La paz de Sanguinetti


Si hay algo que tienen claro algunos protagonistas de la política del país de los últimos 40 años es que la memoria no es un producto que se obtenga descubriendo una propiedad esencial. No existe una memoria, que se recupera o no. Existen memorias que se construyen por parte de individuos que se proponen construirla, con intereses diversos y con aspiraciones diversas sobre los beneficios que pudiera arrojar esa construcción de memoria. En los últimos días, dos exponentes polares -solo por su edad- del Partido Colorado han salido a aportar elementos para construir un tipo de memoria. Ellos son el diputado Fernando Amado, con su insistencia sobre el Febrero Amargo –bienvenida, en estos casos nunca puede ser molesto hablar de ciertas cosas- y el expresidente Julio M. Sanguinetti.


Desde nuestra perspectiva generacional, sin haber vivido los años previos al golpe ni la dictadura cívico-militar, creemos que debemos estudiar, indagar, releer y aprender, porque la memoria no puede sernos un producto que recibimos pasivamente. Porque así como nuestros padres pelearon por dejarnos un mundo mejor, nosotros peleamos y pelearemos –entre otras cosas- por permitirles a ellos morirse en un mundo mejor. Máxime, si ellos y ellas estuvieron dispuestos a sufrir cárcel, tortura y desapariciones con tal de luchar solamente por lo que creían justo.

Leyendo la exposición de Amado en la sesión de la Comisión Permanente del Poder Legislativo dedicada a los hechos de Febrero de 1973, se puede concluir que el representante colorado intenta hacer dos movimientos sobre la memoria: uno, intentar que su partido deje de mirar para el costado ante hechos que ocurrieron con esa colectividad en el gobierno (y así ser más sofisticado en el procedimiento por el cual evitar asumir todas las responsabilidades que les toca); dos, plantear que hubo otros actores con la misma responsabilidad que el exdictador Juan María Bordaberry, al plantear que fue tan grave la reacción en editoriales en prensa escrita de sectores de la izquierda uruguaya ante los comunicados 4 y 7 de las Fuerzas Armadas, como el haber disuelto las cámaras de senadores y diputados y haber iniciado la dictadura más sangrienta que nuestro país haya vivido. Es más, si uno lee las actas del discurso del diputado bordaberrysta –por Pedro-, pareciera que Seregni (quien fuera recluido 10 años y torturado por la dictadura cívico-militar) aparece mezclado en las responsabilidades junto con Bordaberry. Una cosa realmente dantesca.

Sanguinetti, por su parte, en una editorial del diario argentino La Nación (ellos solos se juntan) expresa su rechazo al comentario al pasar que tuviera la presidenta argentina en su discurso de inauguración del período legislativo de Argentina. Cristina Fernández habló del sufrimiento uruguayo en relación a la imposibilidad de obtener verdad y justicia cabalmente, sobre los sucesos del pasado reciente. Sanguinetti, con la soberbia que lo caracteriza, le dice a la presidenta que no se meta, y le explica cómo ha sido la fórmula uruguaya (que en realidad fue la fórmula de una parte de la sociedad uruguaya), de la cual él fue artífice y hoy se sigue sintiendo orgulloso. Le explica a la presidenta que lo que hubo en Uruguay fue un “ni vencedores ni vencidos”, una doble amnistía para los dos combatientes. Lo preocupante ya no es el planteo del expresidente, sino que el ruido que nos genere a todos y todas quienes leen esto no sea inmediato.

Una vez más, y porque nunca es demasiado, hay que aclararle a Sanguinetti (quien era ministro en 1972 y debiera conocer los hechos) que un año antes del golpe de Estado las propias fuerzas armadas reconocieron que la guerrilla en Uruguay estaba derrotada. Entonces, señor expresidente, ¿nos explica cuáles fueron los combatientes entre el 27 de Junio de 1973 y el 1º de Marzo de 1985? Nosotros levantamos la mano y pedimos para responder: por un lado, civiles y militares que usurpando el aparato del Estado, cometieron los crímenes más salvajes. Es decir, que desde el Estado se cometieron estos crímenes (por eso el calificativo de “Terrorismo de Estado”). Por otro lado, el resto de la sociedad uruguaya que osciló entre dos posturas: la pasividad (que en algunos era apoyo no manifestado y en otros era desacuerdo pero sin resistir), y la resistencia organizada a la dictadura. Señor Sanguinetti, si hubieran dos bandos, uno lo componen quienes usurparon el aparato del Estado y otros, quienes resistieron a esa usurpación.

