El Crimen de la Plaza Zitarrosa / 2

 La perra estaba mal. Los años pudieron más que la vitalidad del cuerpo embellecido corriendo por la playa, a dentelladas con la espuma marrón del oleaje, enfrentando a otros perros cuando yo apenas correteaba por el Parque de los Aliados, acurrucada a mis pies en invierno, lamiendo mi cara al despertar en la casa de Palmar. Esa era mi perra: “Chocolate”.

   _ Llegó la hora, dijo mi padre de modo enigmático, mientras fue al consultorio por el maletín. Celina subió al dormitorio y ese día no bajo a cenar.

   _ Si no querés no mires, indicó mientras le ataba una goma a la pata para después afeitarle el pelo con una yilé y clavarle la pequeña aguja. La mortífera dosis actuó en un instante y no mucho más la última mirada de “Chocolate”.

   Yo miré y lloré sin derramar una lágrima con la ambigua sensación que depara el amor y la traición. Por primera vez, a los seis, conocí el sabor indefinido acompañante de la muerte.

   _ Sos un flojo como tu madre, recriminó el hijo de puta.

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   Los primeros días fueron de reconocimiento, el agua escaseaba y me pareció lo más conveniente bajar por el cauce del arroyo seco. Por dos razones simples, una me conduciría tarde o temprano a otro arroyo mayor o un río; otra porque era una vía útil para escapar si fuese necesario, de los polis o de los incendios. Los muchachos de Don Paco no se arriesgarían en estos lugares, lo de ellos son los autos importados y gastar el dinero en la ruleta, con whisky importado y buena compañía.

   Había agotado mis pocas reservas de alimentos, un paquete de galletitas y cuatro latas de paté. Medio paquete de yerba que me había regalado la vieja Herminia era todo lo que disponía para hacer mate cocido. Ella, con una lata a falta de caldera me aconsejó que me hiciese de una.

   _ Llegado el caso, son de mucha utilidad, m´hijo.

   Del mundo civilizado, guardado en el morral tenía el revólver y un teléfono enmudecido. De las horas compartidas con la miserable mujer, resultaron esas pequeñas muestras de calidez humana que no fue capaz de brindar Celina.

   _ Decirme m´hijo justo a mí… le dijo el muchacho a un hornero empecinado en formar una bolita de barro.

   Los años, la soledad o vaya a saber que, habían dispuesto a la mujer a favor mío una vez sobrepuesta de la mezcla de curiosidad y desconfianza inicial. Encuentro imprevisto, del que ella había tomado sus precauciones empuñando un puñal disimulado entre el harapiento ropaje. Cuando descubrí el ardid estuve a punto de hacérselo pagar…  Me fastidió, eso fue todo y yo que estaba muy cansado lo único que pretendía era refrescarme en el arroyo y sentarme a la sombra del montecito.

   Después, ella inició la conversación, mal, porque comenzó a preguntar sobre esto y aquello sin obtener demasiado de mi parte. 

   Creyendo tener derecho a meterse en la vida de los demás, típico de los viejos o los polis. En estos casos respondo con el silencio, pero con la vieja cambiamos algunas palabras para espantar los sonidos, para mí, desconocidos de la campaña. El paraje donde habíamos acampado era dominio de un cuarto de una gran estancia patricia.

   _ “Cuatro Ombúes” dijo la vieja, temblorosa y con un hilo de voz.

   No se lo dije, pero había recordado cuando Celina contó que en estas cuchillas ella se había criado ni bien la abuela la parió en el hospital de Melo y no habían transcurrido tres días cuando se la llevó a los cerros. Una estancia escondida entre pedregales y blanqueada por el vellón de las ovejas, o las heladas de julio, incapaz de generar otra cosa que no fuese gente tan gregaria como huraña.

   El muchacho pareció descubrir algo, un atisbo de no sabía qué, pero recién caía en cuenta de que eran los raídos recuerdos de las conversaciones que  mantuvieron una madre distante y su único hijo. Ella le había contado de modo breve y dispar algunos pasajes de la niñez en la cuchilla, como escamoteado los detalles de su propia infancia en la casa de Palmar. Más información obtuvo por aquellos años en las salidas al parque acompañado de Amparo, la sirvienta. 

