El Crimen de la Plaza Zitarrosa/8- Por José luis Facello

 Soy caballo privilegiado y provengo de tropilla de un pelo, duermo en el corral de los nocheros y el hombre cuenta conmigo para lo que guste. El hombre es un anciano baqueano que vivió toda su vida en la estancia. El hombre comparte soledades con la india criada en las casas que a poco de nacer sobrevivió a las matanzas, según cuentan los más viejos de la tropilla.

   En verano, cuando los días son más largos, el hombre contrata al peón y su mujer por jornadas de sol a sol; los días lunes les paga puntualmente, dice, para que no se gasten todo el domingo… Está viejo, solo y calculador, le da de vivir a los peones que no son, según él, de gran ayuda en el campo.

   Cosas de humanos.

   Ahora es distinto.

   Una mala pisada me trajo a donde estoy después que me separé de los míos cuando encaminamos el paso por los trillos rumbo a los cerrillos, escapando a la inundación y las cruceras.

   Ahora siento frío, la punta del acero me hinca el pecho como el aguijón de los tábanos, un hombre por piedad me cubrió los ojos con el poncho y dijo las palabras acordes a una milonga triste, de despedida…

   Presiento el final.

   El otro no es hombre de la cuchilla y es para desconfiar, para mi desgracia se siente inseguro y el facón grande le tiembla en la mano.

   No temo, los míos comulgamos con las matanzas desde mucho antes que ellos escribieran historias en papiros o tablas de arcilla.

   ¿Qué civilización humana no azuzaba a la veloz caballería para diezmar multitudi-narias infanterías de puros y endebles hombres?

   ¿Qué fue sino el descubrimiento y sorpresa de nuestra existencia, ensamble con un hombre blanco y barbado, un caballo-jinete inseparable, una unidad de guerra acorazada que se desplazaba con el mensaje de la muerte y la dominación ante la mirada atónita de los guerreros y campesinos  originarios de estas tierras?

   ¿Quién recordaría a Hernán Cortes y Francisco Pizarro, de a pie?

   ¿A caudillos gauchos como José Artigas y Martín Güemes, sin fletes?

   Fuimos maquinaria de guerra, cuando no prenda de cambio como la sal, compartimos desgracias con los osos y los monos sirviendo al divertimiento de hombres sádicos. Sino, como manjar de incontables civilizaciones carnívoras.

   Basta observar a estos dos pobres hombres para ver en sus miradas las heridas del malcomer, las llagas del hambre carcomiendo la piel y comprender que mi destino estaba jugado cuando me aparté de los míos. Mancado o no, al entrar al dominio embrujado de la forestación, sin pasturas dignas de tales ni estrellas señeras eclipsadas por el follaje, ya estaba decidido mi destino a vagar sin rumbo hasta la hora del final.

   Y en eso estoy.

   Lo demás es circunstancial.

   Pude ser víctima del asedio de las jaurías cimarronas o del acoso de los cuervos, acostumbrado a convivir con los hombres cometí el error de caer en las manos de estos dos desgraciados, condenados por las circunstancias  tanto como yo reconozco que ganaron la partida de la sobrevivencia.

   ¿Porqué no ser pesimista con un acero afilado punzando mi pecho?

   La propiedad es cosa de hombres, pero llegó el momento de decir a modo de despedida que soy más que una cosa apropiada; los míos somos hijos bastardos de la barbarie humana y no hay alambrado ni bozal que alcancen para sujetar nuestro galope libertario.

   Mi naturaleza es la de un caballito criollo, overo rosado, porque así lo dictaron el amor de mis padres y la tropilla a la que me debo.

   Mi corazón palpita disgustado como ñiubla la mirada.

   Las manos hambrientas del hombre con baquía sin par, dan cuenta poco a poco de mi grasoso pellejo, overo rosado con una corbata cárdena, con las patas salpicadas de mi propia sangre sobre las costras resecas del barro.

   Mejor no pensar.

   Confieso que he vivido mejor que muchos hombres…

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   El relincho sofocado por la espesura neblinosa del monte alarmó a los dos hombres que mateaban al amparo del fogaje, al unísono, de inmediato, el cazador y el muchacho empuñando las armas se parapetaron en el lugar convenido. 

   El día naciente claudicaba entre el follaje húmedo y la niebla que se desprendía deshilachada de lo alto hasta posarse suavemente como las aves zancudas de los pantanos.

