Detrás de la agresión a maestras, Marcelo Marchese/ RFU

Marcelo Marchese
La explicación más obvia, y la más inútil, acerca de las reiteradas agresiones a las maestras, es que nuestra sociedad se ha tornado excesivamente violenta; sin embargo, aunque esto sea rigurosamente cierto no alcanza para explicar el fenómeno, pues lo llamativo es que la violencia se lleve a cabo, reiteradamente, en un lugar donde antaño no sucedía. Evidentemente, hemos traspasado cierto umbral y ya no alcanza con decir: "Nuestra sociedad se torna cada vez más violenta", pues falta averiguar por qué esto se expresa de forma llamativa también en las escuelas.
Acaso un primer indicador a tener en cuenta para desentrañar este fenómeno sea la reacción del gremio de maestros, que ha decretado ante cada agresión un automático paro de actividades. Esto nos lleva a dos interrogantes. Primero ¿qué poder limitante tendría un paro con las agresiones que lo disparan? Quienes defienden el paro argumentan que la medida sirve para que la sociedad tome consciencia de la violencia que nos aqueja. Este argumento es desde todo punto de vista inaceptable, pues la sociedad es sumamente consciente de la violencia que nos aqueja. Ante esta objeción considerablemente razonable, el gremio contestará a coro: “Pero algo debemos hacer", actuando de manera similar a aquel que ante cada infortunio le daba una patada al gato. Pegarle al gato o decretar un paro no servirá de mucho, más bien todo lo contrario: pegarle al gato o decretar un paro es ya una medida violenta. Aunque el gremio de maestros de las escuelas privadas se solidarice, no adhiere al paro y como siempre, lo que se ha logrado es quitar un día de clases deteriorando más el nivel de nuestra enseñanza pública. Una cantidad de madres que cumplen la función de madre y padre a la vez, ese día, en vez de ir a trabajar, se quedaron con sus hijos ya que no podían enviarlos a la escuela que estaba de paro para que ellas reflexionaran sobre la violencia creciente de la sociedad. No sé qué habrán reflexionado esas madres, pero no dudo que deben haber sentido una violencia creciendo en sus interior ante las maestras que deciden un paro para que ellas piensen en la violencia creciente cuando en realidad deben ir a procurar billetes para poner algo en la mesa. En lugar de pretender que la sociedad tome consciencia de un problema sobre el cual ha tomado consciencia hace tiempo pero sin encontrarle una solución, el gremio hubiera podido plantearnos el problema de la novedosa violencia en las escuelas, cosa que no hizo y aquí vamos de lleno a la segunda de nuestras interrogantes. ¿Ante estos hechos inusuales, los maestros no se preguntan si la gente no estará respondiendo violentamente a otra violencia? Algo sucede en las escuelas para que la gente actúe así. Sin embargo es más sencillo tirar la pelota a la otra cancha: "¡Es un problema de la sociedad!" Esta serie de agresiones deberían generar algún tipo de autocrítica o como mínimo de análisis del por qué del fenómeno. Que se tire la pelota a la otra cancha también es una medida violenta que testimonia la ceguera violenta de un grupo social que no hace autocríticas ni permite críticas de ningún tenor a su labor.
Cuando estudiábamos en el IPA a principios de los 90, en una clase de Didáctica donde comentábamos el maltrato que observábamos por parte de unos cuantos docentes hacia sus alumnos, la profesora de Didáctica, en un raro gesto de sinceridad en aquel ámbito, nos contaba que unos estudiantes habían reaccionado empujando a una profesora por las escaleras. La profesora de Didáctica vaticinó lo que inevitablemente sucederá: "va a terminar pasando algo grave". No se necesitaba ser muy lúcido para hacer tal pronóstico: alcanzaba con tener un mínimo de sensibilidad.
