La Zaga Oriental 25 / Por José Ferrite


Noche porteña.
Caminaron por Pueyrredón hasta el cruce con Corrientes dejándose llevar por la brisa caliente del norte, iban abrazados y silentes, registrando las postales nocturnas de la ciudad que no duerme. Los comercios con las persianas bajas negaban su razón de ser impregnando en los alrededores una atmósfera de misterio anunciado por el ulular de las sirenas; siguieron con la mirada a los recolectores de cartón, padres e hijos que terminaban la jornada y emprendían la retirada tirando de los carritos. Unos pasos delante, tres prostitutas los observaron un instante, en particular a Lucy,  continuando la conversación sin inmutarse en el portal de una galería iluminada por los carteles de neón. Y por cualquier lado, personas a diestra y siniestra durmiendo junto a los perros en improvisadas tolderías, en tanto una cuadra más allá, la vidriera de una pizzería reflejaba la algarabía de una multitud que bebía cervezas o aguardaba en la puerta por una mesa desocupada o avistando un taxi para la vuelta a casa.
_ Las desigualdades sin estadísticas, rezongó el atribulado capitán.
_ Una noche irrepetible, dijo ella.
Caminaron como dos extraños, ajenos a todo e ignorando los acontecimientos que en unas horas serían los titulares de los noticieros y diarios de la mañana. Deambulaban con pasos sigilosos como los gatos, deteniéndose de a ratos para orientarse en dirección al Bauen Hotel. Rodeados de seres anónimos sentían reducirse a la mera individualidad o casi, eran ellos dos y no cinco, porque nada sabían de los otros, pero por sobre todo eran conscientes de no pertenecer a esta ciudad, que si bien no los acosaba, alimentaba la tensión y el estado de alerta del primer día.
Cómo arribar a una conversación imprevista o el trato ocasional con otro sin dominar del todo las referencias tangibles ¿Cuál es el subte que va a la estación Boedo? ¿Cuánto vale un pan flauta? ¿Faltará mucho para llegar a la Galería Pacífico? Asuntos tan cotidianos como inasibles que escapaban a la comprensión de los improvisados espías, que sin saberlo se inmiscuían en los secretos de los cien barrios porteños.
A lo esencial de un pueblo sentenció Jaramillo en un momento de desvarío, no se llega con un GPS, para a continuación tararear una música improvisada, muy de los murgueros.
¿Una exclusividad de los argentinos? cavilaba el hombre que sentía el abrazo de Lucy en la piel, anticipando el gozoso regreso a la habitación 401.
¿Una particularidad de los porteños? En absoluto, razonó Jaramillo con cosmovisión emergente, porque con amargura había ido constatando a lo largo de su corta vida como quién se emborracha a pequeños tragos, que desde hacía un tiempo más que la ciudad habían mutado los pobladores, inducidos unos al consumo per se, al culto de luminosos shoppings mientras los más estaban condenados a sobrevivir sin más chances que el recurso de sus propias manos.
Poco importaba el carisma de los presidentes o quiénes eran los intendentes más votados, porque un “plan maestro” diseñado en las sombras por algún gurú de la economía mundial se ensañaba con la gente, desgarrada por las desigualdades bajo el axioma de lo posible.
Y él como director de murga, uno entre muchos que van sembrando alegría de barrio en barrio percibía la mirada de las gentes simples y la frustración que aquellos cuenteros contagiaban.
La europea unificada se manifestaba en nuestras costas con los brillos del plástico, delegaciones de funcionarios de instituciones no-gubernamentales acompañados de sus esposas y amantes, dominaban el fino arte del trato superfluo mientras con dudosas maestrías por las pantallas de Medios & Medios daban consejos y recomendaciones a la américa salvaje.
¡Ah! Los europeos…
Los presentaban como habilidosos surfistas de la ola global, pero la mayoría de las veces no pasaban de empresarios o lobistas con proyectos milagreros que a poco fugaban, no importaba que fuesen gallegos o chinos, en tanto dejaran un tendal de quiebras y daños por doquier.