   Día enrarecido con el sol esmerilado, latente y frío que daba al monte circundante un aspecto sobrenatural y tenebroso, considerando los relatos nocheros en los mostradores de los almacenes y las leyendas sobre extrañas apariciones que eran relacionadas a los enterramientos sin cruces, sitio evitado por todo paisano que se aventurase en el monte, menos, por las manos anónimas que piadosamente encendían velas desde tiempo incalculable cada dos de noviembre.

   Sentían, cada uno a su manera, que algunos acontecimientos se reiteraban como si el tiempo y las circunstancias fueran fatalmente previsibles, como los buques desaparecidos en el Triángulo de las Bermudas o la caída de los aviones en las montañas andinas.

   Pancho Cruz calculó que el estanciero venía a reclamar lo suyo, a resarcirse de la propiedad violada, de su caballito criollo y flete predilecto, no importaba si mancado o no, perdido en el monte tenía la marca en el anca 4 OS. No iba a tolerar, como que se llamaba Primo José, que dos extranjeros muertos de hambre carneen de lo ajeno. El estanciero se presentaba a cobrar lo suyo.

   Definitivo.

   Casi seguro habría amonestado duramente al peón y su mujer por no advertir a tiempo el alambrado caído, por no repararlo como es debido. Por entretenerse por demás en la juntada de los animales cuando la tormenta estaba encima. ¡Lindo par de haraganes!

   Por no hacer el trabajo como Dios manda, algo les descontaría de los jornales a esos dos. ¡Así nos iba en este bendito país!

   Es lo justo, habría sentenciado ese lunes el patrón.

   Al margen de la civilización como estaban, el cazador imaginó la respuesta oportuna del gobierno socialista, equilibrada, pero, siempre hay un pero, entre las tormentas eléctricas y la interferencia por la copa de los eucaliptos, las radios gracias que emitían un murmullo molesto con entrecortadas noticias de Melo o Montevideo.

   En “Kilómetro 401” uno se acostumbraba a vivir a pura imaginación porque eran bien pocas las novedades valederas, salvo cuando atracaba el lanchón de don Caxildo.

   Juan Galván que no entendía de estancieros ni terratenientes, menos de política, dirigió sus pensamientos a los matones de Don Paco o los policías de “Tráficos Peligrosos”. Estos actuaban de forma profesional, sistemática, científica y con un orden de prioridades; en cierto sentido, tranquilizante, a estas horas seguramente estarían sumergidos en la investigación de delitos novedosos, sustentados en la ingeniería financiera, tal el ardid sofisticado del crimen organizado. 

   Los investigadores no perderían su tiempo con él.

   En cambio, los muchachos de Don Paco tenían otras motivaciones, los alimentaba la venganza cuando tarde advirtieron que Juan Galván había invertido la ecuación al estafarlos de la manera que lo hizo. Y eso, es de las cosas que no perdona una banda de estafadores.

   Así, violando los códigos las cosas se confundían.

   _ Cortar por lo sano, había ordenado Don Paco al advertir el engaño.

   Engaño semejante a la revelación en el café de la calle Ejido, no era para menos, el hijo de puta no era mi padre.

   ¿Quién era mi padre entonces? ¿Dónde buscarlo? Dos preguntas que como el ancla de un trasatlántico lo inmovilizaban en cavilaciones angustiosas de un tiempo a esta parte. Necesitaba conocer a su padre…

   Las especulaciones de los dos hombres  tenían asidero suficiente para saberse en peligro y los hombres que los asediaban reunían motivaciones diversas, tantas, que daba cuenta de las complejas relaciones entre los pobladores de las cuchillas.

   Todos tenían en claro que el delito de abigeato era muy grave, mucho más que robar un banco o violar una muchacha, estamos hablando de atentar contra las riquezas naturales que hicieron grande a este pequeño país, conocido y respetado en el concierto de las naciones.

   Apagados los sonidos del monte, flotando como la neblina los últimos trinos de alarma, unos estrecharon el cerco sobre los presuntos delincuentes parapetados atrás de un gran tronco de eucalipto, taladrado por los gusanos y derribado por los ciclones, que alzaba amenazante las raíces al cielo como un erizo gigante.

   Cada uno estaba allí defendiendo las cosas a su buen entender y saber.

