Hechos históricos

Desembarco de los Treinta y Tres Orientales

Cuando nuestro país estaba dominado por los brasileños, un grupo de patriotas cruzó el río Uruguay constituyendo una serie de victorias que les llevaría a la independencia.

Viernes 30 de abril del 2010
Pintura. Un grupo de hombres estn reunidos al aire libre, en una zona arenosa con rboles al fondo. Estos hombres rodean a un hombre que levanta, con una expresin enrgica en todo el cuerpo, una bandera con tres franjas: roja, blanca y azul.
El desembarco fue el 19 de abril de 1825. Los orientales, que querían liberar el país de los brasileños, decidieron buscar apoyo para hacerlo. Con ese fin, algunos emigraron a Buenos Aires para pedir ayuda a las autoridades bonaerenses.

Juan Antonio Lavalleja fue elegido jefe de ese grupo de patriotas.
Éste organizó la revolución y realizó todos los preparativos desde el territorio argentino.

Cuando se ultimaron todos los detalles, los revolucionarios empezaron el viaje desde la costa de San Isidro hacia su patria.

Se reunieron en la isla de Brazo Largo. Partieron en dos grupos y en unos lanchones cruzaron el río Uruguay por la noche, tratando de no ser vistos por los brasileños.

En la madrugada del 19 de abril de 1825, desembarcaron en la playa de La Agraciada. Allí desplegaron la bandera de tres franjas horizontales roja, azul y blanca.

Atanasio Sierra, uno de los cruzados, narró el momento vivido luego del desembarco:
“Estábamos en una situación singular. A nuestra espalda el monte, al frente el caudaloso Uruguay, sobre cuyas aguas batían los remos de las tres lanchas que se alejaban; en la playa yacían recados, frenos, armas de diferentes formas y tamaños; aquí dos o tres tercerolas; allá un sable aquí una espada, más allá un par de pistolas; ponchos por un lado, sombreros por el otro, todo mezclado aún como se había desembarcado. Este desorden, agregado a nuestros trajes completamente sucios, rotos en varias partes y que naturalmente no guardaban la uniformidad militar, nos daba el aspecto de verdaderos bandidos”.

El gran amor a la patria que los impulsaba se resumía en el lema de su bandera: “Libertad o muerte”.

El juramento de liberar la patria o morir por ella, que hicieron en el momento del desembarco, quedó registrado en un óleo de Juan Manuel Blanes años después.


INFORMACIÓN COMPLEMENTARIA

En la Crónica general del Uruguay de Washington Reyes Abadie y Andrés Vázquez Romero, editado por Ediciones de la Banda Oriental, se relata de la siguiente manera el desembarco de los Treinta y Tres Orientales y los hechos que precedieron a ese momento histórico.

Fracasado el intento emancipador del año 1823, cupo a Juan Antonio Lavalleja encabezar un nuevo plan para liberar la Provincia Oriental del repudiado régimen cisplatino.

En la temeraria empresa habrán de conjugarse –como el mismo Jefe oriental lo consigna en memoria escrita años más tarde– el eco de “la jornada de Ayacucho”, la esperanza del apoyo del Libertador Bolívar y los estímulos de Estanislao López, el viejo caudillo artiguista de Santa Fe, y de otros federales de Buenos Aires –Manuel Dorrego y Juan Manuel de Rosas, entre ellos– con la decisión patriótica de los emigrados en Buenos Aires.

Gestada en un clima de entusiasmo popular y de auténtica fraternidad americana, los cruzados orientales –como se verá– debieron afrontar su empresa libertadora, prácticamente, solos. El titulado “Gobierno Nacional”–dividido entre la voluntad de Las Heras y la sigilosa cautela del unitario Manuel José García– dejó hacer a los conjurados sin poner obstáculos a sus preparativos –y hasta facilitándolos–, pero, desconfiando de su éxito y, sin duda, también, de sus ostensibles vínculos con los federales opositores, procuró evitar todo compromiso que pudiera arrastrarlo a una guerra con el poderoso Imperio vecino y hacerle perder el poder. Se empeñó, entonces, en una elaborada gestión diplomática ante Bolívar, aparentando ideales de unión hispanoamericana y de frente común de republicanos contra monárquicos, al solo efecto de imponer las más favorables condiciones posibles para la oportuna mediación inglesa. Únicamente, pues, fueron el empuje de Lavalleja y sus bravos y la rotunda afirmación de independencia y unión platense de la Florida, los hechos que llevaron, finalmente, a dicho gobierno, a tener que encarar la guerra con el Brasil por la emancipación oriental.

Los “emigrados orientales”

La entrada de Lecor a Montevideo marcó el comienzo de una política de represión y dureza con los comprometidos con el movimiento emancipador, que se tradujo en órdenes de destierro, confiscaciones de bienes y hasta prisión, en flagrante violación de las cláusulas del convenio suscrito el 18 de noviembre de 1823 entre los generales portugués y brasileño.

Entre las víctimas de esas disposiciones, se contaron el Canónigo Pedro Vidal; José Catalá y Codina, director de la escuela de la Sociedad Lancasteriana; Fray Lázaro Gadea, su ayudante, y Zenón Piedra, ex franciscano. Jaime Zudáñez, asesor del Cabildo y Francisco Araúcho, Secretario del mismo, fueron privados de sus empleos.