Asuntos que fueron conocidos por el gran público gracias a los paparazzi, esos tipos bronceados portando cámaras fotográficas con un zoom descomunal, que lograron comprobar que allá, en Europa o el Extremo Oriente el “plan maestro” tampoco funcionaba lo bien que decían los ministros y cancilleres que funcionaba.
Los suecos no salían de su asombro.
La falla no era de naturaleza ideológica, ni técnica ni tampoco de confraternidad humana. La falla estaba desde el momento de la concepción  del “plan maestro” cuando en unos pocos años, figuras de alto nivel internacional desfilaban por los tribunales acusados de cohecho y delitos económicos. Los mismos tipos que acá asesoraban al Ministerio de como corregir y hacer bien las cosas…
(1 espacio)
   _ ¿Tomamos algo? propuso Lucy con su mejor sonrisa.
   _ ¡Buena idea! respondió el hombre.
La confitería del hotel estaba colmada de jóvenes y rezumaba el entusiasmo de las conversaciones que se prodigaban contagiosas de mesa en mesa. El mozo tomó el pedido y satisfaciendo la curiosidad de Jaramillo sobre que atraía a toda esa gente reunida allí, dijo que en uno de los salones se realizaba el “8vo. Encuentro de sobrevivientes a los años asoladores”.
El hombre comprendió que era otra de las formas de sacar a la superficie alguna de las tantas tramas secretas, que Medios & Medios se empeñaba en encubrir cuando no tergiversar arteramente.
_ ¿Me podes decir de qué se trata? reclamó Lucy perdida en un mundo desconocido.
De esta forma, el Bauen adquiría una dimensión desconocida a la de cualquier otro hotel, dándole el real sentido que había sugerido Pepe Botazo y que entonces ellos no entendieron.
Primero, porque el hotel había mutado del lujo al abandono y la decadencia acompañante de los dueños en fuga a una cooperativa de trabajadores. Nacía desde el nuevo trabajo una trinchera en los pasillos, en la confitería y los salones donde se materializaban con la sencillez de un obrero manual y la voz cantarina de las costureras los proyectos y desafíos que tendían a recuperar lo sagrado, el pan en las manos de quienes lo producen.
_ Un acto cuasi revolucionario en los tiempos del chikungunya, respondió el murguero.
Jaramillo se sintió repentinamente incómodo en la silla, asediado por el bombardeo de frases inacabadas y superpuestas por otras frases, hacían ruido en su cabeza los murmullos conspirativos como las demandas a viva voz por la unidad en la acción.
El hombre atacado por dudas que parecían universales pero que ahora tomaban cuerpo encarnándose misteriosamente en el cruce de miradas con Lucy, o por las mañanas frente al espejo para descubrir que había vivido refractariamente individualista en más de un aspecto y mucho más cuando dependía del Ministro de Identidades Emergentes. En tanto muy feliz por qué no, en los ensayos y presentaciones con los compañeros de “La Milagrera Era”, en las turbulentas asambleas de los murguistas y sobre todo, en las reuniones a los fondos de la panadería de Lucy y que por tomar el carácter de asamblea permanente fueron sacando lo mejor de cada uno. Y eso, justo es reconocerlo se lo debían al general presente.
Se extravió mirando a la transformada muchacha y de pronto asomó con indescifrable presentimiento un hombre en el salón que le recordó a su amigo, el entrañable Josualdo, un autodestructivo al que deseaba encontrar antes que fuese demasiado tarde.
Pero lo más sorprendente al paso de los pocos días de apurado nomadismo no eran las horas mágicas compartidas con Lucy, ni dejar de persistir en la exploración emprendida a instancias del general Celeste, sino estar a punto de ceder al desánimo por el desbande del grupo expedicionario.
Y después murmurar enajenado, nada es lo que parece.
Chocaron los vasos e invocando el favor de los dioses, cada uno a su modo, desearon larga vida a los amantes.