   El estanciero no admitía otra razón que la violación a la propiedad privada. Y lo más grave, el auge y andanzas de cuatreros nos convertiría en un pueblo de bárbaros, en sacrílegos olvidadizos de la Constitución de Ellauri y conscientes que los ingleses no verían el asunto con buenos ojos, pensaba Primo José con retardo centenario. 

   El comisario del pueblo, convocado al efecto por un recado de mano presente del peón de “Cuatro Ombúes”, sumado a la delación e infidencias de un sujeto detestable como el lanchero Caxildo, un tratante de blancas y contrabandista de poca monta detenido en la víspera por borrachera en la vía pública; consideraba además de la denuncia por cuatrerismo; uno, la ocupación ilegal de tierras arrendadas por la empresa forestal; dos, carnear sin autorización de la autoridad pertinente y tres, comer carne sin el visto y sellado de la autoridad sanitaria, orden expresa del superior gobierno en nombre de la transparencia y la trazabilidad. Y de su parte, deseaba tener una conversación, de hombre a hombre, con  el mentado Juan Galván. 

   El otro comisario y su gente recién llegados de Montevideo, se incorporaban al operativo gracias a las informaciones suministradas por un gerente (resguardado en el anonimato), acerca de un empleado desleal que invocaba a la empresa haciendo pequeños negocios en beneficio propio. Era inadmisible en estos tiempos y una pésima señal para los mercados. El sujeto en algo mentía, al salir de la oficina en el World Trade Center el comisario miró la tarjeta del tipo en desgracia:

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Martín García Reus

Gerente de Ventas

Sphere-Green&Asoc.

Laboratorio agro-industrial.

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   El asunto podría estar relacionado a la apertura reciente del archivo S.R, sin resolver, del caso “Costa Azul/robo de moto/tráfico de sustancias ilegales/y otros delitos departamentales”. Su trabajo era establecer las conexiones delictivas y quizá de las pesquisas pudiera resolver los dos casos. Se lee en la foja 05 los recortes de la prensa matutina: “Violencia desatada en la Costa de Oro”, con el saldo de un policía  muerto en funciones, cuatro detenidos: dos masculinos J.R.R alias Harry y M.G.R, dos femeninos I.B.I. y M.R.D alias Maruca, todos menores de edad, con el posterior traslado del delincuente M.G.R. dueño de un frondoso prontuario y presumiblemente el autor material que costó la vida del funcionario policial y joven padre de tres hijos. La viuda pide justicia (ver nota aparte, pág. 6 col. 4).

   Surge la sospecha que Martín García Reus y Juan Galván pudieran ser un mismo y peligroso sujeto vinculado a una organización delictiva internacional.

   Ahora se presentaba la oportunidad de develar el misterio.

   El peón y su mujer, guiaron a la partida policial hasta el campamento de los mal vivientes, motivados, sino por la venganza por la rabia, por culpa de los carneadores de lo ajeno el patrón se había malquistado con ellos tratándolos de negros; si por él fuera vaya y pase, de madre brasilera tiraba a pardo, pero su mujer era gringa de cara rosada y galleta. Y si callamos ante la imputación calumniosa de vagos, lo hicimos porque tropezar con un descuido es cosa del que hace y se equivoca. No era de negros vagos trabajar de changa, a destajo en invierno o verano, por unos pocos pesos, sino como la única forma de ganarse el pan. Resignados por falta de algo mejor. Él y su mujer no eran tan sonsos como para elegir esos trabajos. La campaña con el paso de los malos gobiernos, del color que guste, había sido vaciada de empleos y conchabos como de gente. Muchos hombres y mujeres se habían ido a buscar trabajo a Fray Bentos, a la fábrica. Pero ellos no, con cuarenta largos, él aquejado por el lumbago y su mujer con artritis de lavar ropa por tanto, no eran buenos candidatos para emplearse allá. Sus tres hijos sí y allá marcharon a comienzo del otoño, sino en la fábrica, probarían suerte de albañiles cruzando el puente, en Argentina.

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   El peón se despabiló cuando escuchó al comisario del pueblo.

   _ ¡Están rodeados!, gritó el uniformado, tiren las armas y amuéstrense con las manos en alto.

   _ Comisario no hemos hecho nada más que despenar un caballo para comer, dijo el cazador tratando de sondear la intensión de los otros.

