LA ZAGA / 21 .Por Josè Facello

Espías en espera.
_ ¿Averiguar? Sospecho, dijo Silvinaacello bajando la voz, que el juego de los espías  recién empieza, me comentó la mucama que en Finisterre están todos movilizados a la espera de visitas importantes. Si el azar está de nuestro lado creo que estamos en las coordenadas espacio-temporales exactas, de un evento que puede resultar buenísimo para nuestros objetivos. Si nos sale como creo, te imaginas como se va poner tu amigo…
Josualdo encendió un cigarrillo y tomó dos aspirinas con un trago de agua, una forma de aferrarse a los rituales de su disoluta vida considerando que ya habían pasado tres días en el extranjero y fumar a modo de invocar un mínimo de sosiego en las horas por venir, que al lado de Silvina se le antojaban por lo menos, sin paz ni descanso.
Si dos extranjeros como ellos eran descubiertos violando las leyes argentinas sin lugar a duda la pasarían difícil. Por sus antecedentes, para la sociedad lo tipificaban como un tipo peligroso y si algo salía mal la policía sin miramientos lo conduciría a la golpiza y el interrogatorio, a un paso del encierro que a esta altura terminaría con su menguada existencia. No quería ni imaginar a la muchacha mancillada a merced de sus captores, amparados en el anonimato a la hora de ejecutar viejos actos de sadismo.
_ Continuá por favor, dijo con ronca voz a sabiendas que a partir de ahora la inteligencia y la cautela deberían regir sus actos, que aún bajo los ropajes de un pacífico pescador y la sobrina adoradora del sol, podían quedar enredados por el alcance infinito de la mano de los principales.  De ello Pepe Botazo había hablado en detalle.
Con una acrobacia escabrosa propia de los artistas del Cirque du Soleil, Silvina cambió a la postura del loto envuelta por una sutil nube de humo y el aroma de magnolias que entraba por la ventana, dando cuenta de las novedades.
_ Josualdo, de ser cierto lo que dice Lucía, entre mañana y pasado llegarán dos grupos de personas que de alguna manera contemporizan en los ratos libres. ¿Crees en el alineamiento de los astros o el magnetismo incidiendo en nuestros actos?
Él retrotrajo sus pensamientos a la prédica de los evangélicos o los cultos esotéricos que tenían lugar en la celda, liberados al estímulo de los sicofármacos y la cocaína. Él no creía en el alineamiento de los astros ni en nada.
En la prisión la Nada se enseñoreaba con la población y sus espectros. En eso creía.
_ Te escucho, dijo Josualdo.
_ Algo de eso hay, continuó Silvina, parecería que ciertas posibilidades confluyen el próximo viernes hacia alguna sala de la casona, más exactamente a la mesa tendida para los principales…
¡Cómo! ¿Los principales aquí en esta isla escondida?, dijo él sintiendo que el piso se movía a sus pies.
_ Escuchaste bien, la mesa de los principales, de los porteños se sobrentiende.
El hombre con pasos evasivos fue hacia la ventana, repitió mecánicamente y para sí la operación de conteo al paso de un convoy barcacero, y como en las oportunidades anteriores registró cuarenta barcazas amarradas y solidarias, esta vez al remolcador de empuje “Flor de Irupé IV”, cuando imprevistamente interrumpió sus observaciones la visión de la gran ola.
_ El maridaje del dinero y la tecnología al servicio de los grandes negocios planetarios, dijo él de modo extemporáneo.
_ ¿Qué estás diciendo? interrogó ella con los ojos cerrados, porque no era de los espías sacar conclusiones, a lo más calibrar como acostumbran los de “Inteligencia Paralela”, la importancia, circunstancial o estructural entre las partes y el todo, de no, difundir pistas falsas y embarrarlo todo para disgusto de algunos.
¿Josualdo seguís comprometido en esto? Porque vos mejor que nadie sabe que a partir de ahora no hay marcha atrás.
Él la ignoró, la inteligencia de ella no admitía una pregunta como esa.
La solidaridad no era sólo patrimonio de los pobres. La unidad remolcador-barcazas convertía a los transportistas en poderosos aliados de los no menos poderosos plantadores de soja, lo que es decir, la super alianza de los grandes capitalistas. Imaginó a la gran ola desbaratando las cuarenta barcazas contra los veriles del canal vengando a las víctimas… pero se arrepintió de inmediato, considerando a la gran ola como una patología común de los viejos como él, temerosos que apenas se animan a mojar los pies en las orillas del mar.
_ Para el viernes faltan dos días, ¿Quiénes llegan mañana?
