El Crimen de la Plaza Zitarrosa 12/ Por José Luis Facello

 Llenó el termo con agua dispuesto a tomar los mates tempraneros.

   Frente a él cientos de personas deambulaban o permanecían sentados, agrisados, abrillantados y enmudecidos. Así los veía, en decenas de monitores que registraban con ojo clínico, cada butaca, cada lugar de la Terminal.

   Pulsó la tecla del zoom de la cámara 22 y un anciano se acercó clavando los ojos gastados, de chacarero, silencioso, transmitiendo vaya uno a saber que pensamiento recóndito, un mensaje a la deriva como una hoja de diario sobrevolando a impulso del viento los campos sembrados. Esperaba sentado la hora de la partida en un mar murmurante de gente desconocida. Como todo hombre de la campaña temía al mar y a las muchedumbres. Detestaba todo eso y su rostro lo denunciaba.

   Movió la bombilla, cebó y tomó con parcimonia en el espacio calmoso de las seis de la mañana.

   Repitió la operación como en un juego y la cámara abrió la pantalla para atrapar el primer plano de una mujer dormida. La cabeza levemente inclinada como en las ilustraciones de las revistas de una madonna renacentista, portando en el regazo un bolso de mano a falta de un niño y con los pies, delicados, las uñas pintadas, fuera de los zapatos. Parecía aliviada después de una jornada intensa donde caminar fue el principal asunto, quizá sin otro motivo de relevancia que mirar vidrieras o hacer trámites, salvo porque eran poco más de las seis.

   Un personal de seguridad la despertó y con amabilidad forzada le solicitó que mostrara el pasaje de su destino. Como en una película muda, uno iba imaginando diálogos y componiendo una historia. Con visible fastidio la mujer mostró su boleto al otro que agradeció y retiró tan pronto como había aparecido. Tecleó el zoom, los labios de la mujer se movieron acordándose de la madre del guardia.

   Tendría alrededor de cincuenta años… esa mujer bien podría ser… su madre. Por un momento fue tentado por un duende que le sugería bajar a la sala de espera y preguntar: ¿por casualidad se llama usted Abril?

   Con un además brusco, como a las moscas, espantó al estúpido espíritu sembrador de incertidumbre y alejó el zoom.

   El control era por el bien de todos, pero todavía había gente que no comprendía que el moderno hall de la Terminal no era para uso de vagos, planchas o bichicomes, ni para pernoctar o deambular indefinidamente sin comprar.

   Existía un orden y solo dentro de sus límites, todo era factible…

   Camilo Muros observó los monitores hasta las nueve, momento que era remplazado por el operador que cubriría el turno hasta la medianoche. Posteriormente, la actividad nocturna se reducía al mínimo, cerraban los locales comerciales y el supermercado, se apagaba la música ambiental, los lugares de comida y la mayoría de las agencias de transporte cesaban de prestar servicios. Las salas, patios, sanitarios y pasillos eran recorridos con el frenesí de las hormigas en víspera de tormenta por una cuadrilla de limpiadoras, que de modo intermitente entre café y café, un hombre joven supervisaba con endiablado autoritarismo y mala leche. El resentimiento de los noveles gerentes, hombres o mujeres de hasta treinta y cinco años, quedaba de manifiesto en esos niveles gerenciales que no tenían demasiado futuro y cuyo diploma requería de uno o dos cursillos que no pasaban de las veinte o treinta horas de entrenamiento.

   Señor gerente, se hacían llamar. Eran unos miserables y lo sabían.

   A las ocho cincuenta y dos la descubrió entre los centenares de personas que aguardaban tomar los ómnibus con salidas anunciadas.

   Había realizado un paneo en plano medio cuando aquella figura le llamó la atención, retrocedió, aumentó el zoom y la muchacha ocupó el centro de la pantalla. Ojeaba una revista y aunque su chaqueta beige exhibía el logo de la “Librería Occidente” era la primera vez que la veía. Ella permaneció en su asiento hasta las ocho cincuenta y cinco y luego se encaminó al local con el andar sutil de los felinos. Él la observó con la cámara 23, y persiguió cambiando a la 27 y luego a la 30. Cuando ingresó al local, ella se ubicó detrás de un enorme exhibidor con los autores de éxito mundial, pero fuera del  ojo de la cámara.

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   Tenían onda, buena onda.