   _ ¡Teníamos hambre!, gritó el muchacho, sabiendo que él estaba jugado a todo o nada.

   _ No se denigra un símbolo sagrado, retrucó el comisario, ¿acaso no les enseñaron a miraron con devoción y respeto el escudo de la patria?

   _ ¡Proceda comisario! que tanto embromar, dijo el anciano estanciero.

   El peón y su mujer entendiendo que no era su asunto recularon a mejor resguardo por las dudas. Menos ellos, estaban todos armados hasta los dientes.

   _ ¡Pancho!, pregunte cuanto dinero quieren por el animal, ofrézcale lo que quieran y a otro asunto, dijo Martín Reus.

   _ ¡Voy a salir comisario! gritó el cazador desarmado, queremos negociar.

   _ ¡No negociamos con facinerosos! afirmó uno.

   _ Señor comisario, somos gente del país y pedimos parlamentar.

   _ Vaya que lo cubrimos, ordenó el funcionario principal, mientras ajustaba la mira telescópica del fusil.

   _ Señor comisario, la crecida nos corrió de las casas, no quedó nadie en “Kilómetro 401”, soy un pobre cazador de serpientes que limpia de alimañas la forestación y no le hago mal a nadie.

   _ ¡Carroñeros! gritó otro.

   _ El lanchero dice que su compadre anda con buena plata al cinto.

   _ Es verdad, el muchacho está enfermo, tuberculosis, trabajaba en una fábrica de calzado en la capital y tiene unos pesos ahorrados, recitó de memoria mintiendo como la primera vez.

   _ ¿Raro no? Venir a curarse a la forestación… dijo el uniformado.

   _ Ni tanto. El aire y agua del Río Negro… dicen que tiene propiedades.

   _ ¿…?

   _ Medicinales.

   _ ¡Embustero! acusó un tercero.

   _ ¡¿Nadie tiene agallas para apresar a dos mal vivientes?! gritó el estanciero.

   _ La gente se está impacientando ¿qué tiene para decir?

   _ Queremos pagar el caballito mancado, dijo el cazador.

   _ ¡Patrón! Dicen que quieren pagar por el caballo.

   _ El overo rosado no era un bien a rematar retrucó el anciano con lágrimas en los ojos; flotaba la duda si se refería a la feria de hacienda o a poner fin al caballo lastimado. Confuso y senil.

   _ ¡Qué pérdida de tiempo con estos canarios! dijo el montevideano al ver como el operativo se dilataba al punto de empantanarse en una conversación de locos.

   _ La patria no se vende… insistió el viejo sollozando.

   _ ¡Cállese y no intervenga!, amenazó el oficial capitalino.

   _ Comisario, usted sabe, la necesidad tiene cara de hereje.

   _ ¡Teníamos hambre!, disparó el muchacho.

   _ Créame, queremos reparar el daño, dijo reiterando la oferta.

   _ ¡Patrón! insisten en pagar… Amén de quién suscribe les impondrá un mes de trabajo disciplinario.

   _ ¡Los caballos que hicieron libre a la patria no tienen precio! gritó el estanciero con un hilo de voz.

   _ ¡Somos inocentes! Alcanzó por unos días, para nosotros y la jauría.

   _ ¡Negros cimarrones y carniceros! gritó el primero.

   _ ¡La patria no se mata! dijo desfalleciente el patrón.

   _ ¡Que el otro tire el arma y salga!, impuso el capitalino en alta voz, harto de dar vueltas al asunto.

   Levantó el brazo con tres dedos en alto, y dos subordinados dispararon al aire con sus armas largas mientras un tercero lo hacía al ras con gas lacrimógeno.

   El comisario y el cazador se zambulleron cuerpo a tierra maldiciendo a viva voz, sofocados entre la humareda azul y la neblina.

   _ ¿Se va a quedar en este lugar? preguntó el muchacho ante la confusión del cazador gaseado.

   _ Yo no elegí este lugar… yo vivo aquí, dijo Pancho Cruz tendiéndole la mano con franqueza.

   Martín Reus la estrechó sin decir palabra y reptando como las serpientes ganó el cañadón sumido en un banco de niebla espesa, empuñando el arma amartillada,  el viejo morral con el dinero y el odio a los otros por todo equipaje.

