El Crimen de la Plaza Zitarrosa 3

Un apetito voraz destrozaba mis entrañas después de soportar siete días de lluvia torrencial que me redujeron a un recolector alimentado con larvas de insectos y miel de avispas robada de un camoatí derribado por el viento. Tres días repetí la ingesta y cuatro fui sacudido por la diarrea más vergonzosa que pueda inferir la dignidad de un humano. Amén de llevar puesto calzoncillo y championes por toda indumentaria civilizada había guardado la muda de ropa seca en la mochila, junto al Smith&Wessson y la bolsa con el dinero.
   Al naciente, la forestación despedía vapores humeantes sobre el cielo encapotado, mientras estallaban en chispas rojizas los restos acumulados del incendio que se realimentaba subterráneamente en un duelo sin concesiones, homérico, entre los elementos naturales y los cansados dioses que los manipulaban.
   Al caer las primeras gotas opté por abandonar la protección de la cañada, a poco devenida en caudaloso arroyo, para trepar a un refugio más alto que había construido oportunamente como modo de disuadir a los mosquitos y otras alimañas. Dos serpientes recién cuereadas y evisceradas colgaban al reparo del techado de ramas  y era mi única reserva de carne fresca.
   Parecía una maldición, pero no tenía una pizca de sal y de solo pensarlo me hace agua en la boca. No podía charquear como me había enseñado la vieja Herminia ni tampoco sazonar los caldos de caracoles y hongos. Recordé la película “Lost” y sopesé que si en el papel de ejecutivo nabo Tom Hanks pudo sobrevivir en una isla desierta, yo no sucumbiría sin pelearle a la forestación. No necesitaba de un fetiche con quien conversar pero me resultaba muy duro, exasperante, para un tipo como yo acostum-brado a seducir mujeres a pura simpatía y conversación, quedar reducido a un oidor obsesivo de los invisibles habitantes del monte, escudriñando el caos circundante o el eco indistinguible en el laberinto de mi mente.
   Por lo pronto debía encender un fuego, la pinocha y cortezas chorreaban agua como mi barba por lo que debí tomar una decisión radical si pretendía producir el calor reparador. No tuve dudas. Del fajo de billetes separé los pesos uruguayos y opté por encender la llama inicial quemando los dólares, mientras cavilaba sobre el valor real del papel moneda en ese lugar aislado del mundo. La creciente fogata me reconfortó y me di a preparar un té de “herba silveira”, regalo de la vieja del camino.
   Más tarde, buscó una piedra alisada para acomodar su flaco cuerpo y dormir bajo los escurridizos rayos del sol. Se quitó los championes y el calzoncillo que puso a secar, mientras se vistió con la ropa disponible para protegerse de las nubes de mosquitos que lo amenazaban. Acomodó la mochila por almohada y cerrando los ojos aflojó el cuerpo hasta sentirse relajado. ¿Cuántos músculos compondrían el sistema? No lo recordaba, aunque mucho tiempo no había transcurrido de su paso por el liceo Nº 4 del bulevar España. Lo que sí sentía era que todas y cada una de sus pobres carnes dolían con el frío crujiente del hambre machacadora y pertinaz. Durmió mal, perturbado por las hormigas rojas que en sueños lo acechaban a dos palmos de su nariz.
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   Despertó con el sol declinando al poniente, observó el cielo azulino y las nubes mansas desplazándose por la brisa del sur que sobrevolaban las puntas como lanzas de los pinos, tomó su tiempo de ensueño y se incorporó advirtiendo tardíamente la presencia del extraño mimetizado junto a un árbol parduzco.
   El miedo lo tomó por asalto, la mochila y el revólver estaban a sus pies. Miró en derredor ignorando aparentemente al hombre sin alcanzar a descubrir la presencia de otras personas. Recuperó en segundos el tránsito del pánico a cierta calma después de vichar al tipo que no parecía policía ni mucho menos uno de los matones de Don Paco.
   _ Buenas tardes señor… dijo el hosco sujeto.
   El saludo sonó en sus oídos como un badajazo después de meses de aislamiento, creyendo no comprender cabalmente las palabras del otro ni atinar a responder.
   _ Buenas… balbució entre dormido y confundido por el inesperable encuentro mientras medía calculadamente el tiempo y la oportunidad para manotear el revólver.
