ESCRIBE SOLEDAD PLATERO* Las buenas intenciones.


Como ocurre puntualmente cada cierto tiempo, el presidente Mujica se despachó la semana pasada contra intelectuales y feministas, esos (y esas) diletantes oportunistas tan ávidos de las prebendas del Estado como elusivos a la hora de preparar un balde de mezcla.
PUBLICADO el Lunes 18 de noviembre, 2013

No sólo no es la primera vez que lo hace, sino que ya parece que no fuera él si no está haciéndolo. Como un comediante viejo, Mujica parece obligado a repetir su estribillo amargo contra los que lo critican todo, contra los que han estudiado y tienen la panza llena y se dedican sistemáticamente a encontrarle el pelo al huevo. Con lo dura que es la vida, caramba, y estos señoritos (las feministas, para el caso, también son señoritos) no tienen nada mejor que hacer que dar palo a los que bogan y a los que no bogan. Una columna de Aldo Marchesi publicada en La Diaria el miércoles 13 reconstruye la historia personal de Mujica como intelectual (como persona formada en un país en el que el debate de ideas estaba presente en cada mesa de café y en cada casa), la engancha con la historia nacional de las últimas décadas y observa que el ex tupamaro “recupera la forma sin el contenido” del discurso que, en los años sesenta y setenta, separó a algunos militantes de izquierda del mundo académico para lanzarlos a la acción directa. El resultado, dice, es una “lucha de clase decorativa” en la que los verdaderos antagonistas no sufren ningún daño y los aliados naturales son puestos en el lugar de enemigos.
Si lo que dice Marchesi es verdad (y yo creo que sí), hay un problema moral insoluble en el discurso del presidente. Claro que los problemas morales de tipo “doble discurso” no deberían ser, en principio, problemas políticos centrales, pero ocurre que Mujica instala el debate, indefectiblemente, en el punto moral de las cosas. Mujica no discute con las ideas de los presuntos intelectuales que tanto le molestan, ni con los presupuestos teóricos que dan sustento a las reivindicaciones feministas. Lo que hace es denostar por insuficiencia moral a quienes encarnan esas figuras tan antipáticas. Recordar, a todo el que quiera escucharlo, que esos que se llenan la boca hablando de injusticia son los primeros en chiflar y hacer mutis por el foro cada vez que un pobre tiene que cuerpear con la miseria. Que nunca piensan en comprar “medio kilo de chorizos para compartir con los que necesitan” y jamás gastan sus energías en cocinar un guiso a las mujeres llenas de hijos que están “levantando paredes”. En el planeta Mujica muchos caudillos deben ser campeones morales, porque la historia patria está llena de chorizadas para juntar votos y de festicholas a costa del pueblo disfrazadas de generosidad con el pueblo. La sensibilidad es así: un día te agarra y te sacude y te comés un guiso con la gente necesitada. Y sos flor de tipo.
Mujica retira sistemáticamente la discusión política del terreno político para llevarla al resbaladizo terreno de la autoridad moral (no de la legitimidad, ni de la justicia, ni de la pertinencia, sino de la pura autoridad moral). Pero lo más curioso es que su vara de medir conductas es siempre él mismo. Él encarna todo lo noble, todo lo honesto, todo lo genuino del deber ser de nuestros días. Él vive sin lujos, responde a todas las preguntas con sentencias lapidarias que no necesariamente tienen que ver con lo que se le pregunta (un buen gurú sabe que ser enigmático es parte de su encanto) y permite que todo el planeta comente su probidad, su austeridad y su sencilla sabiduría. Pero lo hace como quien no quiere la cosa; como si fuera el precio que hay que pagar por el bien del país. Porque ya se sabe que necesitamos que los extranjeros vengan y nos dejen platita, así que hay que saber seducirlos, aunque sea con el recurso de tener un presidente piola. Así de noble es nuestro presidente: no se expone por narcisismo, sino porque se debe a una causa.
Lamentablemente, es difícil creer que el camino al socialismo pueda estar empedrado de chorizos. Es ridículo sostener que hay una verdad superior en compartir un guiso con los necesitados, cuando no asoma la menor intención de operar sobre un sistema estructuralmente injusto. El discurso de Mujica se parece superficialmente a la prédica cristiana de hacer el bien sin mirar a quién, pero se diferencia sustancialmente de ella en que no se apoya en el amor, sino en el odio. Mujica predica desde el rencor (no me interesa dilucidar si ese rencor es real o impostado, así como no me interesa establecer su origen) y ataca hoy a los intelectuales (una categoría siempre difusa en su discurso) y a las feministas, y mañana a los trabajadores organizados, a los periodistas y a las maestras. Rara vez se la ligan los explotadores. A lo sumo se les pide, como canchereando, que hagan algo por los más jodidos. Mujica critica todo lo que él no es (académico, feminista, trabajador) y soslaya alegremente su propia circunstancia (siempre vivió del Estado y de la política, desde sus comienzos en el herrerismo hasta hoy que es presidente) para comportarse como alguien que obedece a un destino superior, a un mandato tan ineludible como heroico.
No debería importarnos mucho la consistencia moral de un presidente. En general, son sus acciones de gobierno y sus ideas políticas las que tienen que ser analizadas y criticadas. Pero Mujica ha logrado desplazar a la política de la escena para jugar el partido en las canchas del buentipismo, la moral y la conducta individual. La estrategia no tiene pérdida, porque fija los límites del debate en ese diminuto territorio de lo personal y lo idiosincrático. Todo discurso crítico será leído, entonces, como un devaneo frívolo cargado de intereses espurios. O peor: como lisa y llana envidia. Y así vamos.
*Columna publicada en Caras y Caretas el viernes 15 de noviembre de 2013

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