El Crimen de la Plaza ZITARROSA/5



 
El hombre en cuclillas  con la punta de un palo fue dibujando en la tierra, el otro observaba callado, una línea sinuosa, desviada por una piedrita, representando un cerro, indicaba el curso de la cañada hasta desaguar en una doble línea: el río Negro. Una raya al norte y otra que cruzaba a escuadra marcaba las franjas contrafuegos, donde  la selva originaria se había restablecido así como la presencia de animales olvidados como el jabalí, el puma y el jacaré. A la izquierda, una equis señalaba “Kilómetro 401”, a la derecha otra marca reconocía un lugar alto para establecer el nuevo campamento; apartado, al Sur una cruz marcaba un camposanto; una línea quebrada para la zona de inundación de media legua de anchura y tal vez más, de la que había que salir rápido, dijo el cazador, si el río bramaba o los animales del monte huían en estampida sin importar su condición de carnívoros o vegetarianos. El hombre se incorporó, chupó el cigarro y trazó una amplia curva abarcadora cerrando el territorio forestal. En términos prácticos, la región  primitiva y salvaje de la novena.

   _ Ahora estamos aquí, dijo el cazador marcando un hoyito en la nada.

   La cercanía del río ofrece agua buena y pesca, cazar un capincho no es sencillo pero se puede dar, y a menudo comer fresco o charqueado sin depender tanto de la suerte. Un hecho. La lancha de los contrabandistas baja una vez a la semana y si aceptan atracar en la orilla se puede comprar alguna cosa, no demasiado, un poco de yerba y tabaco, algo de poroto o un botellón de caña brasilera. Si hacen noche en el lugar, entonces se puede tener una buena mujer de las que van a trabajar a los nuevos quilombos de Fray Bentos.   Cuentan que hay que estar allí para ver la cantidad de obreros de la construcción ocupados en machaza obra. ¡Y un gentío de extranjeros!

   Primero iremos a “Kilómetro 401” para que lo conozcan sin despertar temores ni levantar sospechas, mientras tanto seremos compadres, el parentesco se respeta, definitivo. Déme tiempo a preparar el terreno en el almacén y en la próxima se viene conmigo, sólo así nadie le preguntará nada personal, ni mandarán a buscar la policía. Délo por hecho.

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   El proyectil, cruzó invisible los treinta metros que separaban al muchacho parapetado atrás de la leña, con derrotero silente y endemoniadamente rápido, hasta impactar en el pecho del policía que resonó con el aire quejumbroso de la sorpresa. Atrás, a centésimas de segundo caía sobre la pinocha la cápsula de bronce mientras el plomo atravesaba sin distinción alguna el chaleco anti balas, los tejidos temblorosos, astillaba algunos huesos y se internaba en las profundidades de una vida que tocaba a su fin.

   (El otro estaba dispuesto, conciente o no, a vender cara la suya sabiéndose totalmente perdido por la denuncia de algún vecino ladino o por la redada policial que lo tenía cercado por una fina red de comunicaciones satelitales, tanto como por el esporádico fuego disuasivo de los uniformados que lo sabían atrapado como una rata).

   La bala se adaptó a la sangre caliente que manaba a borbotones como a otros líquidos que escapaban por el agujero negro que dejó a su paso hasta reposar definitivamente entre dos vértebras lumbares. A poco, el plomo se fue enfriando como el cuerpo que lo alojaba, cumpliendo satisfactoriamente otra etapa de su misión: llevar  la muerte a donde unos instantes antes existía una maquinaria casi perfecta de células, órganos y sistemas que funcionaban aceptablemente bien (salvo por los cálculos renales) en el devenir histórico del cabo Cristian Espinosa, hijo esmerado y estudioso, buen esposo y padre ejemplar de tres botijas inocentes. Con el ascenso a Cabo Primero que la Fuerza otorgó pos-mortem cerraba otro capítulo de la violencia suburbana. Lo demás se resume en la memoria familiar, el álbum de fotos y los recortes de periódicos, a las anécdotas de algunos compañeros de armas.

   Para el proyectil la existencia tenía otra dimensión, hijo del aerodinámico diseño de la ingeniería industrial, la habilidad metalúrgica de los matriceros y de la nobleza de los metales, fabricado con aleaciones de bronce y plomo daba por cumplida una etapa de su atemporal misión. De paso por la morgue iría a descansar un tiempo a una bolsa plástica identificada como “prueba Nº tal” como parte de un grueso expediente judicial, de allí, un día marcharía a los desperdicios urbanos, de éstos al reciclado de los metales para arribar al final del ciclo: la fundición y con suerte, la fabricación de un nuevo proyectil.