   _ Vi la fogata y me acerqué con ganas de tomar unos mates… si a usted no lo incomoda.
   El muchacho lo observó de pies a cabeza sin parecerle un tipo de cuidado aunque desconfiado por la manera sigilosa de su aparición. Por la cabeza del joven cruzó la advertencia de Herminia sobre la existencia de almas en penas y otros fantasmas en el corazón de la forestación. Desechó los prejuicios de la vieja y consideró a simple vista que el extraño debía ser un poblador de la zona.
   Francisco Cruz oculto en el follaje lo había estado observando con mirada de cazador. El hombre entregado al sueño no era del lugar, eso firmado, flaco en exceso, pelo largo y barba recortada a cuchillo, en otros tiempos podía pasar por guerrillero o peón rebelde. Sin rancho, ni perro o mujer era la fiel imagen del fugitivo, nada raro en esos parajes, pero… el otro tenía la mirada de un asesino.
   ¿De que estaría huyendo para esconderse en la forestación?, la primera pregunta. La segunda, ¿cómo estaba todavía con vida ese cuerpo curtido a la intemperie y enflaquecido como el de un animal salvaje?
   El tipo que le habló a Martín García Reus como nadie en mucho tiempo calzaba sombrero de lona y botas gastadas, machete al cinto y un morral de cuero en bandolera, a la espalda se amontonaban dos jaulas, una trampera, una caña con un lazo corredizo y una bolsa, un varejón a modo de bastón en una mano y una escopeta de dos caños en la otra. Resaltaba en la cara angulosa la oscura barba de tres días y un ojo ladeado al cielo.
   _ Había olvidado lo que es tomar mate, dijo el muchacho mientras ponía la lata con agua a calentar en tanto buscaba la oportunidad de empuñar el revólver.
   _ De donde vengo me llaman Bahiano, mintió a medias.
   _ A mí me conocen como Pancho Cruz,  presentó el otro.
   Martín se acuclilló frente al fuego y a mano de la mochila.
   _ No es lugar fácil para hacerse de provisiones…
   El cazador de una mirada descubrió detalles no registrados antes: los championes embarrados y el calzoncillo al sol, las serpientes oreándose bajo la enramada y los pies inconfundibles de los prófugos cubiertos de llagas infectadas. Parecía un Cristo sino fuera por la mirada. En el tronco liso de un eucalipto las rayas marcadas, como en las paredes del calabozo, registraban los días consumidos en la forestación. Eran muchas las marcas… extraña reclusión a cielo abierto que parecía no tener fin.
   _ No es fácil la vida… dijo Martín aguzando el oído tratando de diferenciar los sonidos del monte, rastreando en el aire pisadas humanas que pudieran sorprenderlo, aún más si cabe. Tenía dos opciones a mano, tomar la mochila y escapar para internarse en el corta-fuego, convertido en verdadera selva por falta de mantenimiento, o sorprender al otro y matarlo para quedarse con la escopeta  y alguna poca cosa más. El miedo inicial pareció aquietarse y por eso no se decidió a actuar. Esperaría, la primera idea tenía el grave inconveniente de huir descalzo con los pies llagados, así que se concentró en la segunda, imposible reducirlo en una lucha cuerpo a cuerpo, el tipo aunque flaco estaba bien comido quedándole  la sorpresa como su arma más efectiva: pegarle un tiro al menor descuido.
   Tomaron mate encerrados en el recelo mutuo y sin tema para conversar que no fuese la supervivencia en el monte.
   El muchacho ciudadano dio cuenta de algunos pocos recursos y aprendizajes necesarios para sobrellevar la vida agreste, pero levantó un cerco de silencio sobre el secreto que lo acosaba, como del ensopado de negocios, crímenes y ajustes de cuentas.
   El otro urdía una trampa propia para animales, ganaba su confianza o lo doblegaba por la fuerza.
   El cazador ensalzó con orgullo las artes rudimentarias y sin más refirió su propia historia esperando la reacción del otro.
