Ecología y política en Uruguay, por Diego Estín Geymonat/by FG

6-marcha

  Originalmente en Revista Lento, junio de 2014)
Jueves 11 de octubre de 2012. Llego a la 3ª Marcha en defensa de la tierra y los bienes naturales, y me integro a una multitud de miles de personas, que se extiende a lo largo de varias cuadras por la avenida 18 de Julio. Carteles y pancartas identifican a diferentes organizaciones o expresan reclamos e ideas diversas pero que coinciden, de una forma u otra, en una crítica a las políticas que lleva adelante el gobierno que involucran la afectación de los bienes comunes del país y sus consecuencias socioeconómicas: los monocultivos forestales y sojeros, la industria de la celulosa y el uso masivo de agrotóxicos, los puertos maderero y de aguas profundas de Rocha, la regasificadora de Puntas de Sayago, la megaminería encarnada en Aratirí. Allí está la denuncia de los impactos que todo eso tiene o tendrá en la tierra y el agua, en la salud de los uruguayos y en su situación económica, lejos de las optimistas previsiones oficiales.
Enseguida noto algo extraño: la impresionante diversidad social, cultural y política de esa masa de gente que va codo a codo, a pie, a caballo o en carros, tocando tambores o repartiendo volantes, con banderas uruguayas y artiguistas y entonando cánticos combativos, o simplemente en silencio. Una de las consignas del evento es unir el mosaico geográfico que componen “el campo, la costa y la ciudad” y, en efecto, no puedo evitar tararear “de todas partes vienen…” al constatar que allí, en la principal arteria de nuestra capital, hay organizaciones e individuos llegados de todos los departamentos, cada cual con sus luchas locales, sus arroyos que desembocan en una lucha nacional y en este río de gente que fluye hacia la Plaza Independencia. Pero son aguas muy raras.
Observo, perplejo, anarquistas y marxistas marchando lado a lado con productores rurales y organizaciones tradicionalistas; hippies, veganos e indigenistas coreando consignas junto a empresarios ganaderos y turísticos; gremialistas universitarios fumando marihuana al lado de abuelos que llevan de una mano a sus nietitos y en la otra carteles con mensajes similares a los de los jóvenes porreros. Y todos los matices imaginables que quepan dentro de ese espectro, en una manifestación popular genuinamente representativa de la sociedad uruguaya en su heterogénea composición social.
Estas escenas se repiten en la cuarta, la quinta y la sexta marcha, separadas cada una por un lapso de seis meses. De la misma manera, se repite mi asombro y la necesidad de buscar una explicación a esta situación tan anómala, tan extraña..
Entre todas las luchas nucleadas en este movimiento, hay una que se destaca y actúa como factor aglutinante y catalizador, quizá por las dimensiones del emprendimiento al que se opone, la cantidad de intereses sociales y económicos que éste afectaría, y por la urgencia con que el gobierno ha intentado ponerlo en marcha: la pelea contra el proyecto megaminero de Aratirí.
Es justamente el caso en el que mejor se puede apreciar la confluencia creciente de actores sociales y políticos extremadamente diversos. Una lista incompleta de quienes se han declarado en contra o han formulado serias reservas respecto al proyecto concreto de Aratirí o a la megaminería en general, incluye a la Federación Rural, la Asociación Rural del Uruguay (ARU), la Federación de Estudiantes Universitarios del Uruguay, la Unión de Trabajadores Azucareros de Artigas, la Organización Sindical de Obreros Rurales, Plenaria Memoria y Justicia, el partido político Unidad Popular (UP) y varias personalidades de los partidos Nacional y Colorado (especialmente a nivel de las dirigencias locales del interior), por señalar sólo organizaciones gremiales o políticas con orientaciones ideológicas definidas. Además, debemos contar una multitud de colectivos vecinales, que forman el grueso de la Asamblea Nacional Permanente (la cual ha sido la responsable de las marchas nacionales y de la coordinación de acciones locales en todo el país) y ONGs, como el Movimiento por un Uruguay Sustentable, que impulsa un plebiscito para prohibir la megaminería en todo el territorio nacional.