Ella sonrió enredándose en sus pensamientos, tratando de adivinar como hacían los  antiguos sacerdotes, la vida oculta que se deslizaba como una suave brisa por cada rincón del hotel, de la alcoba donde hacían el amor con Jara al misterio, porque apenas si lo intuía, a los aromas afrodisiacos provenientes de la alacena o de la cocina enrarecida entre el vapor y las temperaturas ecuatoriales donde se debatían en sus quehaceres el cocinero y sus ayudantes. ¿Qué podía depararle una incursión por la azotea del edificio o bajar al vestuario de las empleadas en el segundo subsuelo?, sino enfrentarse a las atrevidas preguntas que la invadieron ni bien subir al ómnibus de la COT.
¿Qué harían en sus ratos libres los sobrevivientes del tercer encuentro?
Ella sorbió calmosamente la Stella Artois como alguien liberada de los rituales montevideanos pero presintiendo que algo andaba mal, porque persona alguna podría dejar de anquilosarse por las rutinas ni los horarios, ni nada, en cinco mugrosos días.
Qué no habría dicho Clarisa en su ausencia, como para incentivar las voces de censura en un barrio de gente conservadora, llevando la sospecha infundada al plano de que el viaje a Buenos Aires era la inmejorable oportunidad que esperaba la putita de la Lucy. Y ella, la Lucy no sabía porque lo había hecho, salvo consubstanciarse con la curiosidad de viajar, más que con las gastadas proclamas del general Celeste. Que Clarisa dijese lo que se le antojara porque era una callejera en camioneta, no le importaba que el rumor cobrara el sonido de las palabras, de las murmuraciones, y para entonces los dueños de la verdad sentenciarían que Lucho es un cornudo.
Pero algo andaba bien y eran los días por venir según las predicciones de la gitana que fue a consultar en Carreras Nacionales y la Avenida. En la víspera de la partida le había hecho notar que las líneas de las manos la llevarían al tesoro de la felicidad en una extraña ciudad, pero también, que un secreto asunto macerado en los fondos de la panadería corría peligro de esfumarse por los imponderables del azar.
Pero el mayor riesgo niña, había vaticinado la gitana con los ojos en blanco, era quedar atrapada en la vorágine del arrepentimiento, porque una de las líneas de la mano conducía a la cámara de un hotel de numeración impar. Larga vida y el hallazgo de nuevos caminos le auguró mientras pitaba un puro brasilero y aceptaba los quinientos pesos a modo de agradecimiento.
Para la Lucy, el aire viciado de la inseguridad flotaba como todo alrededor de su vida, en cambio esta vez encaminó sus pasos desandando el ayer, abrazada al murguero para juntos dejarse ir hasta la habitación 401.
(2 espacios)

   El desencanto nórdico. 
   Esa mañana se dejó estar en la cama un rato más, a sus anchas, aunque la partida de Silvina lo mantenía un tanto preocupado y sin noticias de ella a cuatro días de su viaje a Buenos Aires.
   En el amistoso del domingo los muchachos del equipo de “logística” le ganaron de forma irrefutable por tres a uno a los de “análisis táctico”. El área grande le jugó una mala pasada que pagó con un esguince de tobillo, y durante el lunes y martes quedar reducido como un anciano malhumorado con una bolsa de hielo en la parte afectada. De ser necesario lo llamaría a Carlos, un médico deportólogo y viejo amigo de cuando jugaban en la liga universitaria.
   Emma, la secretaria de la gerencia financiera anotó el llamado cuando Marchese avisó que tomaría tres o cuatro días por razones particulares, concesión absolutamente normal tratándose del contador. Según sus pares y dicho con envidia, Marchese era de los excéntricos que denotaban llevar con perfil bajo lo que se dice una buena vida, no sólo poseía una cuanta abultada en el banco, lo que no es poco decir, tanto como ser agraciado por el amor de la joven esposa.