    Fue peón en los obrajes cuando rezumaba juventud, sumó tiempo y voluntad en el pequeño local sindical hasta donde humanamente se pudo, despedido sin más, (nada dijo de dos días de garroteada y dos semanas  detenido en el puesto policial del Empalme Cuchilla Caraguatá, hasta que en un descuido de la milicada logró escapar), después deambuló por las orillas de las ciudades apalabrando paisanos por una changa y unos pesos para refugiarse finalmente en “Kilómetro 401”, un caserío de pescadores en la ribera sur del Río Negro. Si la forestación acorralaba los ranchos con su sombra, el río dejaba ensanchar la mirada, regalaba pesca variada y en algunos pasos permitía alcanzar las estribaciones de la Cuchilla Peralta, departamento Tacuarembó. Si llovía mucho en el norte, en Brasil, entonces se jodían con las crecidas. Supo en las malas épocas remar río abajo en las noches sin luna hasta alcanzar la costa argentina y salvar el pellejo con otros compañeros de infortunio cuando un estanciero, el padre de Pedro, se hizo del gobierno con las martingalas propias de un  tránsfuga rosadillo.
   _ ¿Usted fuma? preguntó Pancho Cruz.
   _ Ni se imagina, no pito nada decente… desde el verano, dijo entrecortado el muchacho pensando que la suerte comenzaba a cambiar si el otro resultaba, como parecía, un paisano pacífico y en sus cosas.
   El paquete de tabaco brasilero y las hojillas pasaron de mano dando cuerpo a mayor entendimiento y confianza de dos desconocidos en medio de la nada que olía a humedad y croar de ranas en las aguas encharcadas.
   El cazador sopesó que el otro no intentaría ninguna maldad.
   El muchacho estimó que el peligro había pasado.
   Acordaron que podría hacer noche en la enramada y antes de que las sombras invadieran el lugar, el cazador cocinó un puñado de arroz con  pescado charqueado, acuclillados comieron en silencio y coincidieron que la vida merecía honrarse con un trago de caña blanca.
   El muchacho dispuesto a dormir recostó la cabeza sobre la mochila...
   El cazador durmió sentado de espalda a un árbol y la escopeta en el regazo…
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   _ Con las primeras luces me marcho, dijo el cazador. ¿Necesita algo? preguntó mientras le dejaba una riestra de palomas y cotorras desnucadas, así como una deslucida frazada bataraza.
   _ Me falta todo, lo único que tengo es dinero, contestó el muchacho con el estómago dolorido como desacostumbrado al plato de comida ingerido a la noche.
   _ Confíe en este servidor, estaré de vuelta en cuatro días.
   El joven le entregó diez billetes de cien que el otro rechazó separando trescientos pesos que guardó en el morral.
   _ Con esta plata no levanto las sospechas del bolichero ni siembro dudas que den a habladurías. En estos parajes los errores se pagan caros… los únicos que tienen buena plata son los estancieros.
   _ Y los ladrones, dijo Martín con un guiño de complicidad.
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   Los árboles verticales, alineados como soldados y distantes a pasos contados extendían las ramas hacia el sol sumergido en neblinas matinales, y salvo por el  alboroto de una bandada de loros el monte transpiraba silencio.
   Como en días anteriores, el muchacho con la frazada a modo de poncho recuperaba calor junto al fuego después de soportar una noche fría y encrespada de otoño. A medianoche había apelado al ritual desconocido, originario y olvidado de pintar con los dedos dos rayas de tizne en su frente y con tierra greda círculos amarronados en derredor de los ojos. No sabía porque, pero se dejó llevar por un mandato interior y profundo cuajado en luna llena. Durante un tiempo indefinible cantó en lengua charrúa de improbable comprobación hasta caer en un estado de ensoñación provocado por la ingesta de hongos crudos.
   Cuando se incorporó en busca de leña, a su espalda lo observaba el cazador surgido entre la niebla como un ser fantasmal, tanto como el muchacho transido por el primitivo ritual.
   _ Buen día, dijo el recién llegado.
   _ ¿Cómo anda? respondió molesto al saberse sorprendido por segunda vez. A diferencia de la primera tenía el revólver al cinto.
   El otro dejó la bolsa con las vituallas como la escopeta en lugar seco y se preguntó si por culpa del monte, el fugitivo estaría enloqueciendo.
   Esa mañana transcurrió entre mates y galleta con la picada de chorizo seco que era todo el fiambre que disponía el boliche de “Kilómetro 401”.
   Más que comer, la mayor ansia del muchacho era romper meses de aislamiento sin rastros de humanidad como no fuese su propia sombra y excrementos; más animado, se animó a referir anécdotas de su imprevisible vivir después que dieran cuenta de un jarro de caña blanca.