Una pregunta me rompe la cabeza y los esquemas: ¿cómo es posible que grupos tan política, cultural y socialmente heterogéneos puedan sentirse y actúen unidos por un objetivo común político?.
En sintonía con los demás gobiernos progresistas de Sudamérica, el FA ha optado por transitar la vía del “neodesarrollismo”. Así, un fuerte crecimiento económico a partir de la renta generada por la exportación de unos pocos productos primarios (entre los que se desatacan, en el caso uruguayo, la soja, la carne bovina y la celulosa) se une a un papel activo del Estado en la regulación de la economía. Como señalan Carlos Santos y otros en “Seis tesis sobre el neodesarrollismo en Uruguay”, “este nuevo modo de regulación genera condiciones institucionales para el arribo y permanencia de la inversión transnacional al tiempo que despliega políticas sociales compensatorias de redistribución del ingreso imponiendo algunas condiciones al capital transnacional”.
El crecimiento económico al que ha conducido este neodesarrollismo tiene su contracara más crítica en el impacto ecológico de las actividades extractivas que son su motor. Quizás el caso más notable y alarmante sea la contaminación de los cursos hídricos con agrotóxicos, sobre todo la cuenca del río Santa Lucía, causa de un episodio que tomó estado público en marzo de 2013 cuando el agua corriente de la zona metropolitana comenzó a despedir un fuerte y desagradable olor y sabor.
Los motivos que han conducido a la conformación del movimiento de defensa de los bienes naturales se encuentran, entonces, en parte de la política económica que han llevado adelante los gobiernos del Frente Amplio durante la última década, especialmente en su concepción del desarrollo y el lugar que en ésta ocupa la preocupación (o ausencia de ella) por sus impactos ecológicos.
Por lo tanto, resulta lógico avanzar sobre la siguiente hipótesis: estamos frente al surgimiento, lento, contradictorio, pero firme y en expansión, de una conciencia, una cultura y una práctica política y social ecológica vernácula. O, más sencillamente, se trata del nacimiento de un heterogéneo ecologismo político uruguayo, capaz de trazar nuevas divisiones políticas en el cuerpo social..
¿De qué hablamos cuando hablamos de ecología? Primera precisión conceptual: lo ecológico no es lo mismo que lo ambiental. Lo ambiental forma parte de lo ecológico, pero éste abarca mucho más que el simple cuidado o la conservación del ambiente. La ecología es una ciencia que estudia las interconexiones entre los diferentes sistemas, orgánicos e inorgánicos, que componen la trama de la vida en nuestro planeta. Se ocupa, por supuesto, de la interacción entre sistemas sociales y ambientales, y las consecuencias perjudiciales que tiene para una comunidad perjudicar el entorno natural en el cual vive y del cual depende para su subsistencia.
Desde el punto de vista ecológico, podemos describir la naturaleza como una serie de sistemas o circuitos de gran complejidad, ordenados de modo tal que unos contienen a otros. El contexto adquiere así una importancia de primera magnitud. Es éste el que otorga sentido a los diferentes contenidos y, en consecuencia, separar los contenidos de sus contextos sólo puede llevar a malentendidos y en última instancia a la introducción de desequilibrios en los sistemas, que atentan contra su supervivencia. Para la ecología entonces, el principal objeto de estudio son las relaciones entre los elementos de los sistemas, y no los elementos en sí. Un individuo sólo puede ser comprendido cabalmente en el contexto de una comunidad y ésta en el de un ecosistema determinado, y a través de las relaciones que establece con otros individuos, con su comunidad y con su ecosistema.
Por otro lado, la ecología plantea que la supervivencia es el fin supremo de todos los sistemas. Este es el estado de equilibrio último que se debe mantener, en función del cual se suceden cambios y ajustes reversibles en las variables, y, en un orden de cosas ideal, se mantienen autorregulados y corregidos los subsistemas con capacidades regenerativas. Son éste tipo de subsistemas las mayores amenazas a la supervivencia del sistema general, puesto que podrían ingresar en procesos de retroalimentación positiva o crecimiento exponencial, y escapar así a la regulación del sistema general, desestabilizándolo y llevándolo probablemente al colapso. Este es quizá el aspecto más delicado de la problemática ecológica ya que, para su supervivencia, el sistema necesita los subsistemas regenerativos.
