El Crimen de la Plaza Zitarrosa/ 4

Cuando sonaron los primeros disparos de armas cortas y largas, todas de guerra, sus ojos se transformaron en un mecanismo automático con el dedo que apretaba el gatillo, orientando a puro reflejo la trayectoria del proyectil hasta el blanco desguarnecido. Disparé a dos o tres polis y a uno le acerté desplomándolo en un santiamén para convertirse en un bulto doliente y quejoso, los otros hijos de puta se cubrieron y tomaron posición suponiendo que recibiríamos ayuda, nos tenían catalogados como una banda organizada y peligrosa a partir del allanamiento del taller y la gran cantidad de armas incautadas descubiertas en un falso tanque de nafta. Nada que ver, yo trabajaba solo. Hubo otra andanada de disparos entrecruzados y volé por el aire cuando mi hombro giró como la puerta del Banco República. Grité sinsentido hasta que una patada me arrancó varios dientes y sofocada las ganas de abrir la boca entumecida de sangre y arena ensalivada.

   Nos vestimos como pudimos entre zamarreadas y golpes demoledores, con los championes en las manos esposadas y las cabezas cubiertas con toallas marchamos ante la mirada condenatoria de los vecinos arremolinados en una esquina. Unos pidiendo menos cárcel y más mano dura. Los más exaltados clamando por la pena de muerte y el trabajo forzado para los infanto delincuentes.

   _ A partir de los siete años tienen conciencia de sus actos.

   _ ¡Qué paguen!   

   _ ¿Qué cosa le enseñaron los padres?

   _ ¡Que paguen!

   _ ¿Qué aprenden en la escuela?

   _ ¡Que paguen!

   _ ¡Los padres también!

   _ ¡Que paguen!

   La letanía se elevaba con impronta impositiva acorde a los tiempos que corren, mientras nos subían en una camioneta rumbo a la comisaría.

   Posteriormente, el interrogatorio de rigor: sobre el origen de la “choppera”, la procedencia de la droga, como al pasar, nos cargaron violación y corrupción de menores ocurridas en el último año en otras partes del departamento. Nuestras amigas fueron arrumbadas en el rincón de una oficina y nosotros para las nueve o las diez ya no teníamos aire en los pulmones ni nada que inventar con los tipos, dos ex-boxeadores de mano suelta y pesada. Nos leyeron los cargos que pasaban de la docena. La mayoría de ellos, para Harry y para mí, resultaban asuntos desconocidos, ilícitos de poca monta o desagregados de los expedientes sin resolver.

   El muchacho extravió la mirada en las copas afinadas de los árboles, sopesó las palabras  mirando fijamente los ojos del cazador.

   _ A las diez y media comenzó un asunto misterioso que me acompaña a sol y lluvia. Hubo un llamado telefónico que tomó por sorpresa a los polis generando una tensa espera, inquietante, que entre escupitajos de sangre y la respiración entrecortada duró hasta las doce y cuarto. Escuchamos con Harry la llegada de un automóvil y la frenada frente al jardín de la comisaría, escuchamos las bisagras de la puerta de entrada y el chirrido del pasador de la celda.

   El tipo se identificó placa en mano con autoridad superlativa frente a los abrumados policías canarios como funcionario del “Departamento de Delitos Globales y Tráficos Peligrosos”.

   _ Este se viene conmigo, dijo señalándome con dedo acusador el hombre que tendría mi edad, de traje gris, corbata roja  y olor a agua colonia barata.

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   El cazador observó al muchacho durmiendo al sol hecho un ovillo bajo la frazada y con signos de recuperación. Tenía unos kilos más, un hecho, lentamente cicatrizaban las llagas de los pies, otro hecho, se había tusado un poco pelo y barba demostrando tener cerca de treinta años, no más, definitivo.

   El país de las cuchillas es un país de contrastes, definitivo, aunque las maestras dictaran anacronismos como “clima templado en las cuatro estaciones”, “país privilegiadamente ubicado en el mapamundi”; “sociedad europeizada, católica”; “peso uruguayo, mercados libres”; una simplificación de manual escolar, definitivo.