   _ No lo confunda mi mala traza, dijo el muchacho, así como me ve supe  rodearme de mujeres jóvenes y bonitas.
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    _ Aquellas mujeres le alegraban la vida a cualquiera en el “Nuevo Bar El Corsario”, ¿lo conoce?, no; un lugar gris de la ciudad vieja frente al edificio de la aduana portuaria. Los marineros, desahuciados de toda índole y algunos bohemios, dejaban sus dineros a cambio de unas copas y la compañía de las mujeres que a media luz anaranjada los enredaban con miradas embriagantes y besos empalagosos. Buenas muchachas salvo alguna que otra medio retobadas o pretenciosas, por razones propias del oficio o resacas mal curadas. Un ex agente de inteligencia de la Marina visitaba el lugar casi todas las noches, un viejo lobo que evocaba, bebidas algunas copas, tiempos de conspiraciones, asonadas y encontronazos militares. ¿Nada nuevo para usted o me equivoco? Ya sabía yo que no me equivocaba. Con los belgas era distinto, por lo general técnicos y expertos en temas portuarios que trabajaban para la empresa que se había adjudicado la concesión de los muelles, ¿no sabía?, eran unos borrachines perdidos que comían chorizos a la parrilla con salsa ketchup, muy diferente a la tragedia de los pescadores rusos, otros borrachos contumaces abandonados en estas costas a poco de la caída del Muro de Berlín. Los bebedores no tienen fronteras ideológicas ni religiosas, van a lo esencial, reminiscencias de un amor o ahogar vaya a saber uno que sentimiento de culpa… la culpa es seguidora como milico de pueblo. Los bebedores no son cobardes y ponen el cuerpo cuando se trata de hospedar o espantar fantasmas. Nosotros en cambio éramos clientes habituales, amigos de la casa, de la patrona Madame Delphine como de las chicas y dos o tres noches a la semana íbamos a tomar unas copas y a intimar con dos botijas divinas, de película, nada que envidiarle a una Winona Ryder o una Claire Forlani. ¿Las conoce? no, son unas hembras para infartarse, imposibles de describir. Mi jefe pagaba todo y yo aprovechaba, sin mala intención ni abuso, ¿eso está claro, no?, bueno yo tenía diecisiete y andaba a cien por hora, de puro calentón solamente pensaba en coger. Y el jefe pagaba, ¿qué otra cosa podía hacer yo? En ese tiempo había plata, mucha plata. Montevideo no es para peones, no hay futuro trabajando, eso te lo ponen en claro ni bien naciste. Cuando entré al taller de motos empecé a limpiar piezas con querosén y me cagaban a puteadas cada dos por tres, yo era un botija hecho en la calle ¿me entiende? y en esa época no le hacía asco a nada, ¡a nada!, al hijo del jefe le tiré un pistón y le partí la cabeza por jetón y marica, ¿que no? ¡já! Me tuvieron que agarrar entre tres sino lo amasijo ahí mismo a la vista del viejo; no pasó nada, ni cuando intervino Rufino el patrón.
_ Este botija tiene garra, me gusta, no lo jodan y vos, me dijo, aprende a controlarte sino te van a hacer boleta en cualquier momento.
   Después cambié de rubro porque me ofrecieron otro trabajito… ¿Puedo confiar en usted? bueno, empecé a vender merca; le aclaro: nada de consumir sino adiós negocio, me dieron una zona, marcaron los lugares de venta, en general esquinas que te dan cuatro salidas en un apuro, cerca de un liceo, de un supermercado o de una estación de servicio. Última hora de la tarde y un rato de noche hasta que se esfuman los peatones de las veredas, siempre bien armado, con dos o tres cargadores, sino cualquier gil te quiere ganar de mano y termina madrugándote; y rotando, hoy aquí, mañana a cinco cuadras, pasado más allá, siempre rotando, los clientes fijos ya saben y te buscan, el asunto es evitar a los ladrones que no te dejan trabajar tranquilo. ¿Que otra cosa va a hacer uno a los diecisiete? Si te dormís Montevideo te arruina la vida… Trabajar en la calle da experiencia, la calle es la madre de todos nosotros, ¿usted me comprende, no?, bueno, el asunto es que un día salí a probar una moto retocada, apenas unos cambios para que el antiguo dueño no la reconociera, con los números cambiados por sortear los controles, los papeles bien duplicados. ¿Sabe lo que es montar una “chopper”, una Saxon americana? no, bueno, salí a Camino Carrasco y la piqué un poco, me pedía más, cuando caí en cuenta ya había pasado Piriápolis. Una inconciencia, me la quedé dos semanas y recorrí la costa esteña, salieron a buscarme inútilmente el dueño, los amigos del club y la policía caminera. Me cobijé en Costa Azul en casa de un amigo. ¡Que tiempos Pancho!, asaditos, cervezas y cigarritos; la felicidad junto a dos amigas de Harry que ni le cuento, todo bien, dimos cuenta de la merca que llevaba, buena merca, hasta que se pudrió todo en un momento, un día viernes alrededor de las ocho, cuando empiezan las noticias en Canal 12.