La ecología es, en última instancia, un saber conservador: la tendencia constante de los sistemas (lo invariable en ellos) es hacia la autoconservación. Esto no significa ausencia de cambios, sino todo lo contrario: sólo cambiando es posible conservar, sólo a través de permanentes reajustes internos un sistema puede mantenerse existiendo..
¿Y qué es la ecología política? ¿Cómo los postulados y descubrimientos de la ciencia ecológica pueden servir para la teoría y la acción política? ¿Y qué relación guarda con la división tradicional izquierda-derecha?
La ecología política surge a mediados del siglo XX como reacción al productivismo, sistema hegemónico a nivel mundial caracterizado por “la búsqueda prioritaria del crecimiento, la eficacia económica y la racionalidad instrumental”, según el activista Florent Marcellesi. Para el productivismo, el fin que justifica todos los medios, su razón de ser, es el crecimiento económico (es decir, el aumento de la producción y el consumo), al que identifica explícitamente con el bienestar social (y fuera del cual dicho bienestar sería imposible e impensable). Su slogan, su axioma, es “más (siempre) es mejor”. Sus etiquetas más comunes: progreso y desarrollo.
El productivismo como sistema global es hijo de una doble revolución: la científica del siglo XVII y la industrial del XVIII. La ciencia moderna ofreció una nueva manera de relacionarse con la naturaleza, tan necesaria como los avances tecnológicos para que la actual forma depredadora de explotación de los bienes naturales fuera posible. La naturaleza pasó de ser considerada un ser vivo digno de respeto a ser vista como una máquina, un objeto pasible de ser brutalmente diseccionado, para conocerlo y para lucrar con él.
La revolución industrial trasladó definitivamente el centro económico, político y cultural de las sociedades del campo a la ciudad. El industrialismo segmentó así en compartimentos estancos las diversas etapas de la producción, y con ello generó una cosmovisión del hombre como un ser por fuera y por encima de la naturaleza, como su amo absoluto e irresponsable, disociado y diferente de ella, y la creencia de efectivamente haberla sometido a sus designios. De la mano vino la arrogancia moderna, producto del asombroso dominio tecnológico que el hombre parecía desplegar frente al ambiente que le rodeaba, dominio material e intelectual, ya que los descubrimientos y avances científicos iban a la par de la técnica. En una palabra, el industrialismo produjo una alienación nunca antes conocida, entre el trabajador y el producto de su trabajo, sí, pero fundamentalmente entre el ser humano y el resto del universo.
Un corolario de esta alienación es la usual ignorancia de la gente de la ciudad respecto a cómo se producen las diferentes cosas y cómo se relacionan fenómenos en apariencia inconexos, que en buena medida se debe a la hiperespecialización de las labores propia del industrialismo. He conocido personas que de alguna asombrosa manera habían llegado a creer que las arvejas ya vienen enlatadas y la leche en bolsas de plástico desde un principio. En contraposición, la gente del campo suele tener una conciencia acerca del mundo verdaderamente ecológica, sistémica, aunque más no sea intuitiva y rudimentaria, íntimamente relacionada con la forma de vida y el trabajo propios del medio rural: no genera los mimos efectos mentales comer algo que uno mismo cultivó o crió, y por tanto apreció en todas las etapas de su vida y en relación con su medio hasta su fusión con el propio organismo, que comer algo que tomamos de una góndola de supermercado y lo intercambiamos por dinero.
El ecologismo denuncia los efectos socioambientales del productivismo industrialista, y se opone a él debido a que es intrínsecamente insostenible: no se puede crecer exponencial e infinitamente en un planeta finito. Por el contrario, como la ciencia ecológica ha demostrado, cualquier sistema que se embarque en un proceso de crecimiento exponencial descontrolado se encuentra condenado al colapso (un ejemplo clásico aunque poco amigable: las células cancerígenas que afecten un organismo crecerán y crecerán, hasta matar al organismo y morir ellas también en consecuencia). Este es precisamente el rumbo que lleva nuestra civilización industrial, particularmente visible en la explosión demográfica que se desató, fuera de control, a partir de la revolución verde de mediados del siglo XX. La población mundial viene creciendo en forma exponencial, sólo sostenida por la aplicación de técnicas industriales en la agricultura, altamente dependientes del uso intensivo de combustibles fósiles y fosfatos, en maquinaria de producción y transporte y en fertilizantes químicos.
