........" la postulación insistente, dentro de la izquierda, de que el objetivo es transformarnos en un ‘país de primera’ al que se identifica vulgarmente con un ‘país desarrollado’ o con una especie de ascenso indoloro al club de países del ‘primer mundo’, emblemáticamente caracterizado con un carro de supermercado lleno, no hace más que distorsionar las aspiraciones originales y hasta antropológicas de la izquierda "


Sobre el problema de la burocracia
La izquierda, el gobierno y la sociedad civil



La discusión de ideas en la izquierda uruguaya es escasa. Cada tanto, alguna figura política más o menos encumbrada nos propone ingresar en un debate que exceda las fronteras del pragmatismo, la gestión e incluso del análisis prospectivo, que es un terreno muy disputado entre los intelectuales, porque trata de la descripción conjetural del futuro, a veces utópica, a veces distópica, en ocasiones lógica y en muchas más ocasiones voluntaria. Tiene la ventaja inusual de ser siempre una polémica sin costo alguno. Porque el futuro, como la dogmática religiosa, es irrefutable. Al cabo, como dijera el gran Keynes, “en el largo plazo estamos todos muertos”. Texto: Leandro Grille


Una polémica ideológica en el seno de la izquierda debe abordar imperativamente la cuestión del papel de la sociedad en la construcción del proyecto social al que se aspira. Ese proyecto que, por cierto, deberíamos poder calificar de revolucionario, sin escándalo. Esto último puede sorprender a desprevenidos, pero no olvidemos que el ‘ala izquierda’ del Frente Amplio se ve a sí misma como heredera de la pasión insurreccional y que, en el otro rincón, el de los ‘moderados’ o ‘socialdemócratas’, el líder más emblemático y actual vicepresidente se pasó la campaña electoral reafirmando que esto “se sigue llamando revolución”, y al menos yo, que tomé nota de sus palabras, le creí. Así que entre los elementos de consenso está el carácter radical y antisistémico del camino transformador que hemos emprendido. Al menos, en las palabras.

Partiendo de esta afirmación revulsiva me voy a detener en la polémica que nos propone el ex jefe de campaña de Tabaré Vázquez y actual asesor de Danilo Astori, Esteban Valenti, en una entrevista concedida a Víctor Abelando en el edición del viernes 25 del semanario Brecha. Entre muchas afirmaciones interesantes, dice que a partir de la caída del socialismo real la izquierda (por lo menos la izquierda uruguaya) abandonó la consideración sobre las relaciones con la sociedad civil, la cultura y la hegemonía en el sentido gramsciano. Dice además que el papel de la fuerza política cuando se tiene el gobierno no es hacer propaganda sobre los logros y realizaciones, sino “la lucha por la hegemonía;; la batalla por lograr que la gente participe en el proceso de cambios”. Y agrega: “Hay una desproporción entre lo que se ha cambiado en este país y la conciencia colectiva de ese cambio”. Finalmente resume en la frase que da título al reportaje: “La gente no se siente constructora del cambio”.

Pues bien, en mi opinión, lo que dice es así nomás. La sociedad no se siente constructora del cambio y, lo que es más grave –porque es indispensable hacer la distinción entre la subjetividad y los hechos– la sociedad no lo es. Podría suceder que la gente se sintiera partícipe de lo que se promueve sin tener verdaderamente un papel relevante, y viceversa;; sin embargo, estamos ante una confluencia entre la realidad objetiva y la perceptiva. Esto último, dentro de lo malo, es por lo menos un punto virtuoso que, lamentablemente, ya no se verifica en otros terrenos, como el de la seguridad pública, que nos tiene acostumbrados a que la sensación de inseguridad no se corresponde con la inseguridad constatable u objetiva.



En cualquier caso, estamos en el universo de lo diagnóstico, en el cual es bastante simple ponerse de acuerdo. Los desafíos ideológicos son determinar la etiología del fenómeno, que no es azaroso, cargarlo de valor, porque no es neutral, y diseñar una estrategia para superarlo, porque de otro modo el tan mentado cambio no es sólido y si no es sólido, es reversible.

Vamos a un ejemplo. Mucho se ha hablado de la necesaria e impostergable reforma del Estado. Desde todas las tiendas, cada tanto, se alza la voz para denunciar la ineficiencia de nuestro gordo y lento Estado de bienestar y se concluye convocando, anunciando, promoviendo o exigiendo una bruta transformación a la que se le endilga el carácter de “madre de todas las reformas”, la cual, finalmente, no acaba de producirse aunque todos coincidan en su necesidad.

Las críticas al Estado uruguayo arrecian: al número extraordinario de funcionarios públicos –que además cargarían con el vicio de la inamovilidad y sus consecuencias–, a la resistencia casi genética de los uruguayos a pasar a manos de la gestión privada muchas tareas y funciones cuya estatalidad no tendría sentido, al propio funcionariado al que tan ferozmente se lo cuestiona incluso desde la izquierda.