   Fanático defensor del ocio, conjugó el tiempo libre y la inmovilidad aprovechando para releer la biografía de Alan Turing, el matemático inglés que inventó la máquina que permitió descifrar el código Enigma utilizado en los mensajes secretos del Tercer Reich. Un capo sin pizca de fama que sentó las bases de la informática moderna. No se cansaba de admirar a esos tipos que albergan una mente excepcional y son capaces de sorprender a la humanidad; a un Turing como un Picasso y a un William Randolph Herarst como un Charlie Parker. 
   El martes se dejó estar, mal durmiendo a intervalos la mayor parte del día despertaba con humor emborrascado y el dolor latente en el tobillo como para sumirlo en una genérica inquietud. Inadvertidos eventos cotidianos le confirmaban las sospechas de que ya no era el joven que desafiaba al siglo veinte en los tiempos de estudiantina.
   El miércoles se despertó pasado el mediodía con hambre atroz, salteó el desayuno, apenas bebió café y no tardó en cocinar tallarines con brócoli regados con una salsa blanca de primera marca. Después del almuerzo se recostó a mirar la televisión y transcurridos diez minutos dormía pesadamente.
   A última hora del día, el servicio meteorológico declaró el “alerta naranja” para el centro y sur del país. Pronosticaban lluvias y probabilidad de vientos que podrían alcanzar los 90 kilómetros por hora, anunciando caída de granizo hacia la tarde-noche del jueves. Definitivamente el cambio climático es la realidad advertida por los científicos hace cuarenta años, constataba el memorioso contador al calor de sus  puntillosas lecturas.
   No le encontraba sentido a los pronósticos del tiempo extendidos a dos o tres días, y mucho menos a los más audaces que extendían la incertidumbre y el error a una semana. Noticias aburridas y previsibles de estos enojos climáticos, que no era otra cosa que los efectos por ignorar las advertencias del pasado hacia el futuro cercano, y la posibilidad inmediata con el predominio del caos.
   Quizá sea demasiado tarde… Marchese pensaba que sólo la vegetación y los seres marinos tienen mejores chances de adaptación a los cambios, aunque la alta concentración de dioxinas en el salmón del Báltico le generaba dudas.
   Le resultó inevitable trazar un paralelo entre los fenómenos climáticos y algunos paradigmas económicos. Y mientras tomaba un café, se interpuso en la placidez del anochecer tras el ventanal la punzante convicción de que algunas ideas económicas eran en última instancia la resultante de su dogmática imposición.
   Paneó con la mirada la pequeña biblioteca, no era adicto a la literatura salvo por los imprescindibles, dispuesto a hojear la biografía del doctor John Stith Pemberton, el químico y farmacéutico inventor de la Coca-Cola y la del teórico ruso Nikolai Bujarin.
   El jueves a las once de la mañana y sin avisar tocó el timbre de la entrada, Catherine, su insoportable hermana.
   Traía los saludos de sus padres que vivían retirados en Villa Serrana, para continuar con observaciones insanas sobre el estado de soledad achacable a la perra de Silvina. Dos horas después de un monólogo aburridísimo como acostumbraba, se fue como vino, o casi, porque nuevamente se marchó con algo de dinero que le pidió prestado.
   _ Te lo devuelvo hasta recibir, dijo Catherine, el óbolo por la beca de la ACNUR.
   _ ¿De qué se trata esta vez?
   _ Estoy cursando “Instrumentos e intersecciones humanitarias diseñados para los refugiados de países africanos en el MERCOSUR y el impacto colateral en los asalariados uruguayos”
   Un día olvidable y perdido, tanto que decidió dilatar hasta el lunes presentarse en la empresa. Telefoneó a Emma y la puso al tanto.
   El cielo estrellado y la solitaria luna contradijeron a los pronosticadores del tiempo, que una vez más habían fallado.
   Cayó en cuenta que no estaba abatido ni deprimido, estaba cansado.
   Y extrañaba como nunca al amor de su vida.