   Eso recordaba él, pero no pudo entender su escondido significado si lo había, un asunto que de tanto en tanto lo sumía en pesadumbre.

   Celina era una joven resentida y ni bien conoció al hijo de puta de mi padre,  estudiante de medicina por ese entonces, se marcharon a Montevideo sin miras de retorno.   

   En sus desvaríos la vieja algo había dicho sobre estos lugares.

   _ Estas cuchillas están malditas, m´hijo. Y eso que ve allá no es accidente ni casualidad… es el fuego exterminador a tanta infamia humana.

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    _ ¡Qué difícil es trasmitir en palabras sensaciones fuertes, viscerales, intransferibles como al conducir un “Camaro” SS!

   Despierta a su paso miradas de admiración o muecas de envidia.

   La primera sensación es la de estar en un nivel superior, por encima de los mortales comunes con un cosquilleo en el pecho que a poco se va convirtiendo en sentimiento de superioridad. Al principio yo no lo veía de ese modo. Pero, había de los tipos con actitudes amistosas o en extremo genuflexa que magnificaban la situación de su dueño, sino, ser el blanco de mujeres cazadoras de los afortunados que manejamos un vehículo de alta performance.

   Las muchachas sucumbían a primera vista frente a las líneas del “Camaro” SS, pero  inmediatamente se reponían desplegando el ataque con todas las artimañas de la seducción y el pillaje. En este sentido, las de cuarenta eran admirables y de temer.

   Había ganado la calle a los doce, prácticamente inculto, pero ahora con sobrada experiencia formaba parte de un negocio lucrativo y sin mayores riesgos que un vendedor de perfumes. Se consideraba un hombre maduro, había conocido gente de toda laya y felicitó cuando tomó la decisión de ir al liceo de viejo. Tenía diez y ocho años cuando se inscribió en la nocturna, le sobraba fuerza de voluntad y disposición a los juegos y entretenimientos de las máquinas, para en poco tiempo de entrenamiento poder navegar por los infinitos espejismos de la Internet y la magia automática de Google.

   A sus años, se consideraba poco menos que  un viejo al observar a los gurises, de cuatro o cinco años con una “laptop” a mano, sin por eso alejar las serias dudas de si realmente adquirirían habilidades para trabajar, encarar un negocio fructífero o planificar el robo de un banco. ¿De qué iban a vivir esos botijas en unos pocos años más?

   La segunda sensación es la del poder, caviló apretando el imaginario volante con ambas manos mientras una sutil vibración trepa por todo el cuerpo, embriaga y excita cuando se es capaz de percibir la frenética y calculada performance de los fierros de la “Camaro”, con un motor V8 de 6,2 litros, con inyección SFI.

   _ ¡Y manejarlo en las rutas! Qué gozo cuando la velocidad devora kilómetros y los paisajes se esfuman ante nuestra mirada concentrada en la línea del horizonte, donde la lejanía no existe para las máquinas con la perfección de la caja mecánica que brinda la friolera de 426 caballos de fuerza.

   Indudablemente, asoma la tercera sensación: ser Dios.

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   El muchacho encendió un Marlboro, el vidrio se deslizó suavemente y el aire entró como un huracán caliente y depredador. Aminoró la velocidad, los cambios  ensamblaban con perfecta sincronía y redujo a 220; a 190, para estabilizarse a una marcha moderada de 160 kilómetros por hora.

   La “Camaro” surcaba el nocturno paisaje como si nada y bastaron menos de tres horas para llegar a Paysandú y pasar el primer control de aduana al cruzar el puente fronterizo con la provincia de Entre Ríos 

   Sin problemas a la vista, evaluó en silencio.

   El funcionario observó la documentación para luego dirigirse a una pequeña oficina donde otro funcionario miraba la televisión. El reloj de pared marcaba las dos, mientras un grupo de pasajeros de la Copay presentaban sus bolsos y bultos para ser revisados.

   _ Puede continuar, dijo el hombre con mirada cínica al entregarme la documentación.

   _Gracias, respondí con la seguridad que da saber que estaba todo arreglado.