   O algo equivalente, compartían la naturaleza de la misma especie y la atracción de un hombre y una mujer jóvenes, pero eran diferentes por donde se mire; mamíferos como un conejo o una ballena, ellos con voluntad exuberante se aferraban a la vida con dudas y certezas en un mundo de fuerzas inconmensurables como arrolladoras.

   Tenían más qué buena onda.

   Camilo Muros estaba enamorado de Antígona.

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   La muchacha tenía su edad, quizá uno o dos años más según pudo deducir de conversaciones ocasionales. Nada le preguntó para evitar fastidiarla, ella como él eran dueños de un carácter firme e irascible. Y ojos engañosos, verduzcos y dulces como una guayaba madura.

   El primer encuentro en un barcito aledaño a La Terminal sirvió para compartir una cerveza fría y perfilar el costado bueno de ambos, aunque como avezados jugadores de ajedrez medían el alcance de las palabras, evitaban referirse al entorno familiar como a darse el número de teléfono.

   _ ¿Qué sentido tiene? dijo ella, si nos vemos seis días a la semana.

   _ Si por mí fuera te llamaría a cada rato, dijo él sabiéndose perdido.

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   El segundo encuentro fue una caminata al Parque Rodó y disfrutar el sol de noviembre sentados en un banco junto al lago.

   Antígona recordó sus visitas de niña al Museo de Bellas Artes y la paleta pálida de los románticos que tanto la habían impresionado, contrastando con el dibujo enérgico de las domas de potros o los malones indios con las cautivas en las grupas de sus caballos.

   _ Cosas de la patria vieja, dijo la muchacha.

   _ Creo en lo que veo, respondió él, creo en vos.

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   El tercer encuentro fue al anochecer en una amueblada de la Unión.

   Hicieron el amor repetidas veces y más veces jugaron con igual grado de excitación y gozo, se rindieron exhaustos sobre las sábanas acartonadas y el artificial perfume de ambiente, tomaron Caballito Blanco sin contar con vasos ni hielo, se emborracharon de felicidad, dormitaron y al despertar fumaron marihuana escuchando el silencio de la ciudad  para recomenzar los rituales del amor sin ataduras.

   Ella sospechó de él un pasado tormentoso, el tatuaje y la cicatriz de bala algo significaban; las manos suaves como los pianistas desentonaban con el trabajo ingrato de un mirón detrás de las cámaras.

   _ Camilo,  ¡qué nombre!, espetó ella a modo de provocación.

   _ Antígona… ¿ruso, griego o qué? retrucó él.

   Sorprendido de sí mismo y sin siquiera pensar en golpearla como habría reaccionado con otras mujeres que había conocido.

   Algo lo retenía haciéndole ver o imaginar un descubrimiento como nunca antes,  su amor por la muchacha. Segura al hablar, inmersa en un mundo de libros y papeles, eran tan distintos…

   _ Tenés manos de burócrata, lo provocó ella.

   _ No sé que es un burócrata pero sí conozco las manos de las meseras, retrucó caliente, aunque se maldijo interiormente temiendo echarlo todo a perder.

   Al amanecer encaminaron los pasos al Bulevar Artigas, él a tomar el turno de las seis en el panóptico de La Terminal, ella a acurrucarse en una butaca de la sala de espera y dormir hasta la hora de entrada en la librería.

   El muchacho la espiaba embelesado mientras tomaba los mates mañaneros, la muchacha se sentía observada y disfrutaba de ello, contaba con que él besaría su oreja a las nueve menos cinco susurrándole:

   _ Te amo.

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   Recorría las estanterías de modo rutinario como lo hacía cada día, posando la mirada en los lomos de los libros que en verticales leyendas daban cuenta de las singularidades de título y autor, guardando celosamente un saber a cambio de ser liberados de los estantes. Hasta entonces eran impávidos objetos, para algunos, de culto, para otros de colección, apresados tapa con tapa, guardando temas diversos desde voluminosas biografías a pequeñas guías de autoayuda.

   El orden alfabético no mermaba la sensación de la muchacha de enfrentar indefensa el transcurrir de la jornada extendida doce horas interminables. Con el paso de los minutos la búsqueda de un libro podía convertirse en un acertijo, cuando tamaña montaña de volúmenes disponibles  se transformaba en columnas infinitas en el stock informatizado.  Una librería que se prolongaba en la biblioteca de libros raros y antiguos del subsuelo, sino en contenedores de libros importados en el depósito de la calle Chaná.