Cuando lo descrito anteriormente (la teoría de los dos demonios) empezó a caer por su propio peso, Sanguinetti la sofisticó: la cuestión ahora sería que el Poder Ejecutivo de la época, elegido democráticamente, debió pedir ayuda a los militares para combatir a la guerrilla, y cuando logró derrotarla, los militares (golpistas, también hubo de los otros) le habían agarrado tal gusto al poder que se quisieron quedar y así se generó el golpe. Olvida Sanguinetti, por ejemplo, que existió (está probado por documentos desclasificados del gobierno estadounidense) algo que se denominó Plan Cóndor: una coordinación liderada por Estados Unidos entre los distintos regímenes autoritarios de América del Sur para reprimir a las izquierdas de los distintos países. Así, ese caprichito de algunos militares no parece tan verosímil como si lo es la explicación que preferimos: la dictadura cívico-militar llegó para implementar un plan económico neoliberal feroz, y además, para reprimir a todo aquello que se había estado gestando y que ponía en riesgo el uso del poder por parte de quienes lo habían tenido siempre. No era buena noticia para los fascistas que toda la izquierda se hubiera unido (mire si acá, en Uruguay, teníamos un Allende en el gobierno) y menos buena noticia era que existiera una sola central sindical. A estos actores había que exterminarlos, y eso fue lo que buscaron.

Una última falacia hay que combatir de Sanguinetti: a la salida de la dictadura, habría habido dos amnistías para ser ecuánimes y perdonar a los dos bandos. Primero, como ya se planteó, tales bandos nos son equiparables. No se puede equiparar a una militante de menos de 20 años, que pacíficamente resistió a la dictadura, con el policía o militar que mientras la muchacha estaba recluida la violó hasta cansarse, solo por haber cometido el pecado de pedir libertad y democracia. Y la mayoría, abrumadora mayoría de los y las presas, torturados y desaparecidos, no habían pertenecido a ninguna guerrilla. A esa muchacha y a tantos miles, Sanguinetti los equipara con el Goyo Álvarez. La ley de amnistía liberó a exguerrilleros sí, pero también a militantes políticos que no integraban la guerrilla y que fueron detenidos durante el terrorismo de Estado. A quienes habían cometido delitos de sangre (los y las integrantes de la guerrilla) se los liberó pero se siguió un proceso en la justicia civil que los condenó (art. 8º de la ley de Amnistía), y no volvieron a estar presos porque se les computó tres años por cada año de detención que ya habían tenido (porque, obviamente, no es lo mismo estar preso 10 años en la cárcel de Domingo Arena que en un aljibe).

Ya se pueden escuchar los gritos que, enojados con esta columna, refieren a la ley de caducidad y el Pacto del Club Naval. No hay documento serio que registre que en el Club Naval se pactó la ley de caducidad. Sí hay varios testimonios de Seregni subrayando que no se pactó tal ley, y que lo que si sobrevoló durante las conversaciones era que no iba a guiar a las fuerzas políticas un espíritu de revancha o venganza. Algo que sobrevuela no es una forma de pactar cosas en política, obviamente. Además, seguimos sosteniendo que ese espíritu no es el que guía a las víctimas del terrorismo de Estado en su pedido de verdad y justicia. Solo dejar, como al pasar, otro dato que debiera ser siempre recordado: quienes votaron la ley de caducidad fueron legisladores blancos y colorados, no hubo un solo frenteamplista que levantara su mano para apoyarla.

Sanguinetti habla del “cambio en paz”. ¿La paz de quien? ¿De los partidos políticos? ¿De los militares que antes de la ley de caducidad fueron citados por la justicia y que Sanguinetti protegió –en un claro desacato antirrepublicano- guardando en cajas fuerte las citaciones? Preferimos, siempre, poner en el centro a las víctimas. Si María Esther Gatti se murió en paz fue por no haber parado de luchar ni un minuto por verdad y justicia, y no por “el cambio en paz”, encubridor y cómplice de los terroristas de Estado. Es dudosa la paz que le brinda el Estado a Luisa Cuestas, quien todavía no sabe qué pasó con su hijo. ¿Le parece a Sanguinetti que los y las militantes presos y torturados se pueden sentir en paz al encontrar en un supermercado las manos que manejaban la picana y que pudieron ver debajo de la capucha? No hay pacificación sin saber toda la verdad y sin dejar actuar a la justicia para que investigue y haga lo que le es propio: juzgue. Somos acérrimos defensores de la paz, y por eso queremos toda la verdad y toda la justicia. Ese tipo de memoria queremos construir, no la de Amado o Sanguinetti.

Columna de Sanguinetti en el diario argentino La Nación: http://www.lanacion.com.ar/1561927-el-supuesto-sufrimiento-de-uruguay

Ley de Amnistía: http://www.parlamento.gub.uy/leyes/AccesoTextoLey.asp?L

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