   Sin importar quien empuñara el arma ni la validez moral del argumento esgrimido, así como la calificación de mártir en cumplimiento del deber, asesino precoz o víctima inocente, el círculo de la violencia y los negocios inherentes se restablecía para gozo de unos pocos y fatalidad de los más.

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   Las palabras del policía sonaron como un disparo en la madrugada. El hijo de puta de mi padre no era mi padre como Celina tampoco madre. La angustia que me acompañaba de niño de pronto tomó la primitiva forma de la duda y unas cuantas preguntas se atropellaban por salir pero sin alcanzar a la mínima pronunciación de una palabra. Nada. Mi boca, la lengua y las encías tumefactas existían en el dolor generalizado de los dientes partidos.

   Miré la puerta del bar y al poli que miraba sin ver los afiches de la película “Emmanuelle 6” en las puertas del cine Luxor, quise escapar a mis propias circunstancias, a mi vida pasada borroneada desde la primera página, salpicada de mentiras, del médico que practicaba abortos en el consultorio de la calle Palmar; al encubrimiento ahora evidente, desde que Celina evitaba puntillosamente que yo la llamara mamá; descubriendo el cariño de la empleada con cama, notable por la ausencia de cada jueves, desde que Amparo me dedicara a escondidas el resto de la semana, tiempo para regalarme sonrisas y besos con una aureola de juvenil enamoramiento.

   Y mi perra “Chocolate”, compañera de juegos a toda hora, hasta el día final… que me hizo sentir un traidor a los seis años.

   Detuve la mirada extraviada en las piernas de la mujer que sonrió una vez más con la mirada vacía, observé al hombre que dormitaba babeándose con la boca abierta y se me ocurrió matarlos, descargar mis nervios, limpiar la ciudad de tanta basura amontonada.

   El policía me observaba con una dosis de piedad como a un condenado a muerte y estuve a punto de abalanzarme y romperle la cara.

   _ Mozo, traiga un coñac Juanicó, doble en copa grande y caliente.

   Me rendí al dolor del balazo, a la incertidumbre mayor.

   _ Necesito ir al baño, dije ofuscado.

   _ Por mí andá… dijo clavándome la mirada como advertencia.

   Oriné en un artefacto amarillento que hacía años no olía a Agua Jane, y a medida que aliviaba mis riñones como el fuego crecía un redondel de dolor en el hombro herido. El ventanuco de aireación estaba enrejado. No había escapatoria por el baño, debería pensar en otra cosa. En cuanto pudiese, juro que mataría al hijo de puta que mató a mi perra.

   Volví al salón, la mujer y el vejete se habían marchado.

   _ Tomalo con calma, dijo por segunda vez, en esta vida todo asunto tiene solución… menos la muerte.

   Cada seis horas tomas una de cada una, dijo dándome seis blister de pastillas, primero come alguna cosa, con estos antibióticos y calmantes alcanza para dormir a un caballo. Gentileza de la enfermera, sonrió cínicamente. Y otra cosa, no se te ocurra tomar el atajo de la morfina.

   Guardé las pastillas y miré la calle asoleándose con el calor mañanero.

   _ Botija… raja de acá y no juegues con la suerte porque el diablo acostumbra meter las pezuñas y cuando menos lo esperes cualquier conocido te baja por la espalda.

   _ Ta bien…, atiné a balbucear sin entender el oscuro móvil del tipo que tenía enfrente, un policía que me liberaba sin pedir nada a cambio.

   _ Lo lamento, dijo con mirada enigmática, peor es convivir con la Mentira durante toda la vida.

   Acto seguido me entregó su tarjeta.

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 “Departamento de Delitos Globales

   y Tráficos Peligrosos”

   Inspector Lindolfo José                                         

   Tel. 99.0464.9056.8833

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   No esperé otro maldito consejo del poli y me fui del lugar.

   _ Mozo, otro coñac, escuché a mi espalda.

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   El viento pampero barría el agua encrespada del río contra el rancherío, estoico, aferrado a la pequeña barranca como emplazado por la naturaleza de la forestación.

