobre
nuestra civilización, que pueden ser destruidas ya sea por la máquina
nuclear, química y biológica, o por el calentamiento creciente,
eventualmente abrupto, que, como sugieren muchos científicos, destruiría
gran parte de la vida que conocemos y podría poner en peligro la propia
especie humana, ni siquiera fueron mencionados, bien por ignorancia,
bien porque los candidatos se habrían dado cuenta de que tendrían que
cambiar todo. Como dice la Carta de la Tierra: «el destino común nos
convoca a un nuevo comienzo». Nadie ha tenido ese tipo de osadía, ni
siquiera Marina que suscitó – ese es su gran mérito– el paradigma de la
sostenibilidad.
Lo que podemos decir con toda certeza es que así como está no podemos
continuar. El precio de nuestra supervivencia es un cambio radical en la
forma de habitar la Tierra. La propuesta de un ecodesarrollo o de una
bioeconomía como nos la presentan Ladislau Dowbor e Ignacy Sachs, entre
otros, nos anima a caminar en esa dirección.
Uno de los primeros en ver la relación intrínseca entre economía y
biología fue el matemático y economista rumano Nicholas Georgescu Roegen
(1906-1994). En contra el pensamiento dominante, este autor, ya en los
años 60 del siglo pasado, llamaba la atención sobre la insostenibilidad
del crecimiento debido a los límites de los bienes y servicios de la
Tierra. Se empezó a hablar de «decrecimiento económico para la
sostenibilidad ambiental y la equidad social» (www.degrowth.net). Ese
decrecimiento, mejor sería llamarlo “crecimiento”, significa reducir el
crecimiento cuantitativo para dar más importancia al cualitativo
en el sentido de preservar los bienes y servicios que les serán
necesarios a las futuras generaciones. La bioeconomía es en realidad un
subsistema del sistema de la naturaleza, siempre limitada, y, por eso,
objeto de permanente cuidado por parte del ser humano. La economía debe
obedecer y seguir los niveles de preservación y regeneración de la
naturaleza (vea las tesis de Roegen en la entrevista de Andrei Cechin en
IHU (28/10/2011).
Un modelo semejante, llamado ecodesarrollo y bioeconomía viene
siendo propuesto entre otros por el ya mencionado profesor de economía
de la PUC-SP Ladislau Dowbor, que piensa en la línea de otro economista,
Ignacy Sachs, un polaco, naturalizado francés y brasilero por amor.
Vino a Brasil en 1941, trabajó aquí varios años y mantiene actualmente
un centro de estudios brasileros en la Universidad de Paris. Es un
economista que a partir de 1980 despertó a la cuestión ecológica y es
posiblemente el primero que hace sus reflexiones en el contexto del antropoceno.
Es decir, en el contexto de la fuerte presión que las actividades
humanas hacen sobre los ecosistemas y sobre el planeta Tierra como un
todo hasta el punto de hacerle perder su equilibrio sistémico, que se
manifiesta por los eventos extremos. El antropoceno inauguraría,
entonces, una nueva era geológica, que tendría al ser humano como factor
de riesgo global, un peligroso meteoro rasante y avasallador. Sachs
tiene en cuenta ese dato nuevo en el discurso ecológico-social.
Los análisis de Dowbor y de Sachs combinan economía, ecología, justicia
e inclusión social. De ahí nace un concepto de sostenibilidad posible,
dentro todavía de las limitaciones impuestas por el modo de producción
predominante, industrialista, consumista, individualista, predador y
contaminador.
Ambos están convencidos de que no se alcanzará una sostenibilidad
aceptable si no hay una disminución sensible de las desigualdades
sociales, incorporación de la ciudadanía como participación popular en
el juego democrático, respeto a las diferencias culturales, la
introducción de valores éticos de respeto a toda la vida y sin un
cuidado permanente del medio ambiente. Cumplidos estos requisitos, se
crearían las condiciones de un ecodesarrollo sostenible.
La sostenibilidad exige cierta equidad social, o sea, «nivelación
promedio entre países ricos y pobres» y una distribución más o menos
homogénea de los costes y los beneficios del desarrollo. Así, por
ejemplo, los países más pobres tienen derecho de expandir más su huella
ecológica (sus necesidades de tierra, agua, nutrientes y energía) para
atender sus demandas, mientras que los más ricos deben reducirla o
controlarla. No se trata de asumir la tesis equivocada del
decrecimiento, sino de dar otro rumbo al desarrollo, descarbonizando la
producción, reduciendo el impacto ambiental y propiciando la vigencia de
valores intangibles como la generosidad, la cooperación, la solidaridad
y la compasión. Enfáticamente repiten Dowbor y Sachs que la solidaridad
es un dato esencial al fenómeno humano y el individualismo cruel que
estamos presenciando en los días actuales, expresión de la competencia
sin freno y de la ganancia de acumular, significa una excrecencia que
destruye los lazos de la convivencia, volviendo a la sociedad fatalmente
insostenible.
Es de ellos la hermosa expresión «biocivilización», una civilización
que da centralidad a la vida, a la Tierra, a los ecosistemas y a cada
persona. De ahí surge, en su bella manera de decir, la «Tierra de la
Buena Esperanza» (vea Ecodesarrollo: crecer sin destruir. 1986 y la entrevista en Carta Maior del 29/8/2011).
Esta propuesta nos parece una de la más sensatas y responsables frente
los peligros que corre el planeta y el futuro de la especie humana. La
propuesta de Dowbor (http://dowbor.org) y de Sachs merece ser considerada pues muestra gran funcionalidad y viabilidad.
Comentarios
Publicar un comentario