Gran hotel Carrasco/ Por Sergio Kiernan.
El
Carrasco es un caso agudo de intervención en un edificio glorioso que
mezcla restauración con cambios brutales. La razón económica y el mal
gusto de lo “informal”
Desde Montevideo
Hace
casi exactamente un siglo, el empresario uruguayo Alfredo Arocena tuvo
la idea de crear un barrio donde había un campo. Montevideo no paraba de
crecer y los quince kilómetros de distancia entre la Ciudad Vieja y los
campos de la estancia de Carrasco ya no parecían tantos. Como la ciudad
está frente al mar, como ya estaba más que de moda eso de los
balnearios, Arocena vio el negocio de crear una Mar del Plata suburbana,
un lugar donde se pudiera vivir todo el año, trabajar en el Centro y
volver a una casa frente a la playa. El hombre no se anduvo con
chiquitas y contrató a Charles Thays y Edouard André para diseñarle el
barrio, cosa que se nota en las calles curvas, las arboledas bien
pensadas y las innumerables plazoletas. Carrasco sigue siendo una joya
urbana, ya integrada plenamente a Montevideo, de casas con jardín tierra
adentro y caserones ingleses cerca del mar, de los que le dieron alguna
vez una identidad única a la demolida Mar del Plata.
El
ancla de todo el proyecto era un hotelazo por lo alto, un edificio
digno de la Costa Azul o la por entonces tan de moda costa belga.
Arocena llamó, otra vez, a los mejores, y Gastón Mallet y Jacques Dunat
–ya activos en Buenos Aires– presentaron en 1911 un diseño elegante, de
clase, con originalidades propias casi excéntricas y un muy alto padrón
de calidad. El Hotel Carrasco aprovechaba a pleno su terreno exento para
estirarse frente al mar, con un bloque central que hacia el este se
alzaba en una torre y hacia la ciudad se arredondaba en un medio barril
casi parlamentario. Excéntricamente, se entraba por el hemiciclo y
subiendo una doble escalera, mientras alguien –cosas de esos tiempos– se
encargaba del equipaje. La fachada larga hacia el mar se usaba para una
gran galería de arquerías francesas donde tomar algo mirando las olas,
la fachada que daba a tierra adentro era más de servicios. El hotel
tenía 116 habitaciones y suites, casino, restaurante, bares, un jardín
de gloria y equipamientos como esculturas de Carrara, arañas de primer
orden, mobiliario de maderas ya perdidas.
Cuando
la obra había arrancado, vino la Primera Guerra Mundial y mandó parar.
En esos tiempos se importaban como tecnología cosas como sanitarios y
broncerías, y el bloqueo de los submarinos alemanes y la reconversión
industrial para la guerra paralizaba todo o, como en Argentina, hacían
nacer industrias propias. El Carrasco se pparó y listo, tanto que para
1915 lo compraba el municipio, que logró terminarlo en 1921.
Estilísticamente, entonces, el hotel tiene la distinción de haber sido
indiferente a dos modas, primero el Art Noveau de su diseño y luego el
modernismo de su terminación. El Carrasco es una impecable torta
academicista, pintoresquista de balneario y bastante libre en eso de
mezclar cosas, que por algo está en América.
O
mejor dicho, era todo eso, porque para los años cincuenta quebraba,
cerraba, era saqueado de objetos y dañado de intemperie, y pasaba medio
siglo ocupado en ser una ruina. Ni la distinción de Monumento Histórico
Nacional de 1975 lo salvó, y para 2009 se hacía un concurso de
explotación, restauración y relanzamiento. La empresa que lo ganó llamó
al Sofitel para administrarlo y tomó dos decisiones que darían
resultados muy cuestionables, la de contratar a IAG Arquitectos para el
rediseño y a la decoradora francesa Sybille de Margerie para hacer los
interiores. Definitivamente, después de esta intervención el Carrasco no
es más una pieza clásica, eclecticista o pintoresquista. Es un hotel
elegantísimo que gastó millones en ser descontraído, informal, y arruinó
el planteo original.
Quien
llega hoy a Carrasco se encuentra con un edificio impecablemente
restaurado en sus fachadas de piedra París –cada ornamento, cada pieza
de metal de la cúpula– y estropeado por completo en su volumetría por
una monumental rampa de autos del lado del mar, de cemento blanco con
barandas y una enorme pérgola de vidrios entintados y aceros. La
guarangada, para peor, es de hormigón, con lo que su baratura material
es subrayada por la elegancia y calidad del original. Del lado de tierra
le agregaron un objeto oblongo, curvo, adosado a la planta baja, que
anuncia en letras rojas el acceso al Casino. Arriba, deformando los
techados, se ve un piso de servicios que, al menos, fue pintado del
mismo color de los muros originales. Todo este estropicio se justifica
por la necesidad de agregar tecnologías de aire acondicionado y otros
conforts, y por la idea de que nadie debe subir una escalinata para
entrar a un hotel: hay que llegar en auto y tener una pérgola encima.
Aunque esto rompa todo el estilo de un monumento histórico y, de paso,
les impida a los pasajeros ver el mar sentados tomando algo.
