La Saga Oriental. 2a entrega / Jose Ferrite.


Parador Tajes, noche.
Líber revisó el bolso minuciosamente a sabiendas que no podía olvidar nada de su indumentaria,  Bermúdez le había preguntado anteayer si contaban con él para prestar servicio en una fiesta de casamiento a celebrarse en el Parador Tajes.
El parador era una antigua casona que atesoraba retazos de la historia nacional, lugar de recreo del general y presidente de la república, Máximo Tajes, allá por mil ochocientos y pico. La sobria construcción se levantaba a orillas del río Santa Lucía, en las cercanías de los viñedos que rodeaban como un mar verde la ruta 47, al oeste del departamento Canelones.
Volvió a revisar concienzudamente una vez más porque cuando hubiera partido ya no habría tiempo para saldar olvidos. Retiró y volvió a guardar en el bolso: pantalón, chaleco y zapatos negros, camisa, saco y guantes blancos. Se dio por satisfecho y saludó a Clarisa diciéndole que regresaría al día siguiente, domingo por la mañana. Besó a los niños y salió en dirección a la parada del ómnibus.
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   _ ¡Hola! ¿Hay alguien despierto en la casa?
   _ ¡Shh! Hablá bajo que los chiquilines están durmiendo, dijo ella desde la pieza.
Líber dejó el bolso y la campera en una silla como quién se alivia de la pesada carga que supone trabajar a ritmo intenso durante doce horas, tiempo insumido en la preparación de las mesas y la atención de los recién casados, con más de cien invitados, para posteriormente y sin ningún brillo reordenar el caos que implica el fin de fiesta. Una tarea cumplida con eficacia por diez mozos y mozas, amén de los dos asadores encargados de las humeantes parrillas atestadas de brochetas de cerdo, pollo y hortalizas.
Una brisa fuerte había dispersado por el montecito de espinillos las servilletas  blancas como orquídeas y como antiguos campesinos, manos anónimas dejaron sembrado el parque de botellas de champán y vino fino, incluyendo dos jeringas en la escalera del embarcadero. Lentamente el humo de la marihuana se dispersaba entre la bruma y ésta invadía con una pátina grisácea las aguas quietas del río. Con las primeras luces del amanecer retornaba el silbido tímido de las aves y el silencio acompañante.
Cada agasajo tenía la impronta, predilecta como la música bailable, que pintaba en cuerpo y alma a los congregados que desnudaban con el paso de las horas las grandezas y miserias humanas. El experto mozo esbozó una sonrisa recordando las secretas reuniones de los principales.
_ ¿No pensás acostarte, amorcito? dijo ella por lo bajo en tono conspirativo.
_ No veía la hora de llegar a casa, dijo él mientras se deshacía de los zapatos y palpaba los pies hinchados.
Se desnudó y deslizó bajo las sábanas.
Ella lo cubrió con su cuerpo mordisqueándole el lóbulo de la oreja.
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Los años de vacas gordas.
Con la mirada perdida Lucho esperaba que madurase el leudado de las bolitas, imperceptible, como el crecimiento de las plantas, como el marchitamiento del trabajo en el puerto…
¿Cómo podía entenderse? Su cuadrilla estuvo los últimos seis meses trabajando de sol a sol según fuesen los arribos de los buques y en ocasiones también realizaron movimientos durante las noches. Había horas extras para todos.
Hacía tiempo que el sindicato hacía denuncias sobre el uso y abuso del trabajo polifuncional, una palabreja que permitía en tiempos modernos convertir al obrero en una especie de peón para todo… una pieza intercambiable que en pocas horas se convertía en chofer de camión o estibador a la sola orden del capataz, ocasionalmente, reparando contenedores o haciendo mantenimiento general en la playa o limpieza en los galpones.
El delegado se había hecho entender, porque a veces cuesta entender, que esto eran los frutos de las políticas liberales, poca oferta de trabajo para muchos parados, en buena parte responsabilidad de las empresas por hacer pocas inversiones y embolsarse las ganancias.
En los paraísos fiscales ya no saben qué hacer con tanta plata, decía.
Como otras veces subrayó que hubo muchos años de vacas gordas en el puerto de Montevideo y nosotros fuimos testigos, pero no tan favorable para los trabajadores portuarios. Y dijo más, porque se había embuchado un par de grapas con los compañeros del pañol, en los contenedores vienen guardados millones de horas de mano de obra de los chinos que nos sacan el trabajo y eso, recuerdo la calentura del tipo, es mucho peor que recibir a los inmigrantes.