Evidencias de la violencia que sufre el estudiante a cargo de un sistema inhumano las encontramos por doquier sin necesidad de leer Pedagogía del oprimido de Paulo Freire, La escuela capitalista en Francia de Baudelot y Establet o ¡Escucha, Hombrecito! de Wilhelm Reich. Tampoco es necesario leer el poema de William Blake El escolar ni el de Jacques Prévert El mal estudiante, ni ver el film Cero en conducta de Jean Vigó o The Wall, ni menos aún es necesario leer cualquier autobiografía de cualquier genio que haya dado la humanidad, donde siempre e invariablemente encontraremos negras páginas escritas por el sufrimiento y la humillación, describiéndose aquel sistema de hostigamiento y castración. Alcanza con recordar nuestro pasado, aunque aquí nos topamos con un escollo muy serio: tendemos a olvidar los deseos y temores de nuestra infancia pues en rigor asesinamos al niño que tenemos dentro como mejor forma de llevar una vida vegetal. El problema, y he aquí parte sustancial de la explicación del fenómeno, es que vivimos un período de cambios en nuestra forma de concebir el mundo sólo equiparable al cambio que en su momento significó el Renacimiento. Ante esta nueva forma de entender y pensar el mundo por parte de nuestros jóvenes, les oponemos la misma estructura pedagógica de siempre. Es inevitable que en estas circunstancias, la fricción entre aquello que viene volando y esto otro que en el mejor de los casos se arrastra, genere chispas que provocarán inevitablemente un incendio.
Enfrentados a este lúgubre paisaje que estamos esbozando se levantarán unos cuantos objetores diciendo que vivieron maravillas en la escuela y a grito pelado afirmarán que tienen un agradecimiento eterno a una maestra o profesor en particular. Nosotros también, y no olvidamos a esos profesores, pero los recordamos por su rareza, por ser diferentes a los otros. Esos profesores y maestros que todos recordamos son la prueba palmaria de la realidad que estamos enunciando.
Cuando era profesor participaba en reuniones evaluatorias de los estudiantes. Se nombraba al alumno Fulano, el plantel docente expresaba su opinión sobre Fulano y le aplicaba un juicio colectivo y luego venía Mengano, Perengano y todos los demás. Bastaba que llegara el turno del estudiante crítico, ese que pensaba y se animaba a expresar en voz alta su pensamiento (en cualquier grupo humano siempre aparece alguien así, inclusive en un liceo), para que la inmensa mayoría de los profesores descargara toda su furia e impotencia sobre el apóstata. Afortunadamente en cada reunión evaluadora había uno o dos profesores que no adherían a este coro violento (en cualquier grupo humano siempre aparece alguien así, inclusive en un liceo). Cuando interrogaba a mis compañeros de estudio del IPA, me confesaban que en sus liceos pasaba exactamente lo mismo y por lejos esa era la instancia más repugnante de nuestra profesión. Para colmo descubríamos que si hacíamos una defensa del estudiante crítico nuestros colegas se exacerbaban más aún y nuestra defensa terminaba siendo perjudicial, como si agregáramos leña al fuego. Lo más prudente para defender a aquel pobre muchacho, si uno lograba guardar silencio ante las barbaridades que escuchaba, era no defenderlo.
En mis años como docente conocí algunos profesores y sobre todo directores e inspectores (1) que por su forma de proceder no consideraría inverosímil que alguien, perdiendo los estribos, le hubiese aplicado una muy pedagógica bofetada. Nadie dice que las maestras o directoras agredidas recientemente entren o no en esta categoría. Sólo digo que la metodología docente en general se hace acreedora de estas raras violencias y alguien, sin tener por qué ser necesariamente el particular responsable, termina pagando el pato. El padre que actúa violentamente, por más condenable que sea su conducta, se convierte en espejo de la violencia institucional. Lo más llamativo del caso es que estas cosas suceden en lugares que deberían merecer nuestro respeto y cariño, pero tenemos ciertas razones para sospechar que el ex alumno que prendió fuego su escuela en Flor de Maroñas, entre la cantidad de sentimientos que abrigara hacia el centro del saber, el cariño no sea el preponderante.
