EL ARTE DE PERDER (SIN PERDER) La poesía conserva el poder de revelar lo que existe más allá del muro que levantan entre nosotros y lo real / EL COHETE A LA LUNA

 


 

Necesito algo que me preserve del aire viciado de estos días, aunque sea por un rato. No pretendo ignorar la realidad: en tiempos de gran riesgo, contar con la información esencial es condición de la supervivencia. Pero nadie tolera estar en tensión, o enfocado como un láser, durante lapsos muy prolongados. Así como el organismo necesita descanso para reponerse, nuestras almas demandan remansos de tanto en tanto, como requisito para concentrarse otra vez en el violento oficio de vivir.

En eso estaba cuando pesqué un aviso de The Paris Review, la revista fundada en el ’53 que se caracteriza por sus entrevistas a les grandes de la literatura. La notificación decía que durante estos días se hallaría disponible de forma gratuita —porque el servicio es pago, se imaginarán— la entrevista hecha a Elizabeth Bishop que publicaron en 1981. Ya sé, la mayoría de ustedes no tiene ni idea de quién es la Bishop. Yo tampoco la había oído nombrar hasta no hace mucho. La descubrí azarosamente a fines de la década pasada, cuando masticaba la materia que terminó convirtiéndose en una novela que se llama Aquarium (2009). Y digo azarosamente porque la Bishop era poeta y yo no soy devoto de la poesía. Como tanta gente, atravesé una etapa de leer y hasta de escribir poemas durante la adolescencia, pero de joven me metí de lleno en otros caminos. Cuando entro en una librería, nunca visito ese sector. Lo más parecido que disfruto son las letras de canciones, una rama muy específica de la escritura.

 

 

Pero la Bishop apareció entonces porque, sin saberlo, la necesitaba. Lo que se materializó ante mis ojos —ya no recuerdo cómo— fue su poema más famoso, aquel que por sí solo la metió entre les grandes del género. Se llama One Art (Un arte, literalmente), y comienza con estos versos que hasta es posible que conozcan, sin saber quién los escribió: El arte de perder no es difícil de dominar; / tantas cosas parecen tener la intención / de ser perdidas que su pérdida no es un desastre.

Me metí en la entrevista a la Bishop porque era la respuesta ideal al agobio de estos días: ¿qué mejor forma de elevarse por encima de la bosta, de dejar de pensar en las mezquindades y los miedos, que sintonizar la longitud de onda de la poesía? Leer poemas de los buenos compele a mirar el mundo de otro modo, a no conformarse con lo evidente sino a trascenderlo para buscar el orden invisible, el tejido que liga el universo con un hilo dorado, sin llamar nunca la atención sobre sí mismo. Entre los papeles inéditos de la Bishop, que atesora la biblioteca del Vassar College, hay un comentario sobre Robert Bridges, poeta laureado de Inglaterra, que de algún modo habla sobre esto mismo: «La razonabilidad de todas sus ideas es too much«, dice Bishop, «no hay en él pizca alguna de lo fanático. Parece haberse forjado a sí mismo como poeta desde su sabiduría — después de decidir, sensiblemente, que era la mejor profesión que la vida tenía para ofrecerle». Nadie pretenderá que se trata de una profesión sólida o redituable; ni siquiera se la respeta como antaño. Pero coincido con Bishop en que existen pocas vocaciones más adecuadas, a la hora de enfrentar el fenómeno de la vida.

 

 

El poeta Robert Bridges.

 

One Art es un ejemplo de ese tipo de sabiduría. Cuando habla de pérdidas no se refiere a derrotas, a perder en el sentido futbolístico, que es nuestro modo de procesar la noción por default; no se trata de una versión poética de Ya el sol asomaba en el poniente, la marchita con que Les Luthiers le pusieron épica a los constantes Waterloos de la milicada de otro tiempo. Se trata de un concepto más bien zen: el arte de convivir con las pérdidas que la vida nos presenta, un aprendizaje necesario para procesar esos desprendimientos sin perder el equilibrio ni resignar la elegancia. Basta chusmear un poco la biografía de Elizabeth Bishop para asumir que debe haber sido un arte indispensable para sobrellevar su vida.

El poema arranca hablando de pérdidas menores, casi banales —llaves, nombres—, para pasar a otras considerables —casas, ciudades, ríos, continentes— y concluir con la pérdida de una persona amada, un you a quien apenas se identifica mediante rasgos mínimos —una voz jodona, un gesto— y cuyo distanciamiento también debe metabolizarse, aunque la autora admita al final que esa pérdida sí le parece un desastre. A primera lectura uno asume que se refiere a una amante, pero no hay que olvidar que Bishop tenía otras pérdidas que lamentar: el padre que murió cuando ella tenía 8 meses; la madre que sufrió un colapso nervioso cuando ella tenía 5 años y fue institucionalizada para ya no verla nunca más; la muerte de su primito, que evoca en el poema First Death In Nova Scotia.

