El Crimen de la Plaza Zitarrosa.

Cotarrooriental comienza desde hoy a publicar por entregas periódicas el último libro inédito del escritor oriental José Luis Faccello Gonzales. Desde ya agradecidos por la gentil deferencia y generosidad  del autor remitimos para conocimiento del lector algunos datos del mismo: Nacido en Montevideo en 1950. Arribó a la Argentina hace más de tres décadas. En la actualidad vive en Florencio Varela , Pvcia de Bs. As. Trabajo como obrero metalúrgico y naval hasta los temporales de los 90. Entusiasta caminante de nuestra América desanda viejos-nuevos paradigmas en un puñado de escritos tardíos. El Crimen de la Plaza Zitarrosa es el tercer libro de una saga que comienza con "Don Cipriano, y continua con  "Herminia" ,editados entre otros ensayos y artículos publicados en diferentes medios. Luis, como le decimos los compañeros y amigos, es un escritor tardío que  remite a la bitácora del navegante mientras escudriña el horizonte con la subjetividad aventurada de los desterrados

PRIMERA PARTE




                                                                        

   ¿Qué fue lo que sucedió?
   Las primeras noticias conmovieron a los pobladores y se esparcieron como hojas al viento a medida que se reunían fragmentos de un acontecimiento impensable en la mente de las gentes simples. Durante poco más de dos meses, noche a noche, la esperanza y la desazón pugnaban en medio de un misterio que corporizaba al occidente de la América del Sur, entre los abismos y cumbres nevadas de la Cordillera de los Andes, lugar inhóspito y fantasmal, lindante con el firmamento, absoluto pero muy, muy alejado del país de las cuchillas.
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   En la fría habitación de una estancia solitaria al norte del Río Negro, cuatro personas, a su turno, conversaban con voces cavernosas que intimidaban a Josefina, la mujer del puestero y únicos encargados de vigilar durante las cuatro estaciones las casas, los campos y unas raleadas majadas.
   Ella solo conocía a su patrón, un hombre importante que rara vez visitaba la estancia, sin noticias de él como no fuese por las recorridas periódicas y las escuetas directivas del señor administrador, un sujeto de rostro severo y calculador, de lengua abrasilerada, proveniente de la fronteriza ciudad de Rivera. En cambio, ignoraban todo de las visitas llegadas al amparo de la noche en un Land Rover cubierto de polvo y barro.
   Con Jacinto habían estado hasta muy tarde observando el cielo azabache y el manto de estrellas que se les antojaba la mejor figuración del infinito como de su propia nebulosa racional, inmersos desde el nacimiento en las entrañas de esta tierra, rodeada de interminables pircas de piedra que delimitaban la estancia “Don Venancio”.
   Se acostaron tarde con el Jacinto; ella soñó con degollados.
   Y levantaron apresuradamente cuando ladraron los perros bravos y los gritos del patrón se escucharon desde la sala.
   _ ¡Tenemos visitas, pongan agua a calentar!
   Él los esperaba desde hacía varios días, pero por algún motivo desconocido se retardaba la llegada de los tres hombres hasta esa noche fresca de Enero.
   _ Es la hora señalada, dijo uno de ellos.
   _ Tenemos en nuestro poder la piedra transparente, anotició otro.
   _ Lo recordaremos como el año de la Cofradía del Cóndor, alcanzó a decir el tercero, justo cuando el patrón cerraba tras de sí la puerta doble de la sala.
   Estas palabras fue todo lo que escuchó la mujer esa noche de vigilia junto al fuego de la cocina, cabeceando en humaredas de sueño y atenta a la mínima orden del patrón.
   Al amanecer pidieron que preparara arroz para acompañar las latas de “corned beef”. El cabildeo se prolongó hasta la media mañana. La puerta entreabierta dejo escapar el choque de los vasos y un brindis con whisky escocés, reservado junto a “Instrucción del Estanciero” de José Hernández y “Los Tres Gauchos Orientales” de un tal Lussich, entre otros libros antiguos tapados de polvo donde insertas se escondían las amarillentas cartas familiares de los desertores en la guerra contra los paraguayos. 
   _ Por el éxito de la “Operación Libres del Mal”.
   _ Por la Patria.
   _ Por los Nuestros.
   _ ¡Salud!
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   Los sobrevivientes a la caída del avión Fairchild Hiller 227 fueron rescatados transcurridos setenta y dos días interminables al filo de la veraneada; un acontecimiento de naturaleza enrarecida, arcano, tanto como los cielos nocturnos acompañantes. Posteriormente, un mensajero  delante de las cámaras de televisión intentó explicitar con escabrosas parábolas metafísicas lo que el tiempo se encargó de sepultar bajo la nieve del olvido.
   Esas fueron las escamoteadas noticias públicas.
   Las laderas montañosas fueron conmovidas por la dislocación del ave intrusa, dispersos restos humanos por doquier  bien podían señalar un antiguo campo de batalla pero esta vez, trágicamente, el gélido sitio fue el elegido por los dioses andinos para desencadenar la ira.
   A poco y sin que nadie lo percibiese, entre los entresijos de los hielos eternos y el vertical viento, una grieta en la pared de la montaña entreabrió la ruca pillán, la casa del demonio.
   Uno de los socorristas que no era tal, con las artimañas que solo poseen las divinidades, fue quien introdujo subrepticiamente en el equipaje de un sobreviviente unalicura, la piedra transparente capaz de proyectar el lado oscuro de los hombres.
   La licura fue etiquetada por el funcionario como: Nº 17/72 “Gema transparente sin objeto aparente” y puesta a resguardo en el depósito de la aduana aeroportuaria. A partir de allí, continuó un persistente y  azaroso derrotero con el estigma de la fatalidad, sobrevolando como una maldición a las gentes del país de las cuchillas.
   A partir de entonces, nada sería lo mismo.
   Algunos lo saben, pocos lo ignoran y muchos se hicieron los distraídos dedicándose al cultivo de exóticas flores negras.
   ¿Qué fue lo que realmente nos sucedió?