   Aunque, bien recuerda cuando en una ocasión surgió inesperadamente algo de confusión y nerviosismo por la intervención de un funcionario novato que cambió la rutina convenida, complicando las cosas simples por unos pesos adicionales.

   Al fin de cuentas me costó dos horas de espera, mientras hurgaban el interior del vehículo, una joya de colección, un BMW Serie 3 Coupé, a la vez que husmeaban el perro drogadicto en derredor y un tipo con overoll de mecánico abajo del automóvil, munido de una linterna y un espejo. 

   Una pérdida de tiempo por culpa de un infeliz. Es un hecho, las fronteras generan gentes amargadas, insociables, con la excepción de los bagalleros que son capaces de cruzar con buen humor las cuchillas en bicicleta, con la carga y la esperanza, remontando repechos para eludir a los tipos de la aduana.

   _ ¡Vaya personajes! Confiscar en nombre de la ley unos paquetes de yerba brasilera o una caja de pilas para la radio a unos pobres desgraciados. ¿Qué tendrán en la cabeza sus jefes? ¿O será por obra y arte de miserables de segunda línea, escudados en el rencor del aislamiento geográfico o en la autoridad  que emana de ser funcionario de fronteras?

   Crucé el puente sobre el río Uruguay y enfilé por la ruta N. 14. Indique el destino al G.P.S. y me deje llevar.

   La pampa entrerriana y los sembradíos de soja quedaban atrás a medida que avanzaba al norte, los campos inundados de la provincia de Corrientes dejaban ver las plantaciones de arroz y la presencia majestuosa de los caranchos en los alambrados y banquinas.

   El Norte, la puerta de entrada a otros mundos. Me sorprendió la primera vez y desde entonces cada viaje que emprendo a Asunción depara alguna agradable sorpresa.

   Tomando por la Ruta 105 continuaría hasta el puente que une Posadas con Encarnación, cruzarlo tardaría lo que lleva fumar un cigarrillo. Con los inspectores estaba todo bien. Después, en territorio guaraní enfilaría por la Ruta 8 hasta Villarrica y más allá, a Asunción.

   Las grandes plantaciones dejaban lugar a la agricultura familiar, y a poco el manto selvático bajaba de las sierras topando con el follaje los bordes mismos de la ruta. El calor intenso y vertical asolaba el paisaje, a las bestias y a los hombres que caminaban a la vera. Las plantaciones de yerba, mandioca y tabaco disputaban palmo a palmo el terreno al monte, en tanto, la ruta a cada curva despertaba misterios en la fronda y escollos imprevistos que la “Camaro” sorteaba con precisión milimétrica.

   Aunque en el interior del vehículo los tubos de aire borbotaban correntadas a 18 grados y tal artificio de la técnica generaba bienestar, la polvareda hirviente y el aire húmedo allá afuera impregnaba todo con  la insana pesadez de los trópicos.

   _ ¡Vaya lugares para recorrer a caballo!, exclamó el muchacho rememorando las cabalgatas del general Artigas y sus lanceros, cuando la derrota estaba consumada y la voz del jefe resonaba como el eco de las arengas épicas mutadas en medio del exilio selvático. Sin palabras ni crédito, condenado a empezar de nuevo, rancho y sementera en la medianía de la existencia. El hombre ganaría en buena hora una mujer fiel, Clara Gómez, que le daría un hijo paraguayo y el laurel  seduciéndolo a cambiar las montoneras por la mansera.

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   El aire teñía de trópico el lugar.  La mujer me miraba, separados por dos jarras de cervezas heladas y ajenos a todo en un bar intimista. Silencio que se extendía por las habitaciones de alquiler, por la bodega soterrada y los balcones de esa vieja casona del siglo diecinueve. Asediada en el corazón de la nueva Asunción por las zonas francas y las torres de las empresas globales, arquitectura soberbia como el Edificio Babel.

   La calle Ayolas, con reminiscencia de adelantados extraviados en la selva o rendidos en los brazos de una mujer guaraní… cuando cayeron en cuenta que “El Dorado” era una quimera como no fuese el edénico lugar.

   El joven volvió a situarse en la silla del bar del que no se había movido.