Sin embargo, los picos de producción tanto del petróleo (la verdadera sangre de la civilización industrial) como del fósforo ya nos están golpeando la puerta; es decir, se revela al fin lo insostenible de este crecimiento demográfico. Los precios de los alimentos se disparan y generan las primeras revueltas del hambre (uno de los motivos que llevaron, por ejemplo, al estallido de la Primavera Árabe). Estamos acabando con las reservas energéticas no renovables que sostienen la ilusión de un crecimiento infinito.
La propuesta del ecologismo, frente a tal panorama, es la del decrecimiento. En realidad, decrecer no es una opción; la única opción es cómo lo vamos a hacer y con qué recursos vamos a contar para ello. En tal sentido, el ecologismo pretende poner en marcha la transición hacia una economía estacionaria, que forzosamente deberá apartarse del productivismo. Su alternativa, como muestra la historia de tantas civilizaciones pasadas, es el colapso..
Identificado el antiproductivismo como el corazón del ecologismo, tocamos uno de sus puntos más polémicos: su ubicación en el campo político, especialmente en relación a la izquierda. ¿Es el ecologismo una ideología de izquierda? Esto nos lleva a una cuestión más básica: ¿qué es la izquierda, y en especial, cuál es su relación con el productivismo? Una definición aceptable que incluya todos los movimientos identificados históricamente como izquierdistas sería la de una postura económica y ética, que tiene como metas grados más o menos avanzados de colectivismo económico y justicia social. A la conjunción de estas metas la podemos llamar, laxamente, “socialismo”. A la inversa, el capitalismo se identifica con las posiciones de derecha y, fundamentalmente, con la libertad y el individualismo económicos.
Ahora bien, las izquierdas tradicionales, los diferentes socialismos que se han desplegado a lo largo de dos siglos, han sido en su mayoría anticapitalistas, pero no antiproductivistas. Esta constatación revela una verdad profunda: capitalismo y socialismo son hijos de un mismo vientre, el del productivismo industrialista. Con la rara excepción de los Jemeres Rojos de Camboya, todos los movimientos izquierdistas del siglo XX tuvieron como una de sus metas el desarrollo industrial. Así, la izquierda ha puesto en cuestión a quién debe beneficiar el desarrollo o crecimiento económico y cómo, pero nunca ha puesto en cuestión al propio crecimiento, quedando incapacitada para percibir sus contradicciones y, en última instancia, su imposibilidad en el largo plazo.
Está claro que el ecologismo es una ideología anticapitalista, que desplaza el foco de atención de la contradicción entre capital y trabajo a la de capital y naturaleza. Pero, en última instancia, la ecología política es irreductible a la oposición entre capitalismo y socialismo, entre derecha e izquierda. Aunque sin dudas posee más puntos en común y posibilidades de acción conjunta con la segunda, esto no obsta que existan tendencias que algunos críticos han calificado de ecofascismo (el ejemplo más claro es el movimiento del finlandés Pentti Linkola, que no sólo es contrario a la inmigración sino además prtidario de eliminar a la mayoría de la humanidad y de terminar con la democracia).
El acercamiento entre la izquierda y el ecologismo, por su parte, sólo puede suceder si la izquierda tradicional reconoce que no es parte de la solución sino del problema y acepta la impugnación ecologista del crecimiento, transformándose en consecuencia y conservando su preocupación por la justicia social al tiempo que abandona sus ideales desarrollistas. Aquí se abren caminos políticos aún jóvenes a nivel global (como el ecosocialismo), e inexistentes a nivel local..