                                                                                              “Cargo con un linaje acumulativo
de mishiadura,
y un alma que supura veneno
de otra generación.
Yo no sé quién soy,
yo no sé quién sos”.

Agarrate Catalina
Murga

1.

   El hombre, joven, detuvo la marcha y armó un cigarrito de marihuana, observó el camino recorrido y no vio más que cuchillas desoladoramente grises bajo el cielo blanquizco del mediodía.
   Durante la noche no había parado de llover cenizas.
   El cansancio pareció desaparecer cuando fumó placenteramente recostado en una gigantesca piedra, tratando de ordenar, más que sus pensamientos los próximos pasos a dar en una fuga  tan precipitada como previsible y que la cercanía de la forestación prometía dar fin.
   La forestación, el infierno verde de la novena sección, departamento Cerro Largo.
   Pitó hasta quemarse los dedos mientras derivaba la mirada hacia el monte, una línea azulada de eucaliptos extendida en el sinuoso horizonte cubierto en parte por el humo de los incendios y las llamaradas que surgían en bocanadas incandescentes.
   Tomó un trago de agua y desarmó el envoltorio hecho con una toalla, agarró con mano firme el negro, pavonado revólver del 38 y lo guardó en la cintura.
   Cargó una vez más la mochila y abandonó el pedregoso camino dispuesto a atravesar campo en dirección a la arboleda con la intensión de alcanzarla lo más pronto posible. Escrutó con la mirada el camino dejado atrás y le pareció distinguir una pequeña nube de cenizas, sin duda eran ellos. Los polis.
(2 espacios)
   