Por lo demás, habían podido escapar a la persecución, según narra Lorenzo Justiniano Pérez, “todos los jefes comprometidos con el Cabildo en la defensa de la plaza”; que “emigraron a Buenos Aires”. Y Juan Spikerman estimaba el número de emigrados en “ciento y tantos orientales entre jefes, oficiales y algunos particulares”.

Por su parte, Lavalleja refiere que, mientras duró su estadía en Santa Fe, siguió cultivando la amistad del gobernador Estanislao López “y este señor, ya fuera por vernos desgraciados o por patriotismo, siempre alimentaba la esperanza a Lavalleja; el caso es que le propuso que él creía había algún modo como pelear a los portugueses, que dejara en pie aquella compañía –la que se reclutó en 1823– con los mismos oficiales orientales que la forman y aquellos que le merecieran mayor confianza, pues era preciso mucha reserva y que él pagaría dicha fuerza con los fondos de la Provincia ínterin estuvieran al servicio de ella; en esta época (febrero de 1824) cumplió legalmente su tiempo el Gobernador Mansilla y fue nombrado el señor don León Solas, amigo de Lavalleja. El Gobernador López le propuso a Lavalleja fuera a hablar con Solas, que le daría una carta de recomendación y que en ella le aseguraría también su protección en lo que estuviera de su parte, sin comprometer la dignidad de su Gobierno”.

“Alimentado con esta esperanza –continúa Lavalleja en su manuscrito–, marchó inmediatamente a hablar con Solas. Este señor le hizo la oferta de un escuadrón pronto, dándole 3.000 pesos para prepararlo, y acordaron que para el día 1º de octubre estaría pronto en Mandisoví, y que a efectos consiguientes nombraría un Comandante de toda confianza para que se pusiese a las órdenes de Lavalleja; efectivamente, todo se convino y Lavalleja marchó a Buenos Aires a preparar los recursos necesarios para la empresa en el tiempo indicado”.

Pero “la contestación del señor Solas fue evadiéndose, diciendo que se hallaba ligado por el tratado cuadrilátero, y que sería un compromiso muy grande para él y particularmente para la Provincia de su mando, pues si los portugueses lo invadían, los demás de la liga lo dejarían en la estacada y que por consecuencia no podía ser”.

Lavalleja, entonces, arrendó en Buenos Aires el saladero de Pascual Costa –personaje de arraigo entre el elemento popular de las orillas y al que el señoritismo unitario llamaba, despectivamente, “don Pascualón”– para distraer a los portugueses que observaban todos sus movimientos y dar empleo a sus compañeros de emigración. Como el capital que tenía era poco, en setiembre de 1824 solicitó préstamos a los montevideanos Andrés Cavaillón y Francisco Joanicó.

En Buenos Aires, el grupo principal de orientales que decidió emprender la Cruzada Libertadora comenzó a reunirse en la sastrería de José Pérez y Antonio Villanueva, regenteada por el montevideano Luis Ceferino de la Torre. Asimismo se realizaban reuniones en el saladero de Costa, en Barracas, y en el del también montevideano Pedro Trápani, en la Ensenada de Barragán.

Pedro Trápani se encontraba radicado en la vecina orilla desde 1812, en cuyo año se había asociado al primer saladero instalado en la Provincia de Buenos Aires con los comerciantes ingleses Roberto Ponsonby Staples y Juan Mac Neile. Su vinculación con Ponsonby Staples –agente oficioso y luego cónsul de Inglaterra– habría de facilitarle el trato del plenipotenciario Lord John Ponsonby –sobrino de Ponsonby Staples– quien así pudo ejercer influencia decisiva para formar la opinión de Lavalleja sobre la independencia oriental.

El aludido grupo de conjurados estaba integrado por Juan Antonio Lavalleja, Manuel Oribe, Manuel Lavalleja, Simón del Pino, Manuel Meléndez, Pedro Trápani y Luis Ceferino de la Torre. Pronto se acrecentaría con la incorporación de Atanasio Sierra, Manuel Freyre y Basilio Araújo. Cabe agregar que en el saladero de Pascual Costa desempeñaba tareas Juan Spikerman y en el que era asociado Pedro Trápani, ubicado en la Ensenada de Barragán, trabajaban Juan y Ramón Ortiz y Juan Acosta.

Las autoridades brasileñas conocían estas reuniones secretas y no dejaron de advertir lossíntomas anunciadores de la próxima rebelión. Existen publicadas numerosas comunicaciones del Cónsul del Brasil en Buenos Aires, Simpronio Pereira Sodré al Barón de la Laguna; de José Florencio Perea al mismo y del propio Lecor a las autoridades del Brasil, así como de confidentes secretos que Lecor tenía en Buenos Aires y que le escribían ocultos bajo diferentes seudónimos.