   Esa noche no pudo dormir. Las visitas de Catherine lo irritaban en grado sumo, quizás por ser miembro de una familia díscola resultó la más díscola, que en el modo de vida si se quiere hacíamos un culto de la diversidad. Asunto que a él, un hombre más o menos estructurado, no lo inmutaba en demasía. Porque la abogacía, el liberalismo batllista y la diplomacia que había obsesionado a su padre, se alternaban desde que él guardaba memoria, con la enseñanza de las matemáticas y la bisexualidad de su madre.
   Con el tiempo, fue creciendo una precoz desconfianza por lo afrancesado y por los libros de cabecera de sus padres, Sartre y Beauvoir en particular. Él resultó un negador del bagaje erudito que se respiraba en la casa,  tanto como para liberar al precoz aventurero perdido en sus propios descubrimientos desde que aprendió a caminar.
   _ Marchese, estoy sorprendido por lo que avanzamos desde la primera vez que vino a consultarme, le había dicho su sicóloga y ese día fue el último de la terapia en aquel verano de 1985.
(1 espacio)
   El viernes lo tomaron por asalto los recuerdos apenas despertar.
   Era muy pequeño para recordar cuando su padre fue designado en la cancillería uruguaya como asesor en comercio exterior. Recordaba eso sí, los preparativos de la mudanza familiar, padres con un hijo. Primero, los días luminosos de navegación a Lisboa de la que recuerdo los repechos de sus callecitas y el fado, la entrañable música portuguesa que perdura inseparable a la ternura de Andreia, la señora que me cuidaba.
   Al año siguiente nos trasladamos a Suecia, un lugar frío e inhóspito.
   Escuché sin comprender hasta mucho tiempo después, pero aquél fue un año en el que todavía perduraba la conmoción entre los suecos desde el asalto y la toma de rehenes en la embajada alemana. Corrían los tiempos inciertos de la guerra fría, los conocidos de mi padre referían al trágico asunto que costó muchas vidas y donde la noticia fue el accionar de un comando alemán de nombre Holger Meins. Suponían a los comunistas detrás del acto terrorista.
   A mi padre lo ofendía la hospitalidad del gobierno sueco para con los exilados que renegaban de la democracia. Le parecía un contrasentido de los europeos considerando el contexto del enfrentamiento este-oeste.
   Un policía de Ystad, advirtiendo en mi madre el parecido con una mujer de Riga que amaba en silencio, lo consideró motivo suficiente para invitarla con un café.
   Para los suecos, dijo que decía el policía, el país de sus padres, extendido frente al mar agrisado derivaba hacia un destino inexplicable después de los tratados internacionales de posguerra. Ningún sueco, decía el policía, se atreve a mirar la lejanía por temor a no reconocer nada…
   (1 espacio)
   El sábado, había amanecido con un humor enrarecido y mientras preparaba en pijamas un café lo llamó Emma preguntando por su salud, agradeció el gesto que descontaba sincero y le deseó un buen fin de semana. Durmió bien pero sin poder despejar de su mente los recuerdos de la niñez.
   De tanto en tanto jugaba a modo de relax, trazando un paralelo imaginario como asimétrico entre Suecia y nuestro Uruguay. Había encontrado datos tan curiosos como perturbadores, como tres veces más habitantes en el censo de Suecia, poco menos de tres veces en la extensión territorial favorable al país nórdico, aunque el mapamundi de Mercator le asigne un tamaño diez veces mayor con respecto al nuestro. En el mismo mapa, Groenlandia es del tamaño de África cuando en realidad ésta es catorce veces más grande…
 Parecería que la realidad se subleva en algunas antojadizas proyecciones cartográficas.
   Él era consciente que no es tarea de los contadores públicos hurgar en el cómo de la riqueza acumulada; tomó un respiro observando la playa desde la ventana.
   Recordó las enseñanzas del profesor Linares y el sofisma de un peso que en realidad era para los bancos dos pesos. Aceptemos este dispar razonamiento, decía Linares, una persona deposita en un banco un peso a interés que se asienta como corresponde en el banco de datos, ¿me sigue? Otra persona pide un peso de crédito, un préstamo a devolver con intereses en tiempo y forma, dónde un empleado del mismo banco repite la tarea administrativa en el banco de datos. ¿Cuántos pesos tenemos?