   ¿Qué sentido había tenido la conversación absurda con la vieja Herminia   sino la coincidencia de los que escapan?
   Un ser inclasificable, mitad hechicera y otra pichicome, de incontables años, miserable, que por momentos decía cosas con ambigua lucidez como lo referido a las almas en pena y los fantasmas que deambulaban, según ella, en medio de la forestación. Citó casos trágicos que pocos recordaban, no dio nombres pero sí habló de las porquerías, hijas absurdas de los tiempos violentos.
   Memoria emborrachada, caviló el muchacho, de un país envilecido y feliz que evocaba con somnolencias de sobremesa, cada domingo el hijo de puta de mi padre.
   Gracias al canoero entrerriano que cruzó el río Uruguay, la vieja regresaba a la cuchilla después de escapar a duras penas y salvarse milagrosamente de la “Crisis de Diciembre”. Un título ambiguo de los diarios porteños para nombrar una pueblada que cobró la vida de treinta y tres personas, a lo que la anciana agregaba sus propias impresiones vividas en la Villa de la Ribera Sur, zona aislada durante tres días por las barricadas y los incendios.
   _ Yo estuve allá, m´ijo y nadie me lo puede contar. ¡Nadie! ¿Me entendió?
   _ Lo mismo me da vieja, los argentinos viven armando cocoa.
   Si en algo nos parecíamos es que huíamos cada uno de sus propios perseguidores. Ella de su pasado, caminando al encuentro de lo que creía su patria, el lugar de los padres que ya no tenía,  un campo en medio de los pedregales llamado “Aznadum”.
   Sin poder dar cuenta de sus actos la mujer regresaba a su tierra, con los suyos, más que por propia voluntad por testarudez. Como tampoco fue por propia voluntad que la familia marchara a la costa siendo ella muy joven, según contaba mientras tomábamos mate junto al arroyo.
   Su padre fue acosado primero y reducido después por secas, créditos e hipotecas hasta ser arrumbado en la impotencia y el silencio de la campaña.
   _ Fue en aquellos tiempos, dijo la vieja, cuando mis padres murmuraban cosas inentendibles al caer la noche mientras mateaban a oscuras como malhechores. A partir de ahí y sin sospecharlo, iniciamos un errático camino en el que perdimos nuestro terruño y la inocencia. ¿Y todo para qué? Para convertirnos en una raza bastarda: los mudantes.
   _ Conmigo nada que ver, vieja. El hijo de puta era médico y en casa no se hablaba de otra cosa que lo bien que nos iba.
   _ Los montevideanos, se despachó la mujer, no entienden nada de lo que ocurre más allá de las ventanas enrejadas y las mirillas de las puertas.
   _ Hoy, nosotros y todos los bien nacidos hijos del país podemos mirar el futuro con optimismo, decía mi padre mientras empuñaba el vaso de whisky y hundido en el sillón entrecerraba los ojos frente a la tele.
   _ Los montevideanos son… pobres gentes, insistió ella.
   _ ¿Sabes cómo yo puedo mirar el futuro? preguntó el muchacho en un diálogo inviable. Con éste respondió, clavándole la mirada a la vieja mientras le mostraba frente a sus asustados ojos su revólver y fiel amigo. Un 38 nunca falla. Estoy contento de ser como soy y me entusiasma romper las costumbres. No pasó nada del otro mundo, pero a los doce años me rajé de casa.
(2 espacios)