Ahora bien, con la misma vehemencia que se lo cuestiona, parece que se ignora por qué el Estado uruguayo es como es, porque alguna razón debe de haber para que nuestro Estado sea tan paquidérmico y omnipresente, y al mismo tiempo que todos lo critican, nadie lo haya podido cambiar sustancialmente. Ni siquiera los gobernantes de derecha, incluso los más estadofóbicos, aquellos que consideran que lo único a preservar del Estado nacional es una cierta burocracia limitada y un buen aparato represivo para enfrentar a sangre y fuego las consecuencias funestas de dejar todo bajo la égida del mercado.

Me atrevo a decir que gracias a que el Estado uruguayo es como es, grande, gordo y abarcativo, Uruguay nunca llegó a los extremos de miseria y desigualdad a los que han llegado muchos de nuestros vecinos de América Latina. Sin nuestro bruto Estado batllista, probablemente nuestros indicadores sociales habrían llegado a ser tan jodidos como los de Bolivia o Paraguay. Pero además me animo a decir que el Estado batllista persiste en nuestro país tras más de ochenta años de la muerte de Batlle porque las brutas reformas acometidas por aquel viejo líder colorado, en particular en su segunda presidencia, impactaron de modo determinante en la cultura nacional, en el sentido de los modos de pensar, de sentir y analizar la realidad y nuestras costumbres, se hicieron carne y convicción en la gente, se volvieron ideológicamente hegemónicas. Hasta hoy. Por eso han sido, en buena medida, irreversibles pese a sus detractores, los herederos de sus detractores y hasta sus propios herederos, y hasta su propio nieto. Y eso que Antonio Gramsci comenzó sus cuadernos de la cárcel en 1929, el mismo año en que murió José Batlle y Ordóñez.

Las reformas de Batlle fueron radicales, modernísimas y socializantes. Es más, fueron por lejos la aproximación más cercana al socialismo en todo el siglo veinte y hasta la llegada del Frente Amplio al gobierno. La prensa conservadora de la época y el sector más reaccionario del Partido Colorado lo atacaban por su cercanía al socialismo, y hay abundantes estudios que comparan las similitudes de las propuestas e ideas del socialismo uruguayo y el batllismo en los albores del novecientos, cuando, aunque se adversaran, votaban juntos montones de proyectos de ley, Emilio Frugoni apoyó a Batlle para ser presidente en 1911, cuando la elección era indirecta, y combatieron juntos a la Iglesia, a la oligarquía y a los sectores más reaccionarios de la sociedad.

No tengo mucho vuelo para historiar, pero tampoco creo que tenga demasiado interés. Lo central de esta corta visita al Uruguay batllista en mi razonamiento no es otra cosa que observar la clase de profundidad en el imaginario colectivo que debe alcanzarse para que los pasos superadores que se den sean prácticamente irreversibles, al menos a corto y mediano plazo. Incluso ante un escenario de sustitución de la fuerza política en el gobierno. No hay que olvidar que siempre es posible el retroceso si los cambios producidos no han alcanzado el estatus de vertebradores de la identidad política nacional –en un sentido amplio–. Y para que los cambios alcancen esa hondura son imprescindibles la radicalidad objetiva de las transformaciones y la participación de la gente en el diseño, en la ejecución o en la defensa del camino asumido.

El modo de producción capitalista o, si se quiere, el tipo de sociedad que produce, se estructura en torno al consumo, el anhelo de poseer, la competencia y, en general, todos los valores insolidarios que puedan formularse. El capitalismo es, ante todo, un forma de organización civilizatoria que progresa en tanto se expande lo más miserable e innoble del ser humano. El capitalismo produce desigualdad y se alimenta de la desigualdad, produce violencia simbólica y física y se alimenta de la violencia. Es un sistema perverso en todos los sentidos imaginables, pero a la vez es un sistema fácil, eficiente, que no debe apelar a otra cosa que a la capacidad de salvajismo de la especie humana cuando la consigna es sálvese quien pueda.

No hay un capitalismo en serio y un capitalismo periférico o en joda. Lo que hay es una distribución internacional de tareas en la que median las tradiciones, las herencias culturales y sociales, la desigualdad de fuerzas centenarias que no han hecho otra cosa que perpetuarse. Los que tienen el tupé de sostener que existe una ‘mentalidad’ tercermundista, atrasada, poco emprendedora, conformista y opaca, son ignorantes –en el mejor de los casos– que no se permiten otra reflexión sociológica que la que puede surgir de la valoración inmediata de observador superficial de las asimetrías del mundo. Tienen la misma profundidad de análisis que los racistas que justifican la desigualdad por un detalle fenotípico o los misóginos que pretenden convencer de que el género femenino tiene un rol en el ámbito privado y reproductivo inherente a la biología de su ser que lo imposibilita de desarrollarse en el ámbito público, laboral, gubernativo, bélico, cultural o científico.

