La confesión de Suárez/ Caras y Caretas/ Uruguay



Seleccionado Uruguayo
Existe cierto consenso en que el castigo aplicado por la FIFA a Luis Suárez ha sido un despropósito. Sin embargo, cabe admitir que esta unanimidad virtual que existe en Uruguay –o, mejor dicho, entre los uruguayos, donde quiera que estén– sobre el carácter desproporcionado de la sanción no es compartida por el resto de la humanidad. En el mundo, las opiniones están bastante más repartidas y, probablemente, más bien volcadas hacia la aprobación de la medida disciplinaria.
Por Leandro Grille
PUBLICADO hace 23 horas
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Consecuentemente, la posición cerrada de nuestro pueblo en la defensa de Suárez y en el rechazo a las autoridades de la FIFA y su correctivo ejemplarizante ha causado, incluso, sorpresa entre personas de otros países que no logran entender una reacción popular –que incluye a las autoridades y a los principales líderes de oficialismo y oposición– que impresiona como, o bien cínica, o bien necia o negadora, o una combinación de todo eso.
Esta incompatibilidad entre la perspectiva oriental del affaire Suárez y el punto de vista mayoritario del resto del mundo no puede representar ningún problema; por el contrario, es lo que proyecta la posición con respecto a este caso a la categoría de rasgo identitario. Y aquello que identifica profundamente es, necesariamente, exclusivo. Casi nadie nos va a entender, porque para entendernos hay que convertirse en un uruguayo más o, por lo menos, demostrar un alto grado de una especie de empatía transnacional o transcultural, que es algo evidentemente escaso, acaso propio de personas con más recorrido de lo habitual.
Han pasado los días, y la sanción como tema da para poco más. Quedará a cargo de los abogados de Suárez y de la Asociación Uruguaya de Fútbol apelar, ante los órganos competentes de ese Estado supranacional que es la FIFA, en busca de reducir el período de inhabilitación, tanto con la celeste como en la propia práctica del deporte o la libertad ambulatoria –porque, aunque parezca increíble, la FIFA parece tener la potestad de impedir que una persona concurra a estadios, entrenamientos o espectáculos deportivos futbolísticos, hasta como espectador, y cuenta para ello con la complicidad de las fuerzas policiales locales, quienes se encargan de hacer cumplir sus disposiciones–. Esto último es un escándalo sobre el cual no ha habido pronunciamientos con la abundancia y la severidad que amerita.
Pero a toda esta novela se ha agregado la confesión. Y todo, desde la oportunidad hasta el texto concreto, nos indica que estamos frente a un arrepentimiento por encargo, o a algo peor aun: a un instrumento de prueba obtenido bajo apercibimiento, porque, como se sabe, la confesión releva a la parte acusatoria de la responsabilidad de probar sus imputaciones, y cubre con una pátina de aceptación y justicia cualquier acto, por arbitrario y desmedido que sea.
En Vigilar y castigar, la famosa obra sobre el origen de las prisiones, Michel Foucault describe en el primer capítulo el suplicio de un condenado en una plaza pública, frente a la puerta principal de la iglesia de París, a fines del siglo XVIII. El sujeto, identificado como Damiens, es torturado hasta la muerte, con atenazamientos, quemaduras, cortes de partes de su cuerpo, y caballos tirando de sus extremidades hasta desarmarlo, mientras un grupo de escribanos insisten en que confiese el asesinato de su padre, para así terminar con el calvario. El tipo no confiesa en ningún momento, y eso resulta perturbador para los verdugos, para el cura y para los escribanos. El hombre muere inconfeso y sus restos, en pedazos, son quemados hasta ser reducidos a cenizas en la plaza.
Con el paso de los años, las cosas en el mundo se fueron humanizando. Los castigos corporales extremos fueron dejándose de lado y las condenas de reclusión comenzaron a abrirse camino. El derecho penal también evolucionó en casi todo el mundo, y el valor de la confesión, sobre todo de la confesión que no es espontánea, sino provocada, se empezó a poner en duda. Los siglos de antecedente de confesiones, arrepentimientos y cambios de opinión obtenidos al pie de la hoguera, bajo tortura o, cuando amables, ofreciendo reducciones de condena, han puesto en duda la autoincriminación como prueba superior, toda vez que la gente, sometida a presión, elige lo que interpreta que le conviene para salvar lo salvable.
¿Por qué Luis Suárez, quien desde el primer momento negó en público y en privado haber mordido a Giorgio Chiellini, le pide perdón al defensa italiano, pero también a “toda la familia del fútbol? ¿Por qué lo hace, si sabe que la FIFA lo sancionó sin haberse hecho con los medios probatorios de esa conducta? ¿Para qué arrepentirse de algo que se ha negado, cuando no ha sido ni puede ser probado? Y, sobre todo, ¿para qué arrepentirse con palabras de otros? ¿O es que acaso alguien cree que Suárez escribió el rimbombante eufemismo que sustituye recibir una mordida por “experimentar los efectos físicos de un mordisco” tras un “lance” que tuvo con el jugador? Parece joda.