   También dijo que los gringos eran unos jodidos porque enormes corporaciones manejaban a su antojo y en todo el mundo, las flotas mercantes y los bancos, las materias primas y los créditos y las deudas, los servicios portuarios como los dragados…
Después recordó Lucho que el delegado, envalentonado, se refirió aquella vez al Consenso de Washington, pero ahí se plantó el pardo Jazmín Pereira y le increpó con todo respeto que se dejara de joder, que nadie entendía nada y que nosotros queríamos nada más que trabajar y llevar el pan a nuestras casas.
La levadura había hecho efecto.
Una a una fue sumergiendo las bolitas en el aceite hirviente, controló el minutero.
A las siete Lucy estaría atenta al llamado de los clientes y para entonces, él con una gran canasta rebosante de mercadería probaría suerte voceando en la esquina de la Avenida y Barquisimeto. Aunque esto avergonzase a Javier.
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   Los títulos del lunes.
Clarisa se levantó sin necesidad de escuchar la alarma del celular, apagados sonidos como el paso de los ómnibus por la avenida o el piar disonante de los gorriones le hacían saber que era poco más de las seis. Recordando la rutina de los lunes preparó mate mientras llamaba en voz baja a Maxi y Braian a despertarse en tanto cambiaba los pañales de Mía.
Líber entraba a las diez y dormía cubierto bajo dos frazadas en el dormitorio que a esa hora de la madrugada era un témpano.
Preparó el desayuno de los grandes, té con leche y galletitas; para la bebé una mamadera con leche tibia. Se sentó a la mesa y mientras tomaba mate chequeó con los niños que cada uno tuviese la mochila en orden. Mía pidió una galletita y recibió dos como forma de sosegar. Lavó las tazas y la mamadera con el resto de leche la guardó en el bolso de Mía junto a los pañales. Miró el reloj.
_ ¡Dios mío! Vamos chicos que se hace tarde.

   Salieron como de costumbre por una calle desierta, el único comercio abierto a esa hora de la mañana era la panadería “La Raza”, al detenerse en el semáforo de la avenida llamó a su madre avisando que llegaba en cinco minutos, después empezaría el recorrido por el domicilio de los niños para llevarlos a la escuela. Recordó a tiempo que Camino Corrales estaba cortada por obras en el pavimento y dobló dos cuadras antes para evitar demoras.

Una hora más tarde había concluido la entrega de los niños a la maestra de la “salita del hornero” sin novedad, salvo por el llamado de la mamá de Alexis avisando que el niño debería guardar cama por unos días, afectado por la anguina roja. Fue inevitable que por su cabeza asomara el peligro latente que se cernía sobre sus hijos a causa de habitar una casa húmeda, pero con Líber habían hecho cuentas y reparar el techo equivalía a dos cuotas de la camioneta más los intereses por mora. Y en eso estaban, pensando que iban a hacer.
En el Ministerio habían recortado las horas extras  entre otros gastos operativos como forma de lograr algo de equilibrio en las cuentas del Estado, según rezaba el comunicado interno N° 37/14 emitido por la subgerencia de RRHH. Por eso,  Líber  para reforzar el sueldo dependía de los ocasionales llamados de Bermúdez, el encargado de “Mi sueño”, uno de los servicios para fiestas y catering más prestigioso de la ciudad. Y esta indefinida situación les producía, con la persistencia de una gotera, un malestar latente como la  angustia que ambos disimulaban en tanto se les ocurría algo beneficioso.
Clarisa, como su madre, había estudiado para maestra jardinera, ambas creían que las oportunidades de empleo giraban en la órbita del Estado y para muchos uruguayos convertirse en maestros, funcionarios administrativos o policías era casi un destino manifiesto.
Detuvo la camioneta frente al mercadito de la avenida para aprovisionarse de algunos comestibles, no sabía que iba a preparar para el almuerzo una vez que terminara de regresar cada niño a su casa, asunto que la liberaría poco después de la una del mediodía, cuando pasara a retirar a Mía de la casa de la abuela, el último eslabón de la rutina matinal. Bajó de la camioneta, la miró casi con la ternura que se depara a un ser querido teniendo presente el sacrificio que les demandó comprar una Mitsubishi L 300, del 2010, usada y que al fin de cuentas era su compañera de trabajo desde hacía cuatro años…
En la caja pagó con tarjeta y constató al guardar en la bolsa que no olvidaba nada de lo pensado: papas, huevos, salchichas, galletitas, bananas y yogur.