 

 

Elizabeth Bishop en la infancia.

 

 

Por eso Bishop sugiere practicar la pérdida («Perdé algo cada día», aconseja) con cosas de las que uno dispone fácilmente, como las llaves o esa hora que se te escapa haciendo nada: porque si en efecto se trata de un arte, la única forma de aproximarse a la perfección es el ejercicio constante. Y sin embargo no se trata de un poema triste. No cuesta nada creer que Bishop sonrió mientras lo escribía, así como es posible sonreír mientras se lo lee sin darnos cuenta, aunque sea por dentro. Porque, a diferencia de tantos otros poemas, es simple, genera empatía y habla con gracia y levedad sólo aparente de algo crucial — es decir, tiene la clase de sabiduría que Bishop parecía envidiar de Robert Bridges y que toda persona sensible necesita.

Las pérdidas enormes vienen solas. ¿Quién desea ser sorprendido por una de ellas, sin estar preparado para afrontarla? Pero, siendo argentino y viviendo en este tiempo, se me ocurre que nuestra práctica en el arte de perder podría añadir ciertos elementos que Bishop no estaba en posición de considerar. Lo bien que nos haría, por ejemplo, despojarnos de la indignación que provocan las provocaciones rastreras, hasta que languidezcan y mueran revolcadas en su propia inmundicia. O retacear nuestro aire al globo de figuras cuyo rol es puro daño, pernicioso al extremo. A mí me avergüenza que gente como Pato Bullshit tenga relevancia, por insignificante que sea, porque revela que los poderosos de este país lograron degradar la práctica política a niveles subterráneos, al punto de que mucha gente ya no distingue entre un dirigente respetuoso de la ley y un/a enemigo/a de la democracia. Y como casi no hay día que no bajemos a ese barro, tendemos a olvidar que estos tiempos merecerían ser definidos por otra clase de figuras, que también existen y caminan entre nosotros, pero poseen una grandeza que nos honra. Así como muchos reivindican haber sido contemporáneos de Evita o de Walsh, así como valoramos haber participado en tiempo real de la evolución de artistas como Lennon y Bowie, deberíamos desinflar el precio de las figuras abyectas y así contribuir a que estos días sean definidos por personas que aproximan nuestra era a un nivel de excelencia, por su tarea pero también por su humanidad.

Y ni siquiera hace falta que les mencione. Ustedes saben quiénes son.

 

 

Elizabeth Bishop en su juventud.

 

 

La calle (literaria) de la piedad

Elizabeth Bishop nació en 1911 y murió en 1979. La entrevista de Paris Review se realizó en Boston, a mediados del ’78. Allí contaba, entre otras cosas, cuán accidental fue su transformación en escritora. «Me temo que todo, en mi vida, simplemente ocurrió«, decía. Fue a Vassar para convertirse en compositora pero le daba pánico un requisito esencial, tocar piano en público una vez al mes. Entonces se cambió a literatura, aunque con la idea de saltar a Cornell a estudiar medicina. A los 66 años seguía sonando indecisa, como una jovencita que pondera su futuro: «Lo que más me gustaría sería pintar. Nunca me senté y dije: voy a ser poeta… Todavía me sorprende que la gente piense que lo soy». Y sin embargo ese quehacer se le fue imponiendo, de modo inevitable. Aquella mujer que había sido huérfana desde pequeña, que vivió peregrinando entre casas de parientes («Me sentía como una invitada, creo que siempre me he sentido así») y que padeció asma su vida entera, desarrolló una hipersensibilidad que finalmente canalizó imitando a los poetas que su tía Maude le enseñó a amar: Tennyson, Elizabeth Barrett Browning, Carlyle…

No frecuento a ningún poeta full time, pero imagino que son tan proclives a incurrir en frivolidades y boludeces como cualquiera. Aun así, los grandes tienen una visión que tiñe la percepción del mundo, una forma de registrar la realidad que, una vez procesada a través del filtro del lenguaje, vuelve flamante hasta lo más cotidiano. De ahí, presumo, la tendencia a prendarse de los fenómenos naturales, desde los más simples y cotidianos —la luz, las flores— hasta los desbordados y excepcionales, como las tormentas, las auroras boreales y los remolinos como el Maelström. De algún modo, los poetas excepcionales resetean nuestra consciencia del universo y de la vida de la que participamos en su seno. Nos recuerdan quiénes somos, o mejor aún, qué somos: visitantes, diría Elizabeth Bishop, gente que por definición está de paso, cuerpos en tránsito, pasajeros de este tiempo. De ahí el poder de ciertos poemas, que reinventan lo que creíamos estar viendo e invitan a verlo de un modo nuevo. Sus palabras nos hacen sentir recién llegados, viendo el mundo por primera vez.

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