Al llegar enero de 1825, varios hechos conmocionaron la opinión pública en Buenos Aires: la instalación del Congreso General de las Provincias, la sanción por este de la Ley Fundamental del día 23 que renovaba “el pacto federal”, la iniciación de las gestiones del Cónsul Woodbine Parish para la celebración de un tratado de Amistad y Comercio con Inglaterra y la noticia –el día 21– de la victoria americana de Ayacucho.

Caravanas de jóvenes de todos las clases –dice un cronista– marchaban a discreción al compás de alegres músicas. Recorrían la ciudad vitoreando a la Patria y a los vencedores de Ayacucho, pasaban a congratular a los representantes de la Nación, deteniéndose a ratos frente a la casa de algunos viejos patriotas para escuchar los discursos de no pocos oradores improvisados”.

Por su parte, José Antonio Wilde, en su “Buenos Aires desde 70 años atrás” (1881), agrega: “En la noche del 22 hubo una representación dramática en nuestro teatro Argentino, antecediendo la Canción patriótica en medio de estrepitosos vivas a la Patria, a Bolívar, a Sucre”.

“Las fiestas duraron tres noches y el entusiasmo era inmenso” –prosigue–. “El café de la Victoria estaba completamente lleno, lo mismo que toda la cuadra. Allí se sucedían los brindis patrióticos [...] Grandes grupos con música y banderas desplegadas, recorrían las calles cantando la «canción» y vivando en las casas de los patriotas. Varios banquetes se dieron en el afamado hotel de Faunch. Cubrían las paredes las banderas americanas y la inglesa, entre las que aparecían retratos de Bolívar y de Sucre. La banda tocó «God save the King» al brindarse por el Rey de Inglaterra”. En la ocasión, dijo el cónsul Parish: “Nuestro tratado es un suceso que os coloca en el rango de las naciones reconocidas del mundo, suceso debido enteramente a vuestros propios esfuerzos y a la libertad política aquí adoptada”.

En Montevideo, asimismo, un grupo de patriotas, a pesar de la severa vigilancia de Lecor, celebró con alborozo la gran victoria americana. En oficio del 4 de febrero de 1825, Santiago Sáinz de la Maza informaba a Lecor que “en un tambo a extramuros de esta Plaza, había tenido lugar una merienda concurridísima de gentes exaltadas, con el fin de celebrar la para ellos fausta noticia, a que se siguieron brindis chocantes con los principios de paz, orden y buena armonía, tan encargados por S.M. el Emperador y que la suma prudencia que en V. E. resplandece ha procurado en beneficio público con todo esmero sostener”.

“La batalla de Ayacucho, ganada por los patriotas en diciembre de 1824, que decidió de los destinos de la América española, inflamó el patriotismo de los emigrados, que reunidos en la casa de comercio que regenteaba don Luis Ceferino de la Torre, firmaron espontáneamente un compromiso, jurando sacrificar sus vidas en la libertad de su Patria, dominada por el Imperio del Brasil”, afirma, por su parte, el citado de la Torre. Y entre los montevideanos, Juan Francisco Giró se hacía eco de las esperanzas que suscitaba la presencia del Libertador Bolívar en el Alto Perú, en carta a Santiago Vázquez: “Por lo que hace a Patria desde acá y de allá todo lo dice: VIVA BOLÍVAR!”.

Esta esperanza puesta en Bolívar para imponer con su prestigio y la fuerza de sus armas victoriosas, si fuera necesario, la independencia oriental al Imperio del Brasil, explica el oficio al Libertador de que fue portador Atanasio Lapido. El confidente de Lecor en Buenos Aires, que se ocultaba con el seudónimo de Guillermo Gil, así lo hacía saber al Barón de la Laguna, en carta del 2 de abril de 1825:

“Por mi primera, fecha 21 del próximo pasado, estará Ud. enterado que los opositores mandaron una comunicación a Bolívar y que todavía no la había visto. Ahora hace pocos días que lo efectué y ésta es a nombre de los Orientales, tanto de los que están emigrados en éste como los de ésa; va firmada por unos y por otros; los de ésta firmaron todos y por los de ésa: Giró, Blanco, Juan Benito; los Pérez, Manuel y Lorenzo; Pereyra, Gabriel; los Vidal, Manuel, Daniel, Carlos y José; los Ellauri, León y Rafael; Payán, Cipriano; Antuña y otros muchos, que no me ha sido posible retener en la memoria ni tampoco sacar copia”.

“Él se dirige a pedir protección al dicho Bolívar, haciendo una larga referencia de los últimos sucesos de esa Banda, la decisión en que están sus habitantes para echar a los portugueses y al mismo tiempo incriminando a ese Gobierno. La mandaron con un tal Atanasio Lapido, con dinero e instrucciones, para poner en ridículo las fuerzas portuguesas, la apatía de este Gobierno y su marcha, al mismo tiempo que exageran los grandes sacrificios que están dispuestos a hacer por la causa de la Libertad; y para mayo aguardan la contestación”.

Reconfortados en sus ánimos por la esperanza del apoyo bolivariano y contando con la simpatía de la opinión y de los líderes del partido federal bonaerense, los conjurados se dieron a la tarea de reunir fondos para su empresa libertadora.