   Si pude aprender a sobrevivir en la calle, meditaba el muchacho, bien puedo adaptarme al monte. Debo reconocer que cometí un grueso error, no por los dos tipos de la banda de Don Paco que tuve que eliminar por cosas del negocio, se lo merecían, sino por la cantidad de dinero que llevo encima. ¿Para qué me sirve en este lugar inmundo plagado de mosquitos, alimañas y árboles? Sin ver un ser humano a siete días de alejarme del camino rural.
   Ahora que lo veía más claro, otro error fue hacerme de enemigos poderosos como los agentes del “Departamento de Delitos Globales y Tráficos Peligrosos”. Muchos conocidos, que durante años en las calles montevideanas cruzamos nuestros caminos más de una vez. En algunas ocasiones que no recuerdo fecha o lugar, compartimos amistades en rondas de cervezas y líneas de cocaína, juntos hicimos buenos negocios como nos enemistamos estúpidamente por culpa de alguna mujer. Cosas de la noche… la codicia y locura que despierta la fragancia de Chanell 5.
   Había eludido con buenos resultados el frente del fuego, las correntadas de humo caliente cobraban altura y él mantenía la lenta marcha por una cañada que alguna vez fue arroyo y que de tanto en tanto retenía un poco de agua en algunos pozos profundos.
   Apuro no tenía, el objetivo principal era sobrevivir como fuera y permanecer sino escondido, apartado de la capital y las delatoras calles por un tiempo prudencial. Los polis y la banda de don Paco no sólo rastrillaban cada rincón de la ciudad sino que pusieron a precio mi cabeza.
   Las ciudades se habían ido convirtiendo en cárceles a cielo abierto. A las reglamentaciones y restricciones de la modernización urbana, los controles policíacos, se sumaban organizaciones que no guardaban otro código que no fuese el dinero fácil. Y como una gran peste, más temibles que la salmonella o el dengue que pocas víctimas cobraron al país, se ha ido imponiendo el palabrerío artero, metiendo miedo a la gente como mi revólver apoyado en la sien de un coso.
   Y la soledad. O los solitarios. Las personas habían sido empujadas a pensar con las vísceras, a trabajar oscuramente sin medida ni límite, a querer consumir ansiosamente o naufragar en un mar de necesidades. Jóvenes y viejos asistían a cursos insólitos o carreras académicas, cuando no, preservar con uñas y dientes un empleo que diese una  oportunidad a la mera existencia. Faltos de actividades creativas u ocupaciones decentemente remuneradas, sin saber cómo,  pasaban a engrosar la edulcorada estadística de vivir en un país feliz.
   Con media población inducida al temor hipnótico de los televisores.
   Y algunos infortunados, víctimas de los malhechores y asesinos.
   Y algunos jóvenes, muy jóvenes casi niños, señalados como victimarios.
   Alguien nos había prometido un escape… del que no teníamos real dimensión si es que se pueden medir los límites del espacio virtual con las fronteras de la candidez humana. Navegamos por Internet o lo que es lo mismo, hacemos amistades por Facebook, cientos de amistades incorpóreas, escurridizas, tanto como para imaginar la presencia invisible de un fisgón en un rincón del dormitorio o un asesino detrás de la cortina de la ducha.
   Con un pasado olvidable y un futuro… los jóvenes encaramos el presente, la diaria, de modo diverso hasta donde la imaginación dé.
   Si había una isla de libertad, amoríos y sueños, un lugar donde nos mezclábamos todos por igual, sin importar raza, santo o uniforme, ese lugar desparramado por los barrios de la ciudad, eran los tablados de carnaval. O la esquina con música de tambor, fasos y amores en las cuatro estaciones.
   Días de ensayos y costura frenética, noches de maquillaje y mágica actuación llevaban a los orientales por los brazos de Dionisio, al son de tamboriles y armoniosos coros murgueros. Jóvenes con las caras embadurnadas de negro, botijas con caretas de indios y piratas, mestizos con pelucas rubias, turistas desenfrenados, muchos de boquitas pintadas, unas modelos esculturales, otros maricones de mirada vibrante, todos buscando urgentemente un acontecimiento que irrumpiera como un vendaval que alteraba, vivificante, la rutinaria y predecible vida ciudadana.