   Y para muestra basta un botón, cavilaba el hombre mientras asentaba el filo del machete, las gentes de campo se fueron a las ciudades, Montevideo, a donde haya trabajo, Maldonado. Un hecho, un futuro a la mano. Unos pocos nos establecimos en “Kilómetro 401” cerca del río y la vida barata, primitiva si se quiere y transparente, como todos nos conocemos la mentira no echó raíces. A ninguno de nosotros los generales nos distinguieron con una “A”.

   Entonces, ¿de qué podemos presumir? de nada, la tierra no es nuestra, y esa es una gran verdad. Aunque pudiéramos comprarla no lo conseguiríamos porque no está en venta. Una estancia se puede comprar pero una cuadra de campo no, ¿por qué? por que dicen los expertos de Montevideo que es antieconómico.

   El minifundio no va porque es ineficiente, pensemos en la China de Mao, que demanda mucha producción y eso es una gran verdad. ¿Cómo son tan eficientes con tantos millones de chinos a la hora de comer? Ni la FAO lo explica. ¿Somos tan ineficientes los uruguayos? ¿Será como dicen algunos que no han trabajado más que en las casas, que a nosotros no nos gusta trabajar…?

Que tenemos mucho para vender y menos para comprar, nadie lo explica.

   Y los explicadores se entreveran entre tanto palabrerío porque hace un siglo que repiten la misma canción… Otro gran cuento, definitivamente.

   La mirada del cazador se enturbió y el ojo ladeado extravió ofuscado.

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   _ Sentado y agachado, fue la orden del poli que cumplí al pie de la letra mientras reestablecía de la golpiza, me frotaba las muñecas esposadas y el dolor del hombro punzaba hasta mitad de la espalda salpicada de cardenales.  Sentado y agachado, una precaución exagerada del poli porque para mí todo alrededor era una noche cerrada que presagiaba malos asuntos. La toalla a manera de parche teñía color y olor a sangre fresca pero de mi boca amoratada e hinchada no salía otro sonido que un ronquido entrecortado por un hilo de saliva dulzona que no cesaba de manar.

   El automóvil se desplazaba a considerable velocidad por la avenida Interbalnearia y no tardaría mucho en llegar a San José y Yí, al Departamento de Policía. Nos detuvimos en un semáforo y viché el cartel, Av. Italia y Cooper;  no habían pasado diez minutos cuando giró a la izquierda, viché un cartel iluminado: Emergencias. Sin más, me introdujo en una sala helada y penumbrosa del Hospital de Clínicas.

   La enfermera dudó de los argumentos esgrimidos por el policía.

   _ En este momento no tenemos anestesia…

   _ No se preocupe, el muchacho es fuerte…

   Bastó que mostrara la placa plateada  e hiciera el elogio básico a las trabajadoras de la salud para desarmar la reticencia de la estúpida mujer que aceptó a regañadientes hacer la atención primaria, encarar la limpieza inmediata de la sangrante herida del hombro, aplicar la vacuna antitetánica y un cóctel  de antibióticos.

 _ Proyectil con orificio de salida, sentenció el poli a primera vista.

   Ella continúo la misma operación en la boca y volvió a verter un líquido rojo de olor nauseabundo en las partes dañadas.

   La mujer me miraba con indisimulable  desagrado mientras colocaba los apósitos y las vendas. Me revisó el estado de las muñecas y regó con una solución transparente. Por primera vez enfrentó la mirada del policía.

   _ Para dejarlos así ¿Por qué no los matan?

   _ Ya tenemos demasiados muertos en este país.

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   El Departamento de Policía estaba a pocas cuadras y el tipo volvió a confundirme mientras estacionaba el Renault 12 en 18 y Ejido. No sabía como, pero en el hospital persuadió a la enfermera hasta que consiguió una muda de ropa limpia, más o menos de mi talle. Pantalón y camisa beige, de trabajo.

   _ Te voy a quitar las esposas, dijo, te haces el vivo y te parto en dos.

   _ Tranquilo…, alcancé a balbucear.

   Bajamos media cuadra hacia Colonia y entramos a un bar. No había reloj y no tenía idea de la hora, afuera era noche cerrada tanto como las  tinieblas cuando caí desmayado en el hospital.  El lugar estaba casi vacío y nadie nos prestó demasiada atención, salvo el mozo que al cabo de un rato se dignó atendernos.