Es evidente que la FIFA quiere el arrepentimiento arriba de la mesa para reducir la sanción. Pero no quiere la confesión y el arrepentimiento para constatar la recuperación moral del jugador: quiere la confesión y el arrepentimiento para despejar la duda sobre la prueba –que no existe– de la mordida original. La quiere como una demostración de que su justicia es implacable pero, además, infalible. El argumento esgrimido en el fallo del Comité de Disciplina que sugiere que el alcance demoledor de la suspensión de Suárez había sido decidido tras constatar que el jugador negaba el hecho y no manifestaba arrepentimiento –cuando la FIFA en ningún momento logró demostrar la acusación, porque ninguna de las 34 cámaras registra el incidente en un plano inobjetable– habla a las claras de la inversión de la carga de la prueba. Suárez era culpable por defecto, y como no podía demostrar su inocencia, porque los mismos instrumentos que eran insuficientes para probar su culpabilidad eran insuficientes para descartarla, entonces debía aceptar su culpa indemostrada, o autoincriminarse, porque de otro modo el fallo iba a ser peor. En suma, la FIFA condenó a Suárez por haber cometido presuntamente una acción antideportiva, pero además lo sobrecondenó –y es el origen de la parte fundamental de su sanción– por intentar defenderse, por intentar probar que quienes lo acusaban estaban equivocados.
La sanción ya está. Uruguay ya está fuera del Mundial, que era uno de los objetivos, aunque claramente si Suárez mordió a Chiellini se regaló en bandeja para una sanción que facilitó mucho las cosas. No hay que caer en manías persecutorias. Dejar afuera del Mundial a Uruguay es un objetivo, indudablemente, pero también lo es para otras selecciones. Para casi todas. No somos los únicos perseguidos. Perseguidos han sido casi todos, salvo un grupo acotadísimo de selecciones cuyo poder en el planeta fútbol es equivalente. Esto es plata. Y el que quiere ganar, que es un objetivo muy extendido, contará con la maquinaria a favor si produce plata, y con la maquinaria en contra si no la produce. Un mundial en el que gane un país chico o con escasa tradición futbolística es económicamente un negocio mucho más malo –peor– que un negocio en el que gane un país enorme, con mucha población, tradición y una buena liga televisable. Eso no significa que esté determinado: significa que algunos la van a tener más fácil que otros, pero más nada.
Ahora bien. La pelota sigue rodando. Barcelona quiere a Suárez y lo quiere con una sanción menor. No muy menor, porque la sanción le sirve a Barcelona para intentar bajar el precio, pero un poco menor, porque con cuatro meses sin poder tocar una pelota, más el tiempo que se lo pierdan para ponerlo en forma después de semejante sanción, la inversión pasa a ser demasiado onerosa. Para bajarle la sanción, la FIFA quiere una humillación pública. Barcelona se lo dijo a Pere Guardiola, que es el representante de Luis (y de Pep Guardiola, su hermano), y este se lo trasladó a nuestro ídolo. Suárez firmó el texto de los abogados, quedó medio mal con sus compañeros de selección y con la gente que lo apoyó, pero en breve podrá volver, vistiendo la blaugrana y con unos cuantos millones de dólares más en su haber. Los dueños del fútbol habrán conseguido así una notable cantidad de objetivos a la vez: sancionar a un infractor linchado por los medios del mundo, extender la demagogia del fair play, perjudicar a una selección riesgosa, bajarle el precio a Suárez, legitimar a su Comisión de Disciplina e instalar la idea de que sus fallos son discrecionales, no precisan oportunidad, justificación ni prueba, se agravan si el imputado se defiende y persiguen, como la condena de Damiens, algo más que punir un hecho reprobable. La pena del condenado de Foucault era “pública retractación ante la puerta principal de la iglesia de París”. Como no lo hizo, lo quemaron con aceite hirviendo, le atenazaron el cuerpo, lo tajearon, le cortaron los músculos, los tendones, lo ataron a cuatro caballos, y como los caballos desfallecían, le ataron dos más, hasta que fue descuartizado y prendido fuego. Todo en la más buena. Como la FIFA. Eso sí: Damiens no confesó ni se arrepintió. Apenas pedía que rezaran por él. Suárez, sí. En la plaza pública de la actualidad, que es Twitter, Facebook y los grandes medios. Quizá Damiens habría hecho lo mismo si lo hubiera ido a buscar el Barcelona.

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