En esta gestión fue de primera importancia la acción de Pedro Trápani. Por sus conexiones empresarias, recaudó, con Gregorio Gómez, la cantidad de 16.200 pesos. Una reseña de la época, dice así:

“Razón de las cantidades que han entrado en poder de don Pedro Trápani, procedentes de una suscripción que dicho Señor y don Gregorio Gómez abrieron con el objeto de socorrer a la Provincia Oriental: y de los que con el mismo objeto les ha suministrado el Gobierno de la Provincia de Buenos Aires: D. Miguel Riglós, $ 1.000; D. Ramón Larrea, $ 1.000; D. Félix Alzaga, $ 500; D. José María Coronel, $ 500; D. Manuel Haedo, $ 500; D. Pedro Lezica, $ 1.000; D. Juan Molina, $ 500; El Amigo de los Orientales, $500; J.G., $ 500; D. Miguel Gutiérrez, $ 500; D. Esteban Eastman, $ 700; D. Miguel Maun, $ 200; D. Manuel Lezica, $ 500; D. Alejandro Martínez, $ 1.000; D. Ramón Villanueva, $ 500; D. Juan Pablo Sáenz Valiente, $ 500; D. Julián Panelo y Cía., $ 500; D. Juan Pedro Aguirre, $ 500; D. Mariano Fragueiro, $ 300; D. Ruperto Albarellos, $ 500; D. Juan Arriola, $ 500; D. Lucas González, $ 500; D. Lorenzo Uriarte, $ 500; D. Juan, D. José y D. Nicolás Anchorena y Rosas, $ 3. 000. Total, $ 16.200”.

Integraban esta nómina importantes figuras del partido federal bonaerense, en su mayoría hacendados y saladeristas interesados en que la Provincia Oriental volviera a la unión platense para obtener tierras y ganados necesarios para dar satisfacción a la creciente demanda de carnes saladas y lograr mejores oportunidades de competencia con los saladeros riograndenses, beneficiados por las arreadas clandestinas de ganados orientales y la mano de obra esclava. No faltó tampoco el apoyo financiero de los ingleses: Francisco Joaquín Muñoz escribía a Lavalleja: “Dinero tendremos y cuente Ud. con todo el que se necesite [...] con acuerdo de nuestro amigo Trápani hemos convenido con la casa Stuart que entregue todas las cantidades”. Al 31 de enero de 1826 –según los prolijos registros de Pedro Trápani, conservados en la Biblioteca Nacional– la colecta de fondos alcanzaba a $ 159.166.

A pesar de la actitud oficial de neutralidad, el gobierno de Buenos Aires también cooperó, con aportes en armas, algún dinero y un lanchón entregado a Lavalleja, el 11 de abril de 1825.

En cuanto a las armas, Manuel Oribe logró, por intermedio del fuerte comerciante español José María Platero, avecindado en Montevideo, retirar “unas 200 tercerolas que desde el año 1823 tenía depositadas en la Aduana –narra en sus memorias, Luis Ceferino de la Torre– que le fueron cedidas generosamente y despachadas por el vista don Gregorio Gómez con conocimiento del objeto a que se destinaban”.

Respecto de la bandera que debía simbolizar el objetivo de la empresa, “se adoptó –dice de la Torre en su «Memoria»– la tricolor que había usado la Provincia Oriental cuando la invadió el ejército portugués, con el agregado en el centro de «Libertad o Muerte» consecuente con el juramento prestado”. Y agrega el citado memorialista que, con ese diseño, construyó dos “con sus propias manos”.

Se designaron, también, emisarios encargados de sondear en la campaña oriental la opinión de los caudillos locales y de comprometerlos para la próxima cruzada. Manuel Lavalleja, Atanasio Sierra y Manuel Freire –los designados para esta delicada tarea–, marcharon llevando cartas de Lavalleja en los bastos de sus recados.
Los comisionados “luego se dirigieron a Montevideo –dice don Luis Revuelta– comunicándose con personas cuyos sentimientos patrióticos conocían. Recordamos habérsenos citado por Manuel Freire a las siguientes personas, que aceptaron entusiastas las ideas y se pusieron con decisión a su servicio: Juan Arenas, oficial en esa época al servicio del Brasil, pero patriota de corazón; los Burgueño, los Figueredo, los Latorre y los Caballero, y la señora doña Josefa Oribe de Contucci”.

Entre los trabajos cumplidos por los conjurados cabe destacar la sublevación del batallón de Pernambucanos –cuyos clases y soldados de color mantenían el ideal republicano– llevada a cabo por doña Josefa Oribe de Contucci. Esta “patriota entusiasta –narra de la Torre– logró seducir a los sargentos, que en prueba de su decisión remitieron a Buenos Aires un Acta de compromiso y pidiendo una persona que se pusiese a la cabeza, pero se creyó conveniente retardarlo hasta que al frente de Montevideo los patriotas pudiesen proteger el movimiento”. Agrega de la Torre que él remitió de su peculio 18 onzas de oro para que fuesen repartidas entre los sargentos, y tres cajones de cartuchos a bala que clandestinamente consiguió extraer del Parque de Buenos Aires y que fueron conducidos a Montevideo en el paquete “Pepa”, al mando del capitán Santiago Sciurano, alias “Chentopé”, “a ser entregados a la misma señora Oribe, con quien se entendían los sargentos”. Conocedora la señora de Contucci del estado de ánimo de los sargentos pernambucanos, por sus criados y sirvientes, con los cuales tenían aquellos estrechas relaciones, había salido airosa en la arriesgada empresa de hacer sublevar el batallón.
El gesto de la realizadora de esta arriesgada conspiración tiene por sí mismo demasiada elocuencia y relieve para agregarle un comentario. Baste señalar que “la perspectiva terrible de la Isla das Cobras no doblegaba su audacia” –expresa bellamente Juana de Ibarbourou–. “Y eso que Lecor, desconfiado o ya puesto en autos, extremaba las medidas preventivas, haciendo del «Peirajó», anclado en nuestro puerto, cárcel flotante para los sospechosos de patriotismo activo”.