   El poli pidió dos café con leche y bizcochos de grasa. Me observó un par de veces y al fin habló para sorprenderme una vez más desde que irrumpió en la comisaría.

   _ Es hora de que hablemos Giuliano, dijo calmosamente.

   El nombre sonó extraño a mis oídos, el nombre que eligieron Celina y el hijo de puta de mi padre, el nombre como me llamaba dulcemente Amparo en la casa de Palmar. Estaba fichado, que duda cabía, pero era muy raro el asunto porque durante todos estos años había usado documentos robados a otros tipos, tanto que creí falsificar mi identidad. ¿Quién es este tipo que conocía mi verdadero nombre?

   Sorbí del borde de la taza y me dolió todo el cuerpo mientras mis pensamientos rebotaban contra una pared invisible mortificándome con eléctricos temblores no menos dolorosos.

   _ ¿Sorprendido?

   Sorbí del borde de la taza atento a dos cosas, una encontrar la posibilidad de escapar, mis piernas se restablecían de las magulladuras y la puerta estaba a cuatro pasos de mi silla; otra, no sabía porque, pero mi nombre en boca del sucio policía me dolía. Todo mi cuerpo dolía.

   “Un ladrón de poca monta asesinó a otro policía” habría titulado la prensa sensacionalista, para a continuación dar cuerpo a un texto reiterado, típico de las novelas policiales, y genérico sobre la violencia desatada en el país de las cuchillas. 

   _ A veces la suerte acompaña, dijo enigmático, ¿Giuliano… o tengo que llamarte Bahiano?

   No importa, no estoy aquí para perder tiempo hablando de la pandilla de Aidemar.

   Midió el efecto de sus palabras mientras bebía de la taza.

   _ ¿Te enteraste que en un tiroteo con la Metropolitana lo mataron a López, el “tenaza” López? De eso hace un par de años… demasiado joven para morir.  

   Se produjo otro intervalo silencioso apenas interrumpido por la máquina de café.

   _ ¿Y que el botija Richar está desaparecido? Y nadie sabe nada… como que se lo tragó la tierra.

   Creo que me castañearon los dientes por un segundo y se lo atribuí en voz baja a la leche caliente. El tipo distraído, o haciéndose el boludo, miraba al vendedor de la esquina que acomodaba los diarios, mientras la noche palidecía un par de tipos pasaron apurados en dirección a la 18 de Julio.

   _ No sabía nada… pasó tanto tiempo, dije sabiéndome descubierto.

   ¿Qué se traía entre manos este tipo que miraba por la vidriera como iba despertando Ejido? Las preguntas no tenían la impronta de un interrogatorio y eso me tranquilizó aunque no estaba dispuesto a bajar la guardia. Desvié la mirada hacia la puerta y la posé en las piernas de la mujer que se sentó dos mesas más allá acompañada por un tipo calvo y viejo. Los personajes de la noche iniciaban el retiro a sus guaridas. ¿En qué negocio andarían? me interrogué por pura curiosidad.

   _ Lo que para Terciario, fueron los asuntos de su época, para mí se convirtieron en un acertijo... 

   Lo miré sin entender. No sabía de qué hablaba, no me sonaba Terciario ni tampoco me interesaba. La punzada en el hombro titilaba como la luz amarilla del semáforo, di fin al contenido de la taza pero desistí de morder el bizcocho, sentía en la boca un hormigueo dulzón y doloroso.

   _ Giuliano, te convertiste en un hombre hecho y derecho… o torcido según se mire, no soy Dios ni juez para determinarlo, pero  llegó la hora de contarte algo que te concierne… dijo con cierto tono de camaradería.

   Lo miré desconfiado. ¿A dónde quería llegar el vigilante que a esta altura ya estaba fastidiando la paciencia?

   La mujer cruzó las piernas, me miró descaradamente y le sonrió al viejo.

   _ Hay verdades que duelen… tomalo como quieras, sus ojos se convirtieron en dos piedras pulidas como las que arrastran las mareas, el doctor y la mujer que te criaron en la calle Palmar no son tus padres.

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