Para construir el socialismo es absolutamente ineluctable meterse con la estructura axiológica de nuestra sociedad. Ingresar de frente en la batalla ideológica por una arquitectura de la sociedad sobre otros valores, en particular sobre valores distintos de los de la propiedad y el consumo, que no son ‘derechos humanos’ por revelación divina ni porque se lleven en los genes, sino que son derecho del hombre y del ciudadano en el marco del sistema capitalista y de la producción ideológica de este sistema que, vale la pena recordar, es insostenible y en última instancia nos llevará a la barbarie.

La sociedad uruguaya ha avanzado paulatinamente en la toma de conciencia y algo de eso hay en que, gracias a un cambio indiscutible en las reglas de juego de las relaciones laborales, seamos el país donde han crecido más las organizaciones sindicales de los trabajadores en los últimos ocho años. Pero la postulación insistente, dentro de la izquierda, de que el objetivo es transformarnos en un ‘país de primera’ al que se identifica vulgarmente con un ‘país desarrollado’ o con una especie de ascenso indoloro al club de países del ‘primer mundo’, emblemáticamente caracterizado con un carro de supermercado lleno, no hace más que distorsionar las aspiraciones originales y hasta antropológicas de la izquierda y promover la confusión de que el proyecto progresista sería, en esencia, un proyecto de expansión democrática de la capacidad de consumo material de la gente, cuando eso no tiene ninguna posibilidad real de ser un proyecto alcanzable en el marco de este sistema que, recordemos, requiere la explotación como el aire que exigimos trece veces por minuto, parafraseando a Gabriel Celaya.

En mi opinión humilde, es imposible involucrar a la sociedad en la construcción de un proyecto de tal naturaleza. Ése es el primer drama. Cuando mucho, se abate el inconformismo eventualmente movilizable de una parte integrada de la ciudadanía, o más que abatirlo, se lo compra indirectamente con ciertas mejoras en la capacidad de consumo, pero si la línea prevaleciente es que todos alcancemos un mayor poder individual de participación en el mercado, también es esperable que los problemas de seguridad, en especial los problemas vinculados con la defensa de la propiedad frente a la parte no integrada, aquellos productos residuales de un modo de producción que no es ni puede ser para todos pasen a ser la inquietud principal de una sociedad que en una medida económica, y más aún ideológica, adquiere los valores lisos y llanos de un estamento burgués, aunque no pertenezca a esa clase más que en el sentido doctrinario y moral.

Para que el pueblo participe del cambio que se promueve, lo construya y lo defienda, es fundamental impedir que castas de burócratas secuestren el proyecto en nombre de una pretendida escolaridad militante que los habilitaría para cualquier cosa. Incluso para controlar a los que no son burócratas. La izquierda también tiene de esos hombres y mujeres. Compañeros y compañeras, por llamarlos de algún modo, que se encumbran en las organizaciones, en el partido y en el propio Estado y terminan confundidos en relación con el lugar donde reside la soberanía, que no es en otra parte que el pueblo todo, o al menos en el pueblo organizado. Sin un voto, pero armados por el sello que les cayó en gracia, que puede ir mutando de dependencia, de rubro y hasta de orientación política, se sienten más polifuncionales que esos jugadores a los que le gusta apelar al maestro Tabárez, capaces de ser delanteros, volantes, laterales, cineastas, cebadores de mate, oradores públicos y embajadores de Unicef, todo sin sentirse interpelados por el alcance y la diversidad inusual de sus aptitudes.

El mayor problema con las burocracias es que evitan el riesgo. Elevados al rango de clase social con una concepción de sí y para sí, pretenden mantenerse en las posiciones que alcanzan y, si acompaña la fortuna, ir ascendiendo por antigüedad y buena conducta, comprándose la menor cantidad de problemas siempre, como un apostolado del equilibrio, tanto con los amigos como con los enemigos. A veces, grises e inespecíficos, tienen que salir a la palestra pública –porque no hay más remedio– por puro instinto de conservación y hablan y hacen daño, porque el burócrata siempre hace daño al proyecto político, a la izquierda y a la sociedad toda. Cuando se calla y cuando no se calla.

Comentarios

  1. se que este no es mi tiempo, ni la ceniza del cigarro me queda y a veces no se si el FA es el comienzo de un proceso revolucionario, nacional y popular o cierra el ciclo de la democracia (la cáscara de la democracia, al decir de Benedetti) partidocrática, adocenada, "felipellesca". No voy a vivir para ver el desenlace pero es refrescante el espíritu de esta nota.

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