   La mujer sonreía, quizá satisfecha por los esporádicos encuentros con el muchacho, fiel a la visión de un mundo donde los hombres tenían carácter ocasional, el sexo sin ataduras y el adiós a flor de labios.

   Finalizada la entrega del vehículo, esta vez, en los alrededores del Regimiento de Infantería Nº 14 conversaban en una mesita al resguardo de las miradas indiscretas.  

   Negocios que Fabiana ignoraba, mucho sospechaba y menos averiguaba. Esto daba una dosis extra de inmediatez al deseo del reencuentro, semana a semana, que se prolongaba en tiempo y gozo sin límites, cuando los cuerpos traspirados eran apenas los contornos imaginados del erotismo y las palabras húmedas invadían la pieza del viejo hotel aledaño a la Plaza Uruguaya.

   Como las bahías amparan a los navegantes poniéndolos a salvo de ventiscas y marejadas,  el barcito y la habitación “3” se convertían en el lugar seguro para la estadía, un día a lo sumo dos, mientras el muchacho reservaba el vuelo a Buenos Aires o Porto Alegre, según cuadre. Movimientos calculados, casi lúdicos, como para disfrutar plenamente cada hora compartida en una ciudad de techos rojos y reminiscencias coloniales, extendida sobre una margen del río Paraguay. 

   Río transformado sin eufemismo en una vía mercantil, surcado por convoyes de barcazas y remolcadores, violentado por dragas, choques navieros e incendios. Viejo río  denominado con un grotesco tecnicismo posmoderno: “Hidrovía Paraguay-Paraná”.

   Ocio y sensual amorío, envidiable, que adquiría una dimensión inalcanzable para los hijos sumisos a las rutinas por tiempo fijo, o peor, aterradora, en la mente febril de los expertos a “full time” en comercio exterior. Exportaciones, importaciones y expertos en palabrejas para simular “El Dorado” contemporáneo.

   Lo mío es distinto, pensaba, ser parte de un mecanismo preciso que aprovecha un nicho del mercado proveyendo automóviles de alta gama a pedido del cliente. Capturando la mercadería, unas en Montevideo otras en Buenos Aires, adecuándola para el traslado, léase cambio de patente y documentación melliza, en una marcha contra reloj a efecto de minimizar los riesgos imprevistos. El modo de pago era desconocido para mí. La cobertura personal: la agenda electrónica y una tarjeta.



Martín García Reus

Gerente de Ventas

Sphere-Green&Asoc.

Laboratorio agro-industrial.



   _ En la red siempre hay un hilo roto por donde algo escapa a nuestro control, había dicho Don Paco, a modo de bienvenida y velada amenaza a la hora de emprender mi primer viaje de negocios.

   Un viaje semanal, dos conductores sin armas, tres ciudades involucradas y cuatro apropiadores de vehículos en cinco barrios montevideanos. Esa era la parte operativa de la red, la otra era para mí invisible aunque involucrase a personas con una cuota de poder importante con oficinas de Sphere-Green&Asoc. en Puerto Madero y el World Trade Center en Puerto del Buceo.

   _ Es más seguro no saber, sugirió Don Paco, a una pregunta idiota de mi parte a pesar de mis veintidós años cumplidos.

   Martín García Reus volvió a reconocer los bordes pulidos de la silla, el bar a media luz y a la mujer detrás de la jarra de cerveza.

   Fabiana poseía una hermosa y sonriente máscara que disimulaba las facetas tumultuosas a la hora de amar. Ella podía hacer una cita a mediodía como desaparecer una semana la noche de la víspera.

   _ La mujer asunceña es el fruto de lo imprevisible como todo hoy día, dijo perdiendo la mirada entre los transeúntes.

   _ Tanto como los negocios globales, dije por decir.

   _ O el contrabando institucionalizado, afirmó clavándome la mirada con una dosis de realismo social acorde a los trópicos.

   _ Son resquicios, oportunidades, divagué.

   Fabiana tenía fundadas sospechas sobre mis actividades, un vehículo costosísimo cada semana no encajaba con un gerente de ventas, ni el discurso esgrimido en torno a las propiedades de los herbicidas, mucho menos las argumentaciones en defensa de la agricultura extensiva y las patentes de las semillas.