_ Es lo raro de los comentarios y lo imagino pintoresco como un domingo en la feria de Tristán Narvaja, dijo sonriente.
Yo pensaba a medida que Lucía hablaba de su mundo, en las conversaciones de entrecasa con Marchese, cuando comentaba a la hora de la sobremesa de tal asesor o cuál experto de los cinco mares atribuyéndose buena parte del éxito de los negocios ajenos en el programa de la Buendía, pero confundiendo información con saber al aconsejar al oído del Ministro, pero no…
_ ¿No qué? indagó Josualdo poco amigo a las descripciones y menos de la literatura.
_ Mañana al mediodía recibirán en el embarcadero, con sol o lluvia, a un selecto grupo… de mujeres, como para distender la noche de los principales. ¿Qué te parece?
_ Interesante, dijo el hombre, a esta altura metamorfoseado en un sujeto inclasificable vichando por la ventana.
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Con la proximidad del mediodía la isla adquiría ribetes teatrales, la luz irrumpía en los claros abiertos entre el telón penumbroso del monte y el río fluyendo en una planicie brillante que camino al estuario recitaba el cancionero litoraleño, mientras las alimañas modulaban un coro armónico disimulado entre la galería boscosa y las aguas estancadas. En partes, la pinocha tapizaba la tierra blanda y en partes las flores desprendidas de los árboles como el Pata de Buey reflejaba nubes albas.
Al ronroneo del motor marino le siguieron las risas que explotaban como lo hacen las piñas maduras y las miradas de los huéspedes de la casona convergieron al embarcadero.
_ ¡Llegaron! dijo Silvina mirando con los binoculares aptos para avistar pájaros, otra compra en “N & P” a instancias del seductor muchachito.
El conserje se apersonó en el embarcadero vistiendo un traje de lino, blanco roto, mocasines beige y protegido por un sombrero panamá. Un dandi de metro sesenta de porte y ciento veinte kilos de peso concentrados en el voluminoso abdomen que no le impedía desplazarse con cierta gracia de boudeville.
Caminaba protegido por una sombrilla blanca que sostenía Lucía y secundado unos pasos detrás por el jardinero y el joven vendedor que en minutos cargaron el equipaje y los bultos sobre una carretilla adecuada para tal fin.
Hubo contadas presentaciones porque los abrazos denotaban, sino una amistad, un conocimiento anterior entre el hombre que regenteaba la casona y las mujeres, descartado todo formalismo porque las muchachas iban al grano. Al paso de la comitiva bajo la habitación 8, Silvina detrás de las cortinas alcanzó a escuchar lo que bien podría ser el prólogo, pensando en una futura monografía o pequeño ensayo, de algo titulado más o menos inspirado en Llosa el Joven y su novela “Pantaleón y las visitadoras”.   ­  
_ George, dijo la mandamás, venimos a este inmundo lugar después de trabajar todas las noches y cómo ves, mis chicas están exhaustas. Please, danos algo liviano de comer para sin más trámite irnos a descansar.
_ No se hable más, respondió el conserje, los manteles están tendidos… el cocinero las espera con sándwiches, empanadas de pacú, pastas con una divertida salsa de cuatro quesos, frutas de estación, dulces de mamón y gelatinas y jugos.
¡A disfrutar mis reinas! ¡Bienvenidas a Finisterre!, anunció con voz amanerada preso de la euforia que los buenos negocios provocan.
Silvina siguió con la ayuda de los binoculares el heterogéneo desfile de chicas, quince para ser más precisa, que vestían como cualquier paseante en verano, ropas livianas y coloridas, diminutos pantaloncitos de jean, calzando gorras visera junto a otras con capelinas, lentes para sol y con la inmediatez de los jóvenes sembrando al aire risas, grititos y el comportamiento espontáneo de intuir que lo bueno dura poco.
Silvina no hizo comentarios, pero se sentía interpelada por una voz interior acerca de la vocación y los oficios, instintivamente encendió un Marlboro. Las mujeres, en su mayoría menores que ella, exhibían la libertad y alegría de lo provisorio, la satisfacción por la buena paga y los regalos, los perfumes exóticos y las drogas al alcance de la mano. Pero, la mayoría de menos de veinte temía alcanzar los treinta ¿acaso no sentían lo mismo las costureras o las soldadoras a cumplir los cuarenta en los boxes de un taller? Quizá les preocupara la postergación como destino, cuando arteros ilusionistas establecían la paga, los incentivos y el ocio como sinónimos de un inestable acontecer porque apenas si sacaban de la galera unas miserables mentiras…  
La muchacha fumó con ansiedad, al empleo asalariado o la jubilación digna los habían pulverizado a una utopía residual del siglo pasado, se lo había dicho Marchese que era un afortunado heredero y profesional reconocido. Ella fue tajante al cuestionar un sistema de derechos escamoteados, porque la premisa de que el trabajo dignifica al hombre no tenía correspondencia con el trabajo ocasional y mal pago, ni con hombres y mujeres impedidos de ver la luz del sol con turnos de diez o doce horas, ni con niños sin otras opciones que no sea nacer y a trabajar.