Al salir saludó al pasar a don Toribio, el anciano que vendía unos pocos diarios apoyados en un taburete tan viejo como el dueño. No pudo evitar mirar los titulares: “El canciller acusa al gobierno argentino de intromisión”; “El canal Martín García la causa de la discordia”.
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La mesa de los principales.  
Recibió a cada persona que ingresaban al salón con escueta formalidad.
A algunos los conocía de reuniones anteriores, tal el caso del estanciero o la funcionaria de “Inteligencia Paralela” o el analista en comercio exterior, pero casi inmediatamente advirtió la ausencia de Jaramillo Flores el director de la murga “La Milagrera Era”. Podría decirse un amigo.
Recordaba la primera vez que advirtió su presencia y la pregunta inevitable que lo tomó por asalto: ¿qué hacía un murguero en ese lugar?
Jaramillo suponía que la invitación del Ministro de Identidades Emergentes obedecía al trasfondo cultural de los orientales y esas cosas, pero después me confesó que los integrantes de la murga dividieron opiniones al respecto. Si participar o no debatieron civilizadamente, como también discutieron con pasión para al fin consensuar, por única vez, que aceptase la invitación en la mesa de los principales en calidad de observador, para después resolver en asamblea una decisión de firme. En tanto, no estaba facultado para acordar nada, menos firmar compromiso alguno. Una muchacha con maquillaje a lo Gatúbela y el cigarrillo en la comisura de los labios le había aconsejado, me dijo, que cuidara los modales porque aquello podía ser un relajo pero nunca un tablado en febrero. Nosotros tenemos estética y ética carnavalesca.
Ellos son solamente los principales, le había dicho con un rictus felino. 
El mozo sobrevoló discretamente con la mirada a los recién llegados cuando reconoció  a Jessica Buendía, la veterana periodista que conducía en televisión “El desatino de la Brújula” conversando animadamente con el magnate  Pedro Prado Perdriel, CEO del grupo Medios & Medios.
Creyó ver junto a una de las ventanas que da a la calle Florida, al general Celeste con la mirada ausente mientras palpaba, como desmenuzando el tiempo, el ala del sombrero de palma con una cinta negra.
La primera vez que lo vio también le preguntó con sumo respeto ¿qué hace usted en ese lugar mi general?
El general de modo parco le contestó que no necesitaba motivo ni invitación porque para bien o para mal estaba en boca de todos, venerado como un falso dios no aceptaban que él era tan solo un hombre al que invocaban sin pudor ni vergüenza, leales y traidores.
Recuerdo que al finalizar la reunión se despidió con un apretón de manos diciéndome que la amargura tiene sus límites aunque eso no era motivo, sencillamente extrañaba a Clara en el recuerdo. Y ahí nomás ensilló su flete y regresó al Norte.
Como de costumbre sirvió café o té verde a elección acompañado con diminutos alfajores de maicena. Distribuyó en jarras de cristal zumo de naranja y agua mineral, luego se paró atento a cualquier solicitud junto a la máquina de café exprés y otros utensilios típicos de los remozados bares montevideanos.
_ Señores pido atención, dijo el estanciero con una mueca de satisfecha superioridad y a modo de iniciar el cónclave de los principales.
El asunto que nos convoca, dijo mirando a sus interlocutores, son los ríos de la patria, arterias de agua pura que calman la sed de los forasteros, desviven a exploradores y a ingeniosos ingenieros que cuantifican el potencial de las riquezas de nuestras privilegiadas cuencas e invisible acuífero.
Un sujeto joven, con lentes a lo Lennon comenzó a garabatear lo permitido en una libreta; los teléfonos estaban apagados, no autorizaban tomar fotografías ni registros de voces.
La reunión era secreta.
_ Permítame referir al valor intrínseco, dijo el contador público, que tienen los ríos como recursos hídricos, energéticos y turísticos. El mundo nos observa con respeto porque hemos sido capaces de garantizar, contra viento y marea, la seguridad jurídica. ¡Verdadero pilar de la democracia que algunos nostálgicos pretenden soslayar invocando ideales fenecidos en el siglo que nos precedió!