   Para nosotros, el futuro no es ni siquiera una posibilidad, le había dicho el Richar a Ros en la penumbra de la fábrica abandonada.
   Todos  nos divertíamos en las noches de carnaval, algunos más otros menos, se sabe, menos los condescendientes espectadores azuzados como manadas deseosas de algo nuevo pero sin saber qué, incautos espectadores de una expresión popular devenida en un asunto, cada vez más comercial y para nosotros en un buen negocio…  
   El desfile de comparsas, una convocatoria masiva y para muchos intrascendente, como ir a vacunarse contra la gripe H1-N1 o escaparse a la playa los domingos. Para otros el paso de las comparsas era la vida misma. 
   ¡Qué bien lo pasábamos! Trabajar en carnaval con la pandilla de Aidemar fue mi mejor experiencia. Cada noche juntábamos fortunas recorriendo unas pocas cuadras a lo largo de Cuareim o la 18 de Julio; una gritería en el lugar elegido, unos empujones, bailes, saltos y la billetera de un abombado estaba en nuestras manos.
   En segundos manoteábamos los billetes, tirábamos lo demás y continuábamos  nuestro vertiginoso trabajo callejero. Cada uno con un apodo: Tenaza, la Loqui, Pechito, Richar. Y Rosalía, la hermana de Adeimar a quien llamábamos Ros. La pandilla me dio un nombre. 
   _ No hay que guardar lo que no es de uno, recomendaba nuestro jefe, refiriéndose a los plásticos, las fotos y la billetera misma por linda que fuese.
   _ ¿Por qué?
   _ El dinero no tiene dueño, no es prueba de delito alguno y por eso lo guardan en los bancos. Tenemos derecho a tener dinero ¿Entienden?
   El dinero es sagrado como el pan o los championes Nike.
   Así hablaba el Aidemar. Muchas veces los más chicos no lo entendíamos porque él estaba en todo, dos pasos delante de nosotros.
   Cuando uno es botija encontrarse con unos pocos pesos es equivalente a una verdadera fortuna, y cuando crecemos, un pequeño capital se convierte en algo apetecible, base de un proyecto, acumulable pero volátil a capricho de los bancos.
   _ Es poco, pero por algo se empieza, arengaba nuestro jefe ante cualquier voz disonante del grupo,  ya haremos trabajos de importancia como robar una agencia de cambio o una mansión en Punta del Este.
  _ Después,  habló a los árboles que lo rodeaban, se pudrió todo. No por casualidad Aidemar era el jefe. Hecho de pura fibra, tenía un cuerpo tan ágil como musculoso y al pelear dominaba los movimientos relampagueantes de una pantera con la potencia de una 4 X 4.
   Ese era Aidemar, el jefe a quién no vi nunca más. ¿Diez años, quince?
   ¡Cómo se pudrió todo! Nos salvamos de caer en cana de pura suerte.
   A los trece yo estaba enamorado de la hermana. Ella quedó embarazada  y al poco tiempo se supo. Tarde o temprano se iba a saber la verdad y el nerviosismo se había apoderado de ellos de modo evidente para todos, menos para el propio hermano.
   _ ¿Te pasa algo a vos? Yo fui el primero en notarlo y se lo pregunté a Ros inútilmente.
   _ Vos sos muy chico para entender, respondió.
   _ ¡La puta madre! ¡Esto es traición!, había gritado Aidemar al enterarse, vos no podes ser madre porque sos mi hermana, ¿ta?
   El botija novio de Ros estaba blanco como un papel.
   _ Y vos no sos nadie, mocoso hijo de la calle ¡La reputa que te parió!
   Ahí nomás, ante la cara sorprendida de los dieciséis años de Richar, lo apuñaló y en el baldío al fondo de la fábrica lo enterramos.
   Fue en ese rato interminable de cavar el foso que todo me daba vueltas en la cabeza, el olor de la tierra húmeda, el agua encharcada con podredumbres de la antigua lanera y el aire viciado de febrero me invadieron con la mezcla narcotizante, fronteriza, que da el poder de matar y la impotencia de ver morir a alguien, probando por segunda vez el sabor ácido que conlleva lo efímero y absurdo de las cosas.
   Tenaza clavó dos tablas en cruz que lo acompañó soterrada sobre el pecho. En ese  momento, ceremonioso, repartimos por partes iguales las pastillas de Valium 500 y nos juramentamos a guardar secreto.

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