En esos momentos temía romper a llorar de impotencia.
La muchacha recuerda a Marchese borracho y filosofando, vomitando frases bizarras sobre el opio de los desmemoriados, el sinsentido del tiempo en los contratados por noventa días, la puta existencia de las muchachas cooptadas por la trata… la moda suicida bajo los destellos de las fiestas electrónicas y los estimulantes sintéticos.
En un acto enajenado Silvina se desnudó pausadamente sin importarle la mirada del viejo para recostarse a llorar acongojada como no hacía desde pequeña.
Josualdo también encendió un cigarrillo sin sorprenderse de nada, brotan los recuerdos de los indefensos cuerpos desnudos como otros maltrechos después de las palizas propinadas en los subsuelos de algunas comisarías. Sin importarle demasiado ya de nada, fumaba.
Se dejó llevar por un torbellino de pensamientos absurdos donde no faltaron las fotografías en playa Malvín, de madre abrazada al tío Carlos cuando su padre marchó a trabajar a Guayaquil; olió en un acto automático los orines e inmundicias que durante dos años lo siguieron a sol y sombra en el penal de Santiago Vázquez, para al fin recordar de modo entrañable las horas junto al pretil de la azotea mirando los barcos fondeados en la bahía.
El hombre tomó dos aspirinas y preparó el mate en el mayor de los silencios temiendo interrumpir a la conmocionada muchacha, de lado y combada como una chalana, desnudez verdadera y hermosa como las modelos de Modigliani.
Algo había ocurrido, íntimo y a todas luces secreto como para ella despojarse una prenda tras otra frente a la ventana de un presente olvidable, de una situación inventada y que no resistía el mero análisis.
Ella se sentía íntimamente dislocada, le había pasado con Marchese y con Amoroso, y ahora con el pobre Josualdo que tosía a sus espaldas.
Esta vez dudaba si recriminarse por haberse dejado llegar demasiado lejos…
¡Y algunos burócratas globales tienen el tupé de tabular los índices de felicidad! pensaba el hombre. Y Medios & Medios como un eco propalarlo por el país de las cuchillas…
Para él, Josualdo, la misión entraba en un callejón sin salida.
_ Capitán incluido… musitó mientras sorbía la bombilla y a lo lejos se apagaban las risas de las amadoras.
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   Bar “El alero”.
No supo a ciencia cierta cómo llegó al lugar ni tampoco poder discernir si estaba soñando o era una víctima más de la deshidratación, perturbado, situado con extrañeza ante lo incomprensible. Imaginario o real estaba sentado en un taburete junto a un mostrador sucio e intimidado por un ruido punzante como el que producen las abejas al salir de la colmena.
El tipo a su lado lo miró fugazmente e hizo un gesto parco como saludo y por un momento detuvo el vaso con ginebra antes de apoyarlo en los labios como un catador experimentado que espera encontrar el sabor de sus sueños. ¿Acaso los sabores y olores no toman por asalto algunos sueños con reminiscencias misteriosas?
Amoroso sin saber cómo ni porqué observó descaradamente al otro, mal afeitado y sucio de suciedad impregnada por días, saludó de modo recíproco y recién entonces cayó en cuenta que tenía en su mano un vaso con whisky-honey sin recordar haberlo pedido. A espaldas del largo mostrador los espejos multiplicaban las maniobras de las grúas portuarias y el paso del colectivo 33 a Ciudad Universitaria, lo que aumentó la sensación o la angustia del periodista de encontrarse perdido en un mundo paralelo. Esta vez, escudriñó sin miramientos al sujeto de enfrente que lo observaba con un vaso de whisky en la mano, mientras al pasar, el mozo inauguró para él un corredor invisible hasta ese momento franqueado por estantes y heladeras SIAM con puertas de madera barnizada y herrajes cromados, todo desconocido para él y que mereció del mozo la mirada indiferente que se propina a los desconocidos. Indefenso como un niño optó por guardar silencio de una conversación que todavía no se había iniciado, como tampoco alcanzar a comprender las imágenes multiplicadas de los espejos ni menos establecer un cálculo de las horas, los días o los años que habían pasado desde que salió del apartamento de Yaro 1142.