No es necesaria ninguna prueba Pisa para que entre nosotros y en secreto admitamos que en las escuelas y liceos no se aprende más que a leer (medianamente, basta con pedirle a un estudiante que lo haga en voz alta), escribir (sin comentarios), sumar, restar y multiplicar (la gente tiende a olvidarse de qué manera se hacía una división), cantar el himno y hacer viboritas con plasticina. El rol de las escuelas, según José Pedro Varela, era formar ciudadanos, pero no queda claro qué ciudadanos formamos si reprimimos cualquier análisis crítico de los futuros ciudadanos. No se evalúa al estudiante por la capacidad de llevar a cabo sus razonamientos, se lo evalúa por la capacidad de repetir los razonamientos que le embute el profesor, y esto se aplica tanto en matemáticas, historia o literatura, y en música, en vez de hacerlos cantar o ejecutar un instrumento, se les habla de música. Un compañero del IPA, en su clase final a modo de examen de la materia Didáctica de la Música, en la que hizo precisamente música con sus estudiantes percutiendo en los bancos: ¡¡¡Reprobó el examen!!!
No sólo no se estimula la sagrada curiosidad del estudiante, no sólo no se le permite expresarse, se lo aburre hasta el hartazgo en clases infinitamente tediosas llevadas a cabo por profesores que a veces dictan los ochenta minutos de corrido. No voy a seguir contando lo que viví como estudiante, como profesor y luego como padre. El lector bien que lo sabe y si ya lo olvidó, vaya y pregúntele a los estudiantes a ver qué piensan de la educación que reciben. No digo que su opinión sea la única válida, pero LO ASOMBROSO es que nunca se les pregunte. No digo que el gobierno lo haga, no soy tan iluso como para pedirle eso al gobierno actual, anterior o posterior, mas los docentes podrían hacerlo y sin embargo no lo harán, pues no les conviene. No quieren oír esas respuestas que los obligarían a dejar de tirar la pelota a cancha ajena y a pensar valientemente en el rol que realmente están desarrollando, que nada tiene que ver con el rol que soñaron desarrollar. El docente no crea ciudadanos, domestica trabajadores y consumidores para una sociedad acrítica y enferma hasta la médula. Eso es lo que logra el Sistema, independientemente de la voluntad de cada profesor en particular.
La arqueología ha logrado determinar los inicios de la domesticación del caballo. Un animal encerrado tiende a manifestar su nerviosismo mordiendo la madera del establo, y esa constante tarea deja marcas en los dientes por las cuales, algunos miles de años más tarde, los arqueólogos dirán: "Aquí hubo animales encerrados". El día que los futuros historiadores se encuentren con la información de la escuela quemada en Flor de Marañas, entre otras escuelas quemadas en Latinoamérica, y se enteren de las constantes agresiones a maestras y directoras, seguramente se preguntarán qué estaba sucediendo. La explicación que le darán a este fenómeno dependerá del tipo de futuro al que hayamos arribado. Ojala que sea un futuro en el cual el arqueólogo que se encuentre frente a un pedazo de madera, sienta pena por el estudiante que inclinado sobre el pupitre descargaba su fastidio e impotencia con la punta del compás.
(1) Es asombrosa la capacidad que tiene el sistema, que actúa como un organismo vivo, para seleccionar las personas “idóneas” para los cargos más elevados de la pirámide educativa. Aquí confluyen varios factores: los puntos que suman la mera antigüedad; el carácter insoportable de un sistema que genera la renuncia de varios de los profesores más audaces e innovadores; la transformación, o erosión, que genera en el correr de los años el sistema sobre el educador, que ante el desgaste, y ante la ausencia de una metodología alternativa, termina incorporando el conductismo; y la forma de evaluar, por la cual los inspectores asignan mejores puntajes a los profesores que son iguales a ellos, asegurándose de esta manera la reproducción a lo largo del tiempo de autoridades iguales a sí mismas.

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