Lo
que no se entiende es el casi rencor hacia los ancestros que exhibe la
decoración interior. Entre los 75 millones de dólares gastados en la
obra se usaron varios para contratar restauradores argentinos, uruguayos
y brasileños, un trabajo que ojalá se hubiera podido ver antes de que
de-sembarcara madame de Margerie. Es que uno entra al hotel y ve el
símil piedra de los interiores intacto, los oros reaplicados, los muchos
y hermosos vitrales restaurados a la perfección, los pavimentos de
piedra dura, las muchas buenas maderas de puertas y vanos, y las
herrerías perfectamente limpias y pintadas como manda el arte. Pero esa
gloria se limita a los espacios mayores, salones y halles, aunque
desaparece en cuanto se abre una puerta a otros sectores. Por ejemplo,
quien circule por el largo pasillo que le hace de eje al hotel estará
pisando mármol, caminando entre pilastras y marqueterías de piedra
París, alzando la vista para ver los vitrales, hasta llegar a una puerta
de robles maduros. Al abrirla, se encontrará en otro mundo donde todo
lo anterior fue destruido por completo y reemplazado por un modernismo
inmitigado de acero quirúrgico, vidrio y superficies blancas. Como dicen
los decoradores frívolos, todo es neat y rudamente en contraste con el
resto del edificio.
Como
uno anda resignado a este mito del contraste, la justificación de tanto
profesional que no sabe ni puede diseñar algo clásico, no se sorprende y
entiende que la idea es también no asustar al pasajero con tanta
elegancia, que no se sienta incómodo en bermudas en un hotel que parece
el de Muerte en Venecia. Lo que no se entiende es lo que les hicieron a
los ambientes que decidieron conservar y en los que gastaron tantos
amorosos esfuerzos en restaurar. La sorpresa arranca en la misma
entrada, subiendo la rampa elefantina, pasando bajo la pérgola de acero y
de largo de un ascensor semiexterno, para entrar a la galería original,
la que servía para ver el mar desde la altura de un primer piso. Alguno
decidió descajetarle las proporciones clásicas colgando un enorme
cielorraso de servicios, de esos vulgares de durlock, cribado de luces
empotradas y trompetas de aire acondicionado. Como la galería ahora no
sirve para nada –su vista es a la rampa de coches– la cerraron con más
vidrios, dejaron unos muebles por ahí, y le cambiaron el pavimento
original por uno de venecitas brillosas color cremita, como si fuera una
pileta o un baño pretencioso. Las columnas y las molderías francesas se
burlan en silencio de todo esto.
Para
entrar al lobby se abren unas puertas de buena madera, originales, y se
entra a otra larga galería, esta cerrada, que hacía de estar o bar
interno a la galería. Es un espacio hermoso, elongado, alto, bien
iluminado, pleno de columnas y con una verdadera gloria de vitrales en
lo alto. Como para compensar esta elegancia bien restaurada, cada
mueble, cada objeto y cada lámpara es tan feo, tan al borde del ridículo
que el lugar merecería estar en Puerto Madero. Hasta intervinieron el
piso, canónicamente blanco y negro en damero de mármoles, agregando
bandas con dibujitos y placones de una piedra muy inferior. Para dar una
idea de la melancolía del conjunto, hay lámparas que son caballos de
metal de tamaño natural a los que le salen del cuello un cañito con una
pantalla...
Con
lo que el corazón se alegra al entrar al bar del hotel, el tambor
parlamentario que era la excéntrica recepción original. Es un espacio
perfectamente circular con una cúpula avitralada sostenida por una
compleja y linda banda ornamental cargada de marqueterías y máscaras
femeninas. Este círculo está abrazado por un lado por una galería
semicircular con enormes ventanales, donde ahora hay mesas, y por el
otro por dos formidables escaleras curvas con barandas de herrería de
primer orden. Todo este interior es en piedra París, elegante, airoso y
con el toque garboso de un arquitecto que sabe lo que hace. Tan lindo es
todo que hasta alguien se inspiró al fin y creó esa rareza, un
contraste que funciona y no es un simple choque de materiales. En el
centro exacto del ambiente, bajo la cúpula y el vitral, hay un bar
blanco en forma de caracol, una especie de mueble-escultura muy
interesante. Este gesto hace penoso que la galería tenga ahora un piso
rústico de madera barata y que la parte baja de sus muros fuera
revestida con un travertino pulido, de baño.
El
restaurante es, de hecho, la culminación de este estilo guarango chic.
Es el viejo casino, nuevamente redondo, mucho más alto y con una fuerte
cornisa ornamental haciéndole de cintura. Desde el cielorraso aplanado
cuelga ahora un bosque de lámparas de cairel muy a la fifties,
desesperantemente fuera de lugar en ese salón. Los muebles son de ese
estilo neutro, oscuro, deliberadamente inidentificable que usan los
hoteles internacionales para tratar de no estar en alguna parte en
particular.
Lo
más llamativo del Carrasco es que fue aprobado por las autoridades de
Patrimonio de la Ciudad y de la Nación, con lo que el visitante se queda
pensando que el motor económico del proyecto pasó por encima de las
reglas de preservación más básicas. Carrasco, parece, vive un boom
inmobiliario que revalorizó las propiedades y relanzó el lugar. Como
ahora hay Internet y los autos son más rápidos, vivir en el suburbio
elegante y trabajar en el Centro es nuevamente atractivo. El precio a
pagar por este
desarrollo,
por recuperar el hotel y crear fuentes de trabajo debe ser la rampa
horrenda, la entrada del casino y la decoración burlona del hotel. Y
también que no quede ni una ventana original, haraganamente reemplazadas
por esas cosas de aluminio anodizado.
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