La sublevación proyectada fracasó: cuando los pernambucanos, como todos los habitantes de Montevideo, el 7 de mayo de 1825, divisaron en la cumbre del Cerrito a los primeros milicianos de la vanguardia patriota, prorrumpieron en gritos y exclamaciones y fueron presos.

“Otro acto de abnegación y arrojo es atribuido a la Sra. Oribe de Contucci por los cronistas de la época”, narra Julio Lerena Juanicó, en artículo publicado por Juan E. Pivel Devoto y Alcira Ranieri de Pivel, en “La Epopeya Nacional de 1825”:

“La capital se hallaba sitiada, ya, por las huestes patriotas, y un choque sangriento había tenido lugar entre los adversarios. En la línea de aquéllos faltaban instrumentos de cirugía, que era necesario obtener rápidamente; y doña Josefa concibió la idea de procurarlos en la plaza misma contra cuyos dominadores se guerreaba.

Entretanto, ¿cómo entrar a ella? A la heroína no le arredran los obstáculos ni los graves riesgos inherentes a ello.

Decidida, pues, a afrontarlos, resuelve disimular su propia identidad bajo el aspecto de una humilde lavandera. Ciñe al cuerpo rústica vestimenta que pueda darle apariencia de tal, se oscurece la piel con negro de humo, y completa el avío con dos líos de ropa que dispone sobre uno y otro flancos de un mísero caballejo.
Y logra, así, sorprender la vigilancia de la guardia de uno de los portones de acceso a la plaza.

Adentro ya, se dirige el domicilio del Dr. José Pedro de Oliveira, amigo suyo en los días de paz. Es en esta última condición, e invocando sagrados sentimientos, que aborda al Cirujano Mayor del Ejército Imperial.

Este rechaza la petición, en un principio. En efecto: deferir a ella constituiría una violación de las obligaciones que le conciernen como militar asimilado y como brasileño.
Frente a esa resistencia, la dama oriental mantiene su porfiado reclamo e invoca a ese efecto, deberes de humanidad que están muy por encima de otros de índole cualquiera.
Derrotado por tan generosa dialéctica, el noble médico transige al fin, y entrega a su no menos noble vencedora, la ansiada caja de material quirúrgico.
La que, horas más tarde, entraba a desempeñar, en la lacerada carne de las primeras víctimas del asedio, la función para la cual había sido creada”.

En la campaña, quedó comprometido don Tomás Gómez a reunir las caballadas necesarias para los que iban a desembarcar en la costa del Uruguay.
En estos preparativos, se pensó, necesariamente, en Fructuoso Rivera que, más allá de toda discrepancia, era el hombre-clave para insurreccionar la campaña.
Ya en julio de 1824, Lavalleja escribía al gobernador de Entre Ríos, León Solas: “Si es que se verifica la entrevista con Rivera, permítame decirle que tenga mucho cuidado porque es el demonio...”.


El comisionado para entrevistar a Rivera fue Juan Manuel de Rosas. Este “habló de su deseo (a fin de alejar toda sospecha)” –explica Adolfo Saldías– “de comprar campos en el Litoral, para poblarlos en unión de sus primos los Anchorena; y como era notorio su genio emprendedor para dilatar la industria pastoril y agrícola en las que tenía empleada su ya cuantiosa fortuna, nadie imaginó cuál era el verdadero motivo de su viaje. Al efecto se dirigió a Santa Fe y visitó con otras personas los campos conocidos por el «Rincón de Grondona». De aquí pasó a Entre Ríos donde visitó otros campos y con el mismo pretexto pasó a la Banda Oriental. Aquí se puso al habla con el coronel Fructuoso Rivera, antiguo conocido de la casa de Ezcurra, y para quien llevaba una carta del mismo Lavalleja. En seguida repartió las invitaciones de éste entre los vecinos influyentes y decididos, como asimismo los recursos para que se pusiesen en acción sin pérdida de tiempo, replegándose sobre Rivera, quien debía incorporarse a la revolución con su regimiento”.