   Olviden el asunto, lo interesante y perverso, dijo por lo bajo Linares (cruz de oro en la universidad de los jesuitas), es que un solo peso genera dinero por intereses, dos veces. Eso es lo interesante, lo perverso es que esa operación bancaria genera dinero de la nada… un solo peso produce intereses dos veces. ¿Hasta cuándo duran estos malabarismos financieros?  Hasta que, dijo agitando los brazos, todo explota por los aires.
   Marchese encendió el primer cigarrillo de la mañana.
   Retomó sus pensamientos. Las asimetrías podrían establecerse al observar los datos de la riqueza que la sociedad sueca y la uruguaya producen, diez veces más favorable al país boreal. Y a partir de otras observaciones el paralelismo resultaba desorientador como caminar por la cinta de Moebius.
   Marchese fue por más café, interrumpido en sus divagaciones por la fotografía de Silvina sonriéndole desde el aparador de nogal.
   A partir de los años ochenta Suecia cambió radicalmente como el resto europeo.
   Para ingresar a la unidad europea, los suecos pusieron fin a la construcción naval, talaron los bosques para abastecer la industria del papel, desarrollaron la producción de aceros especiales y la fabricación de armas de guerra. Marchese recordaba haber leído en alguna parte que el 37% de la producción de energía proviene de las diez plantas nucleares radicadas en Uppsala, en Oskarshamn y en Varbeerg.
   También vino a su memoria una fallida frase premonitoria, que los uruguayos y los suecos compartimos como una bandera del ADN nacional frente a los cambios no deseados: “Eso no puede ocurrirnos a nosotros”
   Marchese pareció inmovilizarse frente a la ventana como sus cavilaciones que por momentos eran dispersadas por alguna idea lateral.
   La corrupción irrumpió como una peste y lo que parecía como un asunto circunscripto a algunos grupos sociales con el tiempo fue extendiéndose de modo incontrolable. Se buscaron explicaciones como asociar la corrupción a la venalidad de los políticos o la avaricia de los empresarios, o achacar el fenómeno, que no es nuevo, a la idiosincrasia de un país periférico y sin historia relevante (en la mirada interesada de sus detractores)
   Hasta que maduró tardíamente en la sociedad la idea de que la corruptela requiere de dos sujetos, un corruptor y un corrupto.
   Marchese recordaba Suecia con los ojos y sentidos del niño inocente que descubre a poco el mundo al que pertenece. Para él, la estadía con sus padres en Lisboa y Estocolmo resultó el viaje iniciático de los descubrimientos, en gran medida minado por la profesión contable, maldita profesión que inhibe acrecentar la amistad y el amor, en definitiva los grandes descubrimientos.
   ¿Qué es la corrupción en Suecia, sino los ejecutivos de la Saab y los aviones de guerra Gripen; las coimas de la constructora Skanska y las grandes obras; qué de los sobornos a sus clientes suecos del monopolio de bebidas alcohólicas Systembolaget, y un listado que involucra en las denuncias públicas a Volvo, Scania, Atlas Copco, ABB y el afamado Instituto Karolinka Eigen?
   “Eso no puede ocurrirnos a nosotros” resonaba en la cabeza de todos, suecos y uruguayos indistintamente, como el tañido del campanario de pueblo chico.
   A las ocho de la mañana del viernes, a poco de despertar preparó café dispuesto a reencontrarse con su música. Sorbió el café y cuando se disponía a escuchar “Bird and Dix”, de los inimitables Charlie Parker con Dizzi Gillispie, sonó el teléfono.
Entonces escuchó la voz descompuesta de Silvina.
_ Nena escúchame por una vez.
¡Ya! subí a un taxi y no pares hasta el Aeropuerto de Don Torcuato.
(2 espacios)

Comentarios

Entradas populares