Mientras tanto, en Uruguay, no encontramos defensores más cerriles del productivismo a ultranza que en las filas de la izquierda tradicional, tanto en el Frente Amplio como en el PIT-CNT, con sus consecuentes posturas antiecológicas. Su impulso y respaldo total a la soja, la forestación y la megaminería nos muestra que, en la contradicción entre capital y naturaleza, se han inclinado por el capital; una postura que algunos pretenden justificar, curiosamente, hablando del desarrollo de las fuerzas productivas y las contradicciones del capitalismo, la industrialización y la participación estatal en la economía, es decir, con un marxismo de manual que ignora cualquier consideración ecológica, y lleva a suponer que muchos de ellos preferirían vivir en una sociedad sin clases, aunque sea también una sociedad sin agua.
En la vereda de enfrente encontramos un creciente movimiento popular surgido desde bases vecinales y académicas, de alcances nacionales y proveniente, en su mayoría, del interior y el medio rural. Esta procedencia es una novedad en la historia reciente de los movimientos sociales y no es un dato menor, ya que puede ayudar a explicar su poca sintonía con el partido de gobierno, que siempre ha tenido su fortaleza en la capital y las áreas urbanas, y la mejor relación con los partidos tradicionales (sobre todo el Nacional).
En este sentido, debemos ser cuidadosos y, tomando el caso emblemático de la lucha contra Aratirí, señalar que fue probablemente la presión popular, en la que estaban involucrados, en algunos casos, líderes políticos locales de los partidos tradicionales, lo que llevó a dirigentes nacionales como Pedro Bordaberry, Jorge Larrañaga o Sergio Abreu a declararse tardíamente en contra de dicho proyecto. No parece haber ningún fundamento para suponer que el proceso fue a la inversa.
Es esta suma de extrañas circunstancias la que ha llevado a una especie de alianza entre partidos de derecha y un movimiento popular contrario a los intereses del gran capital transnacional. Si el ecologismo, como vimos, no se deja clasificar en el eje izquierda-derecha, no parece tan anómalo que personas y organizaciones inclinadas hacia uno y otro polo puedan actuar juntas en forma coherente. Apelar al gastado slogan de “los extremos se juntan” significa suponer que existen sólo dos extremos e ignorar que además de UP y la ARU hay una masa de gente que abarca todo el espectro sociopolítico.
El avance del capitalismo depredador sobre tierras uruguayas ha terminado generando un movimiento que es, en los hechos, anticapitalista y antiproductivista. Aún es temprano para calibrar hasta qué punto las bases populares del joven ecologismo uruguayo son concientes de ello. Quizá esa toma de conciencia sea el paso que falta para que la ecología política se instale y cristalice definitivamente en nuestro país como una ideología llamada a desempeñar un rol protagónico en los tiempos que vienen.
Conocer el Parlamento
El interés político-partidario por los temas ecológicos en Uruguay tiene su antecedente más importante en el Partido Verde Eto-Ecologista, fundado por el Dr. Rodolfo Tálice y presente en las elecciones de 1989 y 1994, en las que cosechó alrededor de 11.000 y 5.500 votos, respectivamente. Posteriormente sufrió un desgajamiento, cuando Homero Mieres formó el Partido del Sol (que terminaría aliándose al Partido Nacional), y, tras aliarse con el Partido Independiente, ingresó a la Unión Cívica, que a su vez pasó a formar parte del Partido Nacional.
En la actualidad, la preocupación por una agenda verde se manifiesta en la arena partidaria uruguaya, fundamentalmente de la mano de grupos que luchan por acceder por primera vez al Parlamento. El Partido Ecologista Radical Intransigente y el Partido Unidos por Nuestras Riquezas Naturales definen sus identidades a través del ecologismo y ambientalismo. A su vez, Unidad Popular – Asamblea Popular integra claras definiciones ecologistas en su plataforma electoral. De tendencia izquierdista, estos tres partidos coinciden en su rechazo al proyecto megaminero de Aratirí y en impulsar formas ecológicas y sustentables de producción de alimentos y relación con la tierra, de construcción y de desarrollo de energías renovables. En ningún programa de los demás partidos para las próximas elecciones las propuestas relativas al ambiente ocupan lugares tan importantes.

Comentarios

Entradas populares