Por su parte, Gregorio Lecocq –viejo amigo de Rivera –le escribía al caudillo, el 24 de diciembre de 1824, adjuntándole cartas de Estanislao López y de León Solas, y al invitarlo a plegarse a la proyectada cruzada de liberación, fijaba la consigna del movimiento, en estos términos:

“Los buenos patriotas nos lisonjeamos de que no esté lejos ya el día en que raye la libertad del Pueblo Oriental: la incorporación a las provincias hermanas, será la más fuerte barrera que presentaremos a los que por más tiempo juzgan dominarnos...”.
Y un mes más tarde, al comunicarle la victoria de Ayacucho, le repetía:
“Las Provincias del Alto Perú que pertenecían a la Unión Argentina, por tan completa victoria vuelven a ser parte integrante de esta Gran República que hoy día está reunida en Congreso” y agregaba:

“El Congreso se empeña con actividad en eso (la unión de todas las provincias); y lo único que resta es la Provincia Oriental para integrar el territorio de la Nación”.
Estas y otras solicitaciones que le iban llegando, de amigos y personajes influyentes, debieron sumir en cavilaciones a don Frutos: no podía negar el sentido de patria y hermandad platense que encerraban, pero, al mismo tiempo, tales invocaciones procedían de muchos que habían sido, en tiempos no muy lejanos, activos logistas monárquicos y fervorosos centralistas; y aun entre los federales bonaerenses, la figura principal era la de Manuel Dorrego, el vencido de Guayabos.

A pesar de que Rivera mantenía informado al Barón de la Laguna sobre sus contactos con los patriotas y este se manifestaba satisfecho de la lealtad del prestigioso Comandante General de Campaña, entre los más avisados agentes brasileños existían dudas sobre la actitud que, en definitiva, podría asumir el caudillo. En tal sentido, cabe recordar la comunicación de Florencio Perea a Lecor, del 19 de febrero de 1825, donde aquel confidente, estratégicamente ubicado en el litoral entrerriano del Uruguay, expresa:
“Como dentro de ocho días debemos abrazarnos, nada quiero extenderme en particularidades, sólo diré a V. E. que Frutos Rivera dijo a un vecino de este pueblo, en Canelones, que muy pronto estaría sobre el Uruguay. Si es en comisión, muy aventurada comisión; si es de motu propio, Santo Dios...”.

Por su parte, Lavalleja envió a Basilio Araújo para comprometer a Andrés Latorre, el que, desde el litoral del Uruguay, debía amagar una invasión por el Hervidero para distraer fuerzas brasileñas.

La expedición libertadora

Juan Spikerman, en su diario, declara que el 1º de abril de 1825 se embarcaron a las 12 de la noche, en la costa de San Isidro, en un lanchón, los nueve primeros individuos de la expedición, desembarcando y acampando en una isla formada por un ramal del Paraná, llamada Brazo Largo. Los nueve individuos eran: Manuel Oribe, Manuel Freire, Manuel Lavalleja, Atanasio Sierra, Juan Spikerman, Carmelo Colman, Sargento Areguatí, José Leguizamón (a) Palomo y el baqueano Andrés Cheveste. Con los nombrados, se sabe que arribó también el cadete Andrés Spikerman.

En sus investigaciones para establecer el verdadero punto de partida de este primer grupo de orientales, el historiador argentino Enrique de Gandía logró establecer que el mismo fue el llamado, en la época, “puerto Sánchez” –por el nombre del propietario de la zona, Cecilio Sánchez– y conocido, actualmente, por “puerto Pintos”, ubicado en el predio que hoy ocupa el Club Náutico San Isidro.

Por su parte, Lavalleja y el resto de los cruzados que habían partido algunos días después, fueron demorados por un fuerte temporal que los arrojó hacia el sur, sobre la costa del Salado, y recién pudieron reunirse con sus compañeros, en la isla de Brazo Largo, el día 15.

Durante la permanencia del primer grupo en el Brazo Largo en espera del resto de los cruzados, Manuel Oribe, Manuel Lavalleja y el baqueano Andrés Cheveste pasaron a la costa oriental para entrevistarse con Tomás Gómez y convenir el día y el punto donde debía esperar con caballadas a los expedicionarios. Vueltos a la isla, aguardaron el arribo de la segunda expedición unos diez días más, al cabo de los cuales “don Manuel Lavalleja y don Manuel Oribe, genios impacientes y movedizos” –recuerda Domingo Ordoñana– “determinaron irse con Cheveste a inquirir la causa de aquel silencio y buscar qué comer, que por lo pronto era la primera necesidad que había que satisfacer. Al llegar a tierra la noche era oscura, y casi a tientas dieron con una carbonería, cuyo dueño los llevó a la inmediata estancia de los Ruiz, quienes les explicaron que don Tomás Gómez había sido descubierto, teniendo que escaparse para Buenos Aires, y que las caballadas de la costa habían sido recogidas e internadas, Cuando Ruiz concluyó su narración, Oribe le contestó resueltamente: «Pues, amigo, nosotros vamos a desembarcar, aunque sea para marchar a pie; mientras tanto, vean de darnos un poco de carne, porque nos morimos de hambre en la isla». Vista por los hermanos Ruiz la decisión de los expedicionarios, convinieron en favorecer resueltamente sus intentos, en hacer las señales de aproximación, en aprontar los caballos, en hablar con algunos amigos y en evitar cualquier choque extemporáneo con aquel terrible Tornero (jefe brasileño que vigilaba la costa del Uruguay)”.