   Los dos hombres se sentaron bajo las nubes plomizas y la enramada del almacén “Nuevo Rumbo”, nombre que no hacía otra cosa que enmascarar la esperanza latente de esos desheredados en medio de la nada, de aquellos otros, montevideanos, enfrascados en dilucidar los amagues retóricos del presidente de la República, elegido en elecciones libres como un piloto condenado por la catástrofe en ciernes, cuando en esta parte del mundo los banqueros expropiaban impunemente a sus confiados clientes.

   _ ¡Cómo ha cambiado todo! Antes expropiadores eran los revolucionarios mexicanos, los anarquistas… 

   _ ¿De qué estábamos hablando? dijo Juan Galván sin salir todavía de la conmoción que significa haber sobrevivido como un bárbaro durante un tiempo que le pareció una eternidad, deslumbrado por el vasto horizonte costeño y el reencuentro con la civilización: un cartón de vino Vudu sobre el mostrador de tabla, dos vasos de vidrio y un viejo plato esmaltado rebozando pescado frito. Al fin habían bajado a “Kilómetro 401”, el pueblo de Francisco Cruz, el cazador de serpientes.

   _ Bueno, puede quedarse un tiempo en la casilla, apuro no hay…

   _ Primero voy a recuperarme físicamente, si Dios quiere… mintió el muchacho.

   _ Si necesita algo dígalo con confianza, ofertó el otro.

   _ Me siento débil y enervado,  agregando por lo bajo, necesito una mujer.   

   Continuaron el hilo de la conversación para justificar su presencia en esos parajes; el muchacho, por razones de salud, tuberculosis,  aprovechando la hospitalidad de su compadre “Pancho” se quedaría un tiempo todavía indefinido, en estado convaleciente, al aire libre...

   El bolichero en tanto, freía grasa en una olla de hierro con la oreja parada.

   _ Por mí no hay problema, dijo el cazador pispiando a ver si reaccionaba de algún modo el patrón de “Nuevo Rumbo”.

   _ El trabajo en el taller fue lo que me enfermó, mintió por segunda vez el muchacho, me aseguró el médico que entre la suciedad de las suelas de los zapatos y los hongos… el tarro del pegamento y fumar dos atados, esa mezcla solo podía acarrear enfermedades.

   _ Algo de eso le pasa a un primo mío, por parte de madre, Javier Canteros, nacido y criado en la novena, intervino el bolichero, mi pariente empezó a secarse de carnes y perder el pelo como animal que pelecha.

   _ Hum…

   _ Y según dicen, se envenenó en la fumigación de las tomateras y la soja.

   _ ¿Y quién dice?

   _ Primero fue doña Margarita la curandera, dijo la mujer del bolichero asomándose a la puerta, que recomendó grasa de iguana y hervidos de ortiga para lavar la cabeza.

   _ A veces da resultado. Definitivo.

   _ Y después marcharon al hospital de Tacuarembó. Allá le consiguieron algunos remedios sin pagar un peso.

   _ Los médicos le recetaron que cambie de trabajo.

   _ ¿A dónde? dicen que dijo mi primo, dijo el bolichero, resignado por entonces a su mala estrella regresó a trabajar al campo convencido que si no ganaba el pan piloteando el Cessna, más tarde o temprano, morirían de hambre él y su familia.

   _ Eso despena al mejor cristiano, sentenció el cazador. Definitivo.

   _ Basta la salud, dijo el muchacho.

   El hombro le dolía los días de mucha humedad pero temiendo cometer  una imprudencia, no se quejó por ello.

   Desde el hueco negro de la puerta lo observaba una niña con la curiosidad pintada en los ojos azul-humo del secadero de pescado, pero cuando él quiso corresponderle con un saludo ella había desaparecido como por arte de magia.

   En esos lugares la conversación y el filosofar era costumbre de los paisanos reunidos en la mesa de truco, Juan Galván optó por mantenerse callado y observar después de tanto tiempo a un paisano que acomodaba con fullería las cartas al barajar. En otro tiempo el tipo ya tendría la boca de su revólver en medio de los ojos.

   _ No levantar la perdiz, eso ayuda a  sobrevivir en sitios como “Kilómetro 401”, había aconsejado el cazador.

   En el poblado no se acostumbraba a preguntar nada en demasía porque casi nadie quedaba indemne a su pasado, pero si había un ser o cosa que acrecentaba el aislamiento, ese era el cazador de serpientes. Dueño de un negocio lucrativo, en tanto una vez al mes pasara la lancha que recogía a los ofidios venenosos para ser utilizados en la fabricación de sueros o vendidos como mascotas a la gente rara de Montevideo. El lanchero no pagaba demasiado porque descontaba la parte del combustible, pero era de los pocos que en esos parajes  manejaba algo de dinero en efectivo.