   _Una vida movidita, compañero… dijo el cazador escuchando como si fuese una reafirmación de sus actos pasados, audaces, sorprendentes como el descubrimiento de un presente tan ajeno. Dio por descontado que los humildes, los marginados, los pichicomes tienen una historia personal, son seres que reafirman tozudamente su lugar sobre la tierra en una sociedad empecinada en concentrarse en el exclusivo núcleo de los adinerados. El muchacho era el negativo de película fotográfica, semejante y diferente a su propio derrotero; sujetos a otras circunstancias pero con algo en común que no identificaba cabalmente. Bahiano esta vez lo había tomado por sorpresa. Definitivamente pisaban el mismo suelo patrio según el modo de cada cual y hasta contrapuesto… No era quién para juzgar al muchacho porque él también fue joven e impetuoso, con un norte a saber y una filosofía que nos preguntase por nuestra condición de humanos nacidos en desnudez y respondiese con las manos amasando el pan nuestro.
   Pero intuía, (impronta de todo buen cazador), que algo compartía con el joven en harapos además de la calidad de prófugos. Lo del muchacho era evidente, escapaba de algo grave y en ello le iba la vida, sino como se explica internarse sin botas ni machete en la forestación, defendiéndose con uñas y dientes como los perros bravos, la piel pintada como los indios y tarareando invocaciones mágicas… Lo suyo en cambio, era más parecido a un fatídico arrumbamiento en la medianía de la existencia, propio de marginado ribereño, de incansable explorador del monte sin que esa hubiese sido su libre elección sino más bien una artera condena impuesta por los vencedores.
   _ Eran unas gurisas insaciables y calentonas que no habían parado de juguetear desde los mates del mediodía, atronando la casilla de música, con manos hurgadoras y lenguas descontroladas hasta caer en ese estado de somnolencia y desnudo regocijo propio de los amantes libertinos, inmersos en las sucias sábanas y las nubes de marihuana. Recuerdo que afuera imperaba el silencio de los balnearios a esa hora, como adentro  las voces zumbadoras del televisor, cuando imprevistamente la puerta voló arrancada de cuajo y se nos vinieron encima unos monos enormes que no paraban de entrar uno tras otro. Solo atiné a empuñar la 9 milímetros, disparar y saltar por la ventana. Me parapeté en el leñero y se desató el tiroteo. La desnudez fue cubierta por la olorosa premonición que ronda a la muerte.
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   Richar estaba todavía con nosotros pero la mirada divagaba entre el techo de chapas y el filo reluciente de la sevillana capaz de convertir las palabras claras y soñadoras de los dieciséis años en un borbotón irreconocible de sonidos entrecortados por la sangre vertida.
   La puntada inicial al drama, el jefe corroído por los celos, dio en la tetilla del muchacho pero fue la iracundia convertida en mano segadora la que separó la cabeza de su lugar dejándola en inestable posición. No habían pasado segundos de la condena a gritos hasta tronchar el amor cristalino y oculto de Richar y Rosalía, la hermana de Aidemar, que ajena a la escena terrorífica pensaba distraídamente en su embarazo de once semanas mientras preparaba mate dulce en otro lado del galpón.
   Nos miramos atravesados por el espanto, Pechito se orinó encima, Tenaza crispó los puños, mientras la mancha púrpura se agrandaba sobre el piso como un estigma de la violencia que nos perseguiría hasta el fin de nuestros días.

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