Reunidos todos los expedicionarios, el día 18, según Spikerman, “nos embarcamos en los dos lanchones y navegamos durante la noche, hasta ponernos a la vista de la costa oriental, a fin de hacer la travesía del Uruguay, en la noche del 19. El río estaba cruzado por lanchas de guerra imperiales, y, por consiguiente, emprendimos marcha en esa noche. A las siete, habiendo navegado como dos horas, nos encontramos entre dos buques enemigos, uno a babor y otro a estribor; veíamos sus faroles a muy poca distancia; el viento era sur, muy lento, y tuvimos que hacer uso de los remos. A las 11 de la noche desembarcamos en el Arenal Grande, costa del Uruguay”.

La versión de Luis Sacarello, marinero de uno de los lanchones, que difiere, en parte, con la de Spikerman, permite, sin embargo, establecer algunas precisiones sobre la forma y el lugar del desembarco de los cruzados. Sobre el particular, dice este memorialista: “...A la noche siguiente, del 18, se nos dio la voz de silencio y palada seca, por el temor que había a la vigilancia de los cruceros brasileños, y en cuanto llegamos a la Punta Gorda bajaron a tierra dos hombres, que volvieron pronto. Empezamos a costear río arriba hasta Punta Chaparro, en donde bajaron los dos hombres; seguimos a Casa Blanca (estancia), y allí bajaron y hablaron los dos hombres con un austríaco –según de Gandía, siguiendo a Domingo Ordoñana, era carbonero y se llamaba Albarrachan – que tenía inmediato a la costa un rancho, quien dio la noticia de que la gente que buscábamos se hallaba en el Rincón, entre el monte, y entonces fuimos hasta la Punta de Amarillo, que es la de San Salvador, en donde desembarcaron todos [...] Parece que allí encontraron gente reunida y entonces se internaron y nosotros nos volvimos para Buenos Aires”.

La playa de Arenal Grande era también denominada, popularmente, “de la graseada” por las faenas que en ella solían tener lugar para beneficiar las grasas y sebos de los vacunos faenados, de donde derivaría luego el “Agraciada” que lleva el actual arroyo que en ella desemboca. La imprecisión de los relatos determinó diferentes opiniones en la historiografía nacional respecto del verdadero lugar del desembarco. En prolijo estudio, el Cnel. Oscar Antúnez Olivera determina la punta de Amarillo o del Arenal Grande como el lugar del desembarco.

Atanasio Sierra, uno de los cruzados, narra así el momento vivido por los expedicionarios luego del desembarco:

“Estábamos en una situación singular. A nuestra espalda el monte, al frente el caudaloso Uruguay, sobre cuyas aguas batían los remos de las tres lanchas que se alejaban; en la playa yacían recados, frenos, armas de diferentes formas y tamaños; aquí dos o tres tercerolas; allá un sable aquí una espada, más allá un par de pistolas; ponchos por un lado, sombreros por el otro, todo mezclado aún como se había desembarcado. Este desorden, agregado a nuestros trajes completamente sucios, rotos en varias partes y que naturalmente no guardaban la uniformidad militar, nos daba el aspecto de verdaderos bandidos”.

“Desde las once de la noche del 19 hasta las nueve de la mañana del 20, nuestra ansiedad fue extrema. Continuamente salíamos a la orilla del monte y aplicábamos el oído a la tierra por ver si sentíamos el trote de los caballos que esperábamos. Lavalleja se paseaba tranquilamente al lado de un grupo de sarandíes, y habiéndosele acercado don Manuel Oribe y Zufriategui diciéndole que eran las seis de la mañana y no llegaba Gómez con los caballos, les respondió sonriéndose: «Puede ser que Gómez no venga porque los brasileros lo tendrán apurado; pero Cheveste volverá, y con caballos; es capaz de sacarlos de la misma caballada de Laguna». Cuando don Tomás Gómez, acompañado de Cheveste y don Manuel Lavalleja, llegaron con los deseados caballos, hubo muchos de nosotros que se abrazaron al pescuezo de éstos dándoles besos como si fuesen sus queridas”.

La escena del desembarco tuvo su primera representación plástica en el óleo de Josefa Palacios, natural de Colonia, alrededor de 1854, que se conserva en el Museo Histórico Nacional. Pero, sin duda, el hecho ha sido noblemente perpetuado en toda su significación por el pintor nacional Juan ManueI Blanes, en su conocida tela de 1878. En esta, el artista –según explicara en “Memoria” presentada a la “Sociedad de Ciencias y Artes”, el 5 de enero de 1878– aceptó como verosímil el juramento tomado por Lavalleja a los cruzados, como, asimismo, el número tradicional de “Treinta y Tres” para el núcleo de los libertadores.

Dan base para la verosimilitud del juramento las memorias de Luis de la Torre y Juan Spikerman que concuerdan en el hecho. El primero, dice que Lavalleja “con la rodilla en tierra desplegando las dos banderas juran ante Dios y por la Patria libertarla del poder extranjero o perecer en la lucha”; y el segundo, expresa que “nuestro jefe Lavalleja tomó la bandera y nos dirigió una proclama llena de fuego y patriotismo a la que contestamos con el mismo ardor jurando llevar adelante nuestra empresa de Libertad o Muerte”.