Un fugaz y brumoso pensamiento remitió a su casa, a las sábanas percudidas y a los juegos amorosos con Silvina, la mujer del contador Marchese, su amante. Ambos se habían extraviado en la era de las comunicaciones móviles, había ocurrido en el hall de la estación Constitución y en la Finca do Café, ahora ya poco importaba… sentía que estaban perdidos.
_ Usted es muy joven para recordar, le dijo el otro con facha de estibador o marinero desembarcado, el tipo de la ginebra, ni sabe por qué los tripulantes de los pesqueros rusos nos trajeron la mala suerte.
Si usted me permite le cuento, dijo el tipo sin esperar respuesta. A los barbados capitanes los dejaron varados en Buenos Aires con barcos y redes y todo… menos dinero. Fue en el 89 cuando a los soviéticos los partieron en veinte pedazos, usted es muy joven… fíjese que un sindicalista y el Papa, polacos, se contaban entre los principales agitadores. Los marinos soportaron duros inviernos abandonados a su suerte y peor supimos después, la pasaron los científicos rusos recluidos en las bases antárticas, que según cuenta la leyenda marinera, sobrevivieron a duras penas como Chaplin en la “Quimera del Oro”. Pero entonces nadie de nosotros sabía demasiado de nada y ellos, anclados en Mar del Plata o en los muelles de Tandanor, tampoco; los tripulantes vendían la pesca en bloques congelados de treinta kilos, siguieron con los equipos impermeables y terminaron rematando las herramientas del pañol para poder comer y beber; los capitanes y jefes de máquinas desaparecieron en los burdeles del Bajo.
¡Grandes bebedores los pescadores rusos!
Créame lo que le digo, los rusos nos trajeron la mala suerte.
Busqué inútilmente las palabras adecuadas para decirle que yo soy un periodista uruguayo que busca a su amante, pero no podía pensar en nada por el acoso del ruido callejero.
_ El puerto, continuó imperturbable el tipo de la ginebra, no fue el mismo desde entonces… ya nada sería lo mismo, con la modernización desembarcaron los marineros filipinos y los chinos que acostumbran comerse a los perros vagabundos… la comida de los tripulantes coreanos era pesca y arroz, agua de arroz la bebida… Amigo, créame que el hambre genera hombres esclavos antes que famélicos.
Las empresas extranjeras trajeron también máquinas nuevas, alambradas perimetrales y guardias uniformados, ¿me entiende? esa fue la suma de la modernización, los compañeros parados y los suicidas, la resta…
Así como me ve tengo setenta y seis años ¿qué me dice? y desde el año 1997 aquí me ve… esperando hacer un jornal, como que me llamo Calixto Benítez Melgarejo, raschín de oficio y de todo esto, créame,  pongo como testigo a Machado el mozo nuevo.
   Lo miré sin comprender, como a la lejanía un niño confunde el mar y el cielo; en tanto saboreaba por primera vez whisky endulzado con miel como un sediento el agua empozada.
_ Cervantes el antiguo mozo, monárquico y franquista, ganó la lotería de Santa Fe con el 43.217 y regresó tardíamente a la campiña de sus ancestros para morir prematura y definitivamente. La primera vez murió en 1947 al bajar del barco en el puerto de Buenos Aires; como que Europa no daba para más, decía el gallego, después de tantos años de guerras sucesivas, uno se veía morir si se quedaba y morir después al llegar a América, junto a un primo que no conocí y que como él contaba, tener por todo capital veinte abriles más el billete para viajar y los bolsillos vacíos.
Amoroso miró en derredor y descubrió que el bar no tenía mesas ni sillas, que el mostrador y la vereda rota y el empedrado de la Avenida Presidente Ramón Castillo guardaban un paralelismo perturbador, irradiando temperaturas del infierno al rodar de los camiones transportando soja y combustibles, y el murmuroso cambio de turno de los estibadores, y las camionetas llevando equipos y las cuadrillas de obreros navales a la Dársena E.
Todo alrededor barrido por las corrientes pegajosas del viento norte.  
El bar “El alero” era eso, un mostrador que amparaba conversaciones provincianas al borde de la vereda; un refugio para matar el tiempo de parado, bebiendo un trago porque la hombría o la dignidad no admitía volver a la casa sin un jornal en el bolsillo. Si no, el bar fue el lugar establecido para ajustar los detalles de la huelga en ciernes, cuando los militares eran amos y dueños de los puertos argentinos.