   La maestra sonrió maliciosamente, no la engañaban la fachada de los lujosos edificios, los automóviles japoneses, ni los cabrones luciendo corbatas Angelo Lista concentrados en la pantalla captando inversiones para el mundo-soja.

   _ Pendejos…

   La observé con curiosidad como un alma gemela que evadía con facilidad los contornos de la realidad pero sin lograr romper con las ataduras de sus especulaciones profesionales.

   _ ¿De modernidad hablas?

   _ No tiene importancia Fabi, le das mucho valor a las palabras.

   _ No seas pendejo, dijo sonriéndome.

   El trato de pendejo se lo podía tolerar a esta mujer, no a cualquier mujer; a los doce lo había sorprendido Rosalía con parecido calificativo y ahora  Fabiana. A una niña y a una mujer madura dueñas de recursos capaces de enloquecer a un tipo tan sólo con una mirada. Recurso mágico y sutil suficiente para torcer el destino a más de un pobre incauto.

   _ Tenemos tiempo, tu dirás porqué soy un pendejo, dije ofuscado.

   _ Soy tu maestra particular, dijo provocadora.

   _ ¿Y?

   _ No me engañas ro jayhü, los negocios modernos  implica como ocurrió en todos los tiempos un gran amasijo de sangre y mierda.

   _ Dos cervezas, pidió el muchacho a la moza, dispuesto a escuchar como ya había ocurrido en otras ocasiones cuando Fabiana se dejaba llevar por el amargor revisionista de la bebida.

   _ La modernidad desdeña el pasado tanto como condena a la desnudez a toda persona que pierde en una mudanza sus discos favoritos o quema en un acto irreflexivo el álbum de fotos familiares.

   Martín se sintió contradictoriamente incómodo. Gozaba con esa  cuarentona dueña de una personalidad definida y apetito sexual devorador, pero ahora la conversación se le antojaba molesta, sinuosa como el río aledaño y por sobre todo, perturbadora.

   Mientras la mujer ligaba la Guerra del Chaco con la Revolución Febrerista y la devoción popular por la virgen de Caa-cupé, él reconsideró en silencio con inquietud inesperada su propio pasado a propósito de las fotografías familiares. Un asunto lejano, olvidado y anecdótico  pero que se le antojaba portador de un dato valioso, de alguna clave desconocida y por ahora inasible. ¿Porqué en su mente asomaba una duda de naturaleza imprecisa que ha poco se diluía como las nubes en el límpido cielo?

   _ Tanto en 1947 y 1962 los intentos revolucionarios no cobraron la entidad que da con el triunfo la toma del gobierno, y debieron transcurrir muchos años de esperanza y espera para dar por aceptada la derrota...

   La mujer dio cuenta de la cerveza.

   _ Para entonces el coronel Morinigo primero y Stroessner después darían al régimen paraguayo el sesgo militarista pendular a los vaivenes de las dictaduras de Brasil y Argentina.

   Martín naufragaba entre los acontecimientos históricos desconocidos que despertaban  vagos pensamientos como un cosmonauta a la deriva. Bebió el último resto de cerveza. De sus años de estudiante recordaba vagamente la Guerra de la Triple Alianza, pero fue inútil hurgar en la memoria otro hecho destacable en Paraguay como no fuese el asilo de Artigas en la chacra de Curuguaty.

   En esos simples términos se lo dijo a Fabiana.

   _ Típico de la educación liberal, refunfuño la maestra, dos o tres hechos aislados, dos o tres prohombres destacables, nunca una mujer, dos o tres fechas vacías componen el cuerpo de nuestra historia republicana. Llamó a la moza y pidió más cervezas. Cuerpo desnudo, con pocas señas particulares, desalmado y seccionado racionalmente como un cadáver en la morgue. Esa es la historia inventada por los liberales de mi país y del tuyo. 

   _ Terminemos la cerveza y vamos a cualquier parte, dijo el muchacho, la historia me aburre.

   _ Vamos a la cama ro jayhü tereí, dijo ella, a mi me da ganas de coger.

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