_ ¡Bravo doctor! alentó por lo bajo su asesor en “fortalezas políticas” y entrometido cuñado.
_ Conocen nuestra posición, dijo la altiva mujer graduada en Chicago, nacida en Ecilda Paullier y migrante con la inocencia de los cuatro años de la mano de sus padres. Para graficarlo de forma sucinta recordaré que las finanzas y los puertos mueven el mundo. Los ríos navegables, que es el tema que nos convoca, son un apéndice, un asunto absolutamente complementario y para la corporación que represento, un aspecto secundario de nuestro negocio.
Las palabras de la académica despertaron murmullos en disidencia como aprobatorios a lo largo de la mesa de los principales.
Desde el mostrador, Líber escuchaba como modo de matar el tiempo en tanto preparaba más café, especulaba sobre el desarrollo de la charla que no había avanzado demasiado en los últimos seis meses como si el objeto en sí fuese la sola conversación.
Podía sentirse orgulloso de su profesionalismo en la gastronomía, era un atípico joven con experiencia demostrable por haber empezado, cuando todavía no tenía los quince años cumplidos, como ayudante del cocinero en el “Club de Bochas, Cultural, Social y Deportivo Barquisimeto”, pero eso obviamente, no lo habilitaba para comprender en su totalidad el enrevesado palabrerío de los doctores.
Tenía la insana sensación que no decían todo lo que tenían para decir, algo ocultaban, retaceando información como un semáforo titilando con luz amarilla.
_ Señores tengo a mano el último dossier del Instituto, dijo el joven experto de Milenio-ROU, de probado rigor investigativo y solidez estadística, donde en una introducción magistral recomienda mirar a los ríos con otros ojos, como el medio de transporte más barato en la relación tonelaje desplazado/combustible insumido, además de recomendable por la mínima cantidad de recursos humanos requeridos.
¿Se entiende lo que recomienda el Instituto como paradigma productivo?
_ De sindicatos pequeños y débiles, subrayó tajante la funcionaria de “Inteligencia Paralela” que no veía con buenos ojos al imberbe analista, para que las empresas tengan las manos libres…
_ Exactas palabras caballero, dijo de modo aprobatorio el contador e ignorando la opinión de la mujer a la que repudiaba visceralmente. Él era hijo de un respetado contador público con el estudio en el séptimo piso del Palacio Salvo, y ella, hija de un zapatero remendón enclaustrado en un inmundo taller de la calle Joaquín Requena. Llámenlo, decía a los íntimos, los datos duros de nuestra sociedad… bajo gobierno populista.
   _ Respetamos las recomendaciones de esta mesa, pero insisto como en otras oportunidades repetir que nuestro negocio son los servicios en el puerto de Montevideo,    un puerto ultramarino por excelencia. Francamente, los ríos no son de nuestro interés, dijo el representante belga de Katoen Natie. De la navegación fluvial deberán hacerse cargo nuestros amigos los finlandeses, dijo delineando los márgenes de los negocios en el Río de la Plata.
   Líber recorrió la mesa ofreciendo café y en tibias copas panzonas, coñac “Pierre de Segonzac” a quién lo solicitara. Si como otras veces estuviese aquí el general Celeste, conociendo sus gustos, le entregaría en mano un vaso de ginebra acompañado con un guiño cómplice.
   Jessica Buendía le sonrió de modo intimidante pidiéndole agua mineral sin gas.
   _ ¡Cenicero!, reclamó imperativo el director de Medios & Medios buscando un apoyo para su pipa Bruken de raíz de brezo.
   Después un murmullo insidioso cubrió el salón, minimizando algunos altercados en alta voz como veladas amenazas por intereses cruzados, incluyendo propuestas corporativas que abarcaban proyectos faraónicos de diversa naturaleza.
   En tanto, hacían un brindis conciliador por el éxito de sus empresas, por un crédito blando a largo plazo, por más eximición de impuestos…
   _ ¡Salud! corearon como invocando a los dioses del gran capital.
   _ ¡Por los mercados abiertos! se pronunció otro.
   _ ¡Y el achicamiento del gasto público! dijo el contador público.
   _ ¡Ese será su problema si es elegido presidente! dijo alguien y todos rieron.
   Estos cosos dan tantas vueltas para al fin salirse con la suya y terminar en el mismo lugar, pensó Líber mientras miraba el reloj.

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