   _ ¡Ellos lo han querido así!, nos ofrecimos a pagar la deuda pero estos tipos ni saben lo que quieren, dijo a modo de despedida.

  Salvo los de la capital, ¡jodidos han de ser!, pensó el cazador con ojos llorosos por el gas, uno azulado y el otro ladeado, las manos atrás de la nuca.

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   Dos días después un matutino de la capital daba la primicia destacando en grandes títulos:

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DESCUBREN CAMPAMENTO DE PAKISTANIES EN CERRO LARGO

ENFRENTAMIENTO: UNO CAYO Y OTROS FUGAN A PARAGUAY

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   Al tercer día el periódico capitalino titulaba:

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COTIZAN EN ALZA LOS FONDOS DE INVERSION FORESTAL

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   Y en el suplemento dominical:

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ALERTA: CABALLOS CRIOLLOS EN PELIGRO DE EXTINSIÓN

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Al cuarto, Juan Galván caminando por la banquina de la ruta 6 miró sobre sus pasos y se dispuso a hacer señas a la camioneta Mitsubishi, doble cabina, que se aproximaba velozmente.

   _ ¡Cuánto tiempo hacía que no veía una de estas maravillas!

   El vehículo redujo la velocidad y detuvo a cincuenta metros. Corrió pensando que era su día de suerte. Y no se equivocaba.

   _ Voy a Cardona por Blanquillo, dijo el hombre de lentes oscuros y gorra visera.

   _ Me sirve, convino el muchacho acomodándose en el asiento.

   _ Se te ve desmejorado Giuliano… o tengo que llamarte Juan Galván, dijo Lindolfo José.



 2.

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    El muchacho se hospedó en el Gran Hotel Renacimiento utilizando la patraña de presentarse con un viejo documento falso y declararse “técnico químico” en el rubro profesión.

   Desde antes de instalarse la Fábrica a la vera del Río Uruguay ya era muy difícil conseguir alojamiento decente. Los fraybentinos vivían su hora de gloria, convocados por la gran obra primero y posteriormente por las expectativas catapultadas con titulares destacados en los informativos televisivos. Los comercios y tiendas florecían a cada paso como los baños públicos y los prostíbulos. Algo semejante a la movilización producida años atrás, en ocasión de la visita del sumo pontífice Juan Pablo II a la ciudad de Melo. 

   _ La  tecnología es finlandesa.

   _ Finlandia es un gran país.

   _ Somos los elegidos.

   _ Llegan las inversiones.

   _ ¡Estamos entre los mejores!

   _ ¡Festejemos!

   Las noticias se hacían ecos de multitudes rebotando a lo largo y ancho del país, incluso allende las fronteras… Y cada uno, a su modo de ver, armonizaba un coro esperanzado, progresista.  

   _ Nada de imitaciones, dijo el gerente con una sonrisa al momento de que el visitante se registrarse como Mauricio Feinmann, el país está cambiando y esperamos que el presidente nos guíe hacia los buenos negocios.

   _ Esperemos…

   _ El mundo lo sabe… estamos entre los diez países más competentes, y señaló de modo cómplice “El químico escéptico”, el libro de Robert Boyle que el muchacho portaba a modo de camuflaje. 

   Durante tres días y sus noches se dedicó a recuperar el estado de hombre blanco civilizado, física y mentalmente, ejercitando una rutina de baños calientes, desayuno americano y almuerzo en el restaurante, lecturas de “El País” y la revista “Actualidad y Perspectivas Forestales”.

   Por la noche, caminaba por la Rambla aledaña al Parque Roosevelt sondeando las posibilidades de pasar inadvertido entre las miles de personas atraídas por la Fábrica. Tampoco deseaba ser confundido con un activista de Greenpeace o el Foro de San Pablo por lo que eligió las rutinas propias de un vendedor mayorista.

   A futuro, no había muchas opciones para él y estas se dividían entre Porto Alegre y Buenos Aires donde encontraría algún viejo conocido. Asunción y Montevideo por el momento eran inviables para empezar de nuevo, con plazas demasiado chicas y el riesgo de ser reconocido muy grande. Le constaba que Don Paco tenía soplones y sicarios dispuestos a todo en cualquier parte.

   Contaba con dinero suficiente para hacer algún negocio por su cuenta, no tenía apuro y eso jugaba a su favor. Por sobre todo, era joven.

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