En lo que respecta al número tradicional de “Treinta y Tres” era, en la época que Blanes hizo su cuadro, un hecho admitido, fundado en una lista hecha llegar por el Dr. Joaquín Requena a la “Comisión Delegada para la erección del Monumento Conmemorativo a la Independencia de la República”, que presidía el Gral. Bernabé Magariños, en comunicación del 19 de octubre de 1876. “Considerada oficial por decreto 109 de 1975, a los efectos de todos los homenajes a realizarse en ese «Año del Sesquicentenario de los Hechos Históricos de 1825», se consideraba extraviada y perdida definitivamente, pero tuvimos la satisfacción de ubicarla” –expresa Aníbal Barrios Pintos en “Los Libertadores de 1825”– en el Archivo General de la Nación”.

Se trata de una lista, redactada en Montevideo, el 28 de julio de 1830, por Manuel Oribe y certificada por Lavalleja, destinada a señalar los nombres de los libertadores para que éstos pudieran optar a los premios decretados por la Asamblea el 14 de julio de 1830.

En 1946, el investigador compatriota Jacinto Carranza demostró en su obra “¿Cuántos eran los Treinta y Tres?” que existían diecisiete listas distintas de los libertadores de 1825, alguna de ellas repetida y, en algún caso, publicada impresa, sin que se conozca su original manuscrito.

Por lo pronto, una sola fue publicada en el año 1825, el 26 de noviembre, en “El Argos de Buenos Aires” y la misma menciona solamente 23 cruzados como “los únicos” que acompañaron a Lavalleja desde Buenos Aires, pero asimismo afirma que el número 33 se completó cuando aquellos ya se encontraban en suelo oriental. (Véase nómina Nº 2).
Pero el tema queda definitivamente esclarecido por el informe y relación formulados por Manuel Oribe por disposición del Gobierno de la República, el 21 de febrero de 1832, que establece el número de cuarenta para el contingente de los cruzados.

La diferencia entre la lista oficial y la formulada por Oribe en 1832 es, por consiguiente, de siete soldados. Según “El Correo” de Montevideo, en su edición del 20 de abril de 1830, Matías Álvarez, Tiburcio Gómez, Miguel Martínez, Francisco Romero, Luciano Romero, Felipe Patiño (a) Carapé e Ignacio Medina se habían incorporado en las islas del Paraná.

En el núcleo de los libertadores, eran, probadamente, veintiuno, los orientales; el resto estaba conformado por tres, o quizás, cinco argentinos: Tiburcio Gómez, Simón del Pino y Gregorio Sanabria y, muy probablemente, Matías Álvarez y José Leguizamón (a) Palomo; cuatro o cinco, paraguayos: Pedro Antonio Areguatí, Francisco Romero, Luciano Romero, Felipe Patiño (a) Carapé y, casi seguramente, José Yaguareté; dos, negros africanos: Joaquín Artigas y Dionisio Oribe, criados de Manuel Pantaleón Artigas y de Manuel Oribe, respectivamente; y sin filiación conocida, cabe señalar a otros siete: Juan Arteaga, Miguel Martínez, Ignacio Medina, Santiago Nievas, José Ignacio Núñez, Roberto Ortiz y Agustín Velázquez, según cuidadosa investigación practicada por el citado Barrios Pintos.

En realidad los expedicionarios que partieron de Buenos Aires no eran treinta y tres, sino poco más de una veintena. Los nombres de estos aparecen sin discrepancias importantes en todas las listas. A ese núcleo se fueron incorporando algunos de los pobladores de las islas del Paraná donde estuvieron detenidos varios días los cruzados y quizá algunos habitantes de la propia costa oriental que pasaron a las islas para volver en la jornada del 19 de abril al suelo de la patria. Apenas desembarcados, igualmente, comenzaron en seguida a incorporarse los primeros voluntarios. Así se explican las discrepancias que existen en las diferentes nóminas, algunas de ellas confeccionadas por personajes que tenían sobrados motivos para conocer bien los hechos.

Los Treinta y Tres fueron pues tales, por algunas horas. Pero en el momento de pisar la arena de la Agraciada, fueron, sin duda, Treinta y Tres, porque ese número se ha conservado en la memoria del pueblo como símbolo de la legendaria empresa y porque los cruzados hablaron siempre de los Treinta y Tres al referirse al grupo heroico. “El hecho de que existan entre las listas que contienen treinta y tres nombres –dice el Dr. Felipe Ferreiro–, diferencias entre sí con respecto a algunos de ellos no sólo demostraría en mi concepto que nunca fue bien aclarado el grupo amorfo que acompañó a los organizadores de la empresa, sino que los 33 deben identificarse –sea cual sea el procedimiento–, dentro de las nóminas que superan dicha cifra. En estas últimas lo que debe hallarse al fin y al cabo son todos los “candidatos” que en concepto de un “33” indiscutible y de conciencia tenían derecho al inmarcesible honor de pasar por “cruzados”.
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