    Quién del vecindario en su sano juicio sería capaz de acercarse al rancho de Pancho Cruz, cuando se sabía que en unas jaulas de tejido fino se arracimaban las repugnantes vívoras adueñadas de la forestación. No por casualidad estaba apartado de las otras casillas, desde que la gente presa del miedo evitaba el lugar porque decían haber visto que las alimañas rondaban por los alrededores sin importunar al cazador.

   Era sabido que las serpientes chupaban furtivamente la ubre de la vaca y de las jóvenes madres al claror de la luna.

   Pero lo otro, era para algunas viejas un pacto de Cruz con el diablo.

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   Dos veces lo habían intentado y las dos veces habían fracasado, las señales con el farol no fueron advertidas en la inmensidad de la noche rionegrina y el lanchón de los contrabandistas, apenas insinuado por el ruido del motor, continuaba río abajo devorado por la negrura.

   _ La tercera es la vencida, dijo el cazador inmutable y acostumbrado a la espera, mientras escudriñaba los nubarrones altos y blancos amontonados sobre territorio brasilero.

   _ ¡Ojala se decidan a hacer una parada! habló el muchacho expresando en voz alta un íntimo ruego, necesitaba una mujer.

   A medianoche tuvieron suerte y la lancha se aproximó a la costa barriendo con el reflector las inmediaciones.

   _ Gente precavida, dijo el muchacho corroído por la ansiedad.

   _ Buena gente… deslizó el cazador a modo tranquilizante.

   _ Buenas noches señores, dijo un tipo de mediana estatura, poncho pardo y sombrero aludo. ¿Cómo anda el amigo Cruz?

   _ Pero lo más bien, don Caxildo. El otro fijó la mirada en el muchacho.  

   Le presento a mi compadre Galván, Juan Galván.

   Los dos hombres entablaron conversación, don Caxildo había clavado una cruz de palo junto al fuego predispuesto a asar capón cuartizado mientras mateaban.

   El muchacho parlamentó en la oscuridad y enfiló a la casilla acompañado por la mujer, brasilera, joven y bonita como la imaginaba, porque en la noche apenas se distinguía nada. Cuando encendió el farol resultó mejor a como lo hubiera deseado. ¿Sería el fiel registro de sus ojos ardientes o una trampa urdida por el deseo?  No perdió un instante en pensarlo.

   Poco mayor que él, se mostraba tan segura de su oficio como precavida en aquel rancho ensombrecido.

   _ No lo hago sin condón, dijo, en tanto sacaba el sobrecito del bolso colgando en bandolera donde guardaba una “Beretta” compacta y una pequeña estatuilla de Yemanjá.

   Juan Galván reprimió el instinto de golpear a la mujerzuela y se desvistió.

   Cuando la mujer descubrió en la penumbra los artefactos de caza, los anzuelos y las jaulas con las serpientes, escapó a la carrera con el revoltijo de ropa sobre los pechos. 

    _ ¡Castellano filho da puta! gritaba presa del espanto.

   Afuera los dos hombres rieron.

   _ Se ao você parece bem nos vemos amanhá.

   _ No tema muchacha, intervino el cazador garantizando una dosis de normalidad en sus peligrosos quehaceres.

   Después, Cruz y el otro transaron algunas mercaderías comestibles a cambio de tres cueros de lagarto overo y unos loros bochincheros amontonados en una bolsa de red. Aparte, por seis cruceras y después de algún regateo don Caxildo desembolsó doscientos pesos.

   El muchacho y la mujer se regocijaron sobre una frazada en el piso del lanchón y por lo que se escuchaba gozaron como la naturaleza manda. La mujer cobró trescientos pesos y recibió en cambio quinientos. Desconfió, calló y sonrió agradecida. Lo tomó como una señal auspiciosa de la diosa de las aguas.

   Al rato, los cuatro comían al amparo de la fogata trozos de carne gorda con fariña y cada tanto, bebían vino de damajuana.

   La reunión duró hasta el amanecer y recién entonces, se despidieron como gente civilizada, aunque el muchacho todo lo ignoró cautivo de la borrachera y un sueño con dulce aroma de mujer.

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