Se propuso, como un hombre de otro lugar, escuchar las conversaciones por lo bajo y los decires cruzados de los parroquianos, a la espera de averiguar algo sobre la escalada de denuncias en lo que a los puertos se refiere. Le hizo una pregunta al mozo que respondió no saber, pero le indicó a un hombre con ropa de fajina, uno de los delegados, porque los del sindicato sí sabían. La pregunta desencadenó otras preguntas del joven delegado como contrapartida, sobre quién era yo y que hacía en “El alero” y qué tal de lindas son las mujeres uruguayas; me invitó con otro whisky considerándome con la precaución que se depara a los periodistas extranjeros, pero dispuesto a dedicar media hora para dar su visión de los hechos.
_ Despreocúpese, le dije, no tengo nada que ver con la CNN.
Las palabras de Julián Quiroga, el delegado, daban cuenta de modo sucinto de episodios extraordinarios en los muelles, de misteriosos asesinatos y suicidas entre gente importante del ambiente, que ponía de manifiesto la disputa intestina por el predominio y control de los negocios portuarios en el Río de la Plata.
_ Si las mafias no quieren no habrá aprontes de guerra más allá de las noticias y los seminarios de las fundaciones marítimas, sentenció Quiroga de modo enigmático, para a continuación pedir al mozo otra vuelta de licor.
No olvides oriental que nuestros enemigos de temer son el trabajo que no alcanza para todos y las importaciones descontroladas que arruinan las industrias del país. Y ustedes, dijo a modo de despedida, por lo que se sabe siguen el mismo derrotero…
La vuelta estaba paga pero tenía cosas que atender, se despidió con un apretón de manos.
   El periodista sin saber por qué, visualizó vagamente en el espejo la figura del general Celeste que le pareció envejecido más allá de su condición de inmortal. Lo sintió como una advertencia para dar cumpliendo con la palabra empeñada en la panadería de Lucy.
   ¿Qué sería en esos momentos de la vida del capitán y la muchacha? se interrogó.
Cuando pidió la cuenta, Machado le respondió que ya estaba pago y al interrogar con la mirada, el mozo respondió que invitaba don Benítez, cuando lo buscó a su lado vio a otro tipo comiendo una milanesa al pan y ni sombra del viejo obrero.
Caminó sin norte con los remozados muelles a su diestra y los rascacielos a la izquierda, confundiendo la atmósfera húmeda e irrespirable de Buenos Aires con el olor nauseabundo que dejan a su paso los neumáticos hirvientes y las sirenas de los remolcadores con las estruendosas tormentas de verano. El polvillo de los cereales impregnaba todas las cosas pero nada ni nadie, terrenal o divino, demoraría las operaciones portuarias y la salida de los buques en tiempo y forma. Salvo los trabajadores en huelga se entiende, había dicho el viejo Calixto.
¡Defendamos lo nuestro! seducían a los diputados de la rama sindical los lobistas que pululaban en las oficinas del Congreso, atentos a que Medios & Medios propalara los índices de los precios globales de los cereales y minerales…
Para Amoroso, la información rondaba a la sombra de los contenedores y los camiones en espera, como en los bares aledaños a la cancillería con el oído atento en esas virtuales usinas desde donde podrían filtrarse los rumores del conflicto portuario con los uruguayos. En cambio, tenía la certeza de que nada importa como no sea el dinero, para inducir por vía de las verdades a medias o la mentira a secas, a la demencial guerra.
Los viejos marinos revividos en las nouvelles evocaban con reminiscencias históricas la última batalla naval del Río de la Plata, que involucró en aquellos días aciagos de 1939 a británicos y alemanes.
¡Ah! los europeos…
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_ ¡Eh! amigo, dijo el tipo zamarreándome de un hombro, múdese de lugar que tengo que mover el camión.
_ ¿Qué… qué pasa? atiné a preguntar como quien despierta aturdido después de una noche de festejos.
_ Se durmió hecho un ovillo al lado de la rueda…
_ Gra cias… puedo… puedo preguntarle algo.
_ Pregunte, dijo el joven de overol ajado y el cuerpo de un luchador de sumo.
_ ¿Conoce el bar “El alero”?
El otro lo miró sorprendido y sopesó que el tipo estaba borracho o drogado, sin decir nada subió a la cabina.
Amoroso lo miró impertérrito demandando una respuesta.
_ Amigo, no sé qué anda buscando pero mi padre fue tripulante de ELMA y paraba en el alero.
Hace veinte años lo demolieron, estaba donde usted está ahora parado.
_ No comprendo… balbuceó el periodista.
_ El bar, ELMA y mi viejo ya no están… dijo el camionero entrando un cambio para poner distancia al absurdo.
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