   Su propia vida oscilaba en búsquedas interminables, confundiéndose con pistas falsas o señales equívocas, creyendo dar con el objeto deseado la realidad mostraba un espejismo.

   En el verano cumpliría treinta y pico sin saber lo que quería de su vida, o quizá lo sabía, pero por distintas circunstancias se sentía ahogada en un mar de tensiones y dudas abismales.

   Y ahora aparecía Camilo.

   Su madre no ayudaba demasiado, por lo contrario se aferraba a ella con desesperación como si fuesen los dos últimos seres vivientes del planeta.

   Y este empleo que no era la panacea pero que le permitía organizarse a partir de un ingreso fijo y la modesta comisión de una vendedora de libros.

   No era la mirada automática de las cámaras lo que la inhibía, tanto como el fragor del público recorriendo como caballos desbocados los pasillos del shopping, mirando todo con avidez y desgano, bebiendo con apuro refrescos enlatados, sabiéndose limitados por el crédito de las tarjetas o el escaso efectivo disponible, hasta que de pronto irrumpía de modo contradictorio en la conciencia, la infinitud de la oferta con la módica capacidad de compra.

   Querer y no poder. Sociedad de consumo a medias, periférica.

   Las luces y brillos de La Terminal se multiplicaban en la pared infranqueable de las vidrieras y muy pocos lograban la satisfacción plena que genera comprar, seguido las más de las veces de la frustración latente y el abatimiento hasta que una nueva compra restableciese el inestable equilibrio del homo consumidor.

   Ella detrás del pulcro uniforme se sentía insatisfecha, presa del aburrimiento.

   Se había hecho a los empujones, andando, al abrigo de una madre aturdida, sobreviviente solitaria, inventando almuerzos con poca cosa, ahorrando monedas para el boleto de ómnibus. Madre que muchas veces confundía lugares de una ciudad que mutaba, equivocaba fechas, despertaba temiendo a fantasmas inexistentes como no fuera en la persistencia de su afiebrada mente.

   _ Saldremos de la mala, dije entonces esperanzada.

   _ La maldad es la sombra de todas las cosas, replicó mi madre.



 4.

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   En mi día franco, a las seis llegué a La Terminal, me senté en una butaca de espaldas a la librería y esperé la mirada electrónica de él. Miré a la cámara y lo saludé con un ademán. A los cinco minutos pasó a buscarme.

   _ Te amo, dijo él abrazándome.

   _ Te adoro, respondí besándolo.

   Caminamos sin apuro alguno por la Avenida 18 de Julio, la temperatura no había mermado e impregnaba  las calles de una atmósfera enturbiada y viscosa. Unas cuadras más adelante, pequeños grupos de jóvenes empezaban a juntarse en las esquinas, algunos  más numerosos y decididos bajaban a la calle formando una movediza fila que a poco se engrosaba; encajonados entre los altos edificios  los cánticos festivos y el son de los tamboriles disipaban el aire viciado.

   _ ¿Y estos, qué quieren ahora? increpó Camilo.

   _ ¿Qué te pasa a vos?

   _ Sos ciega, con que derecho cortan la avenida.

   _ Con el que da la libertad, dijo ella, el domingo hay elecciones.

   _ A este país no lo cambia ningún presidente, respondió él con escepticismo.

   Ella lo miró con un dejo de tristeza y rabia en equilibrada dosis al tiempo que se colgaba del cuello y le hacía cosquillas.

   _ Sos un amargo.

   _ ¡Andá tarada!

   Para ella, la gente reunida le resultaba una boconada de aire puro, de comunión entre iguales, y a su modo de ver, la única garantía para seguir avanzando entre el pedregal de las necesidades y los derechos.

   El domingo habría elecciones con un candidato tupamaro. Y estaba cantado que sería el próximo presidente.

   _ Un viejo mal hablado, critico él.

   _ ¡Já! Porque todavía no conoces a mi madre, dijo ella.

   Un carro tirado por una flaca caballería llevaba a cinco o seis recolectores de plásticos y cartón, muy jóvenes casi niños,  enarbolando entre  cánticos bulliciosos una bandera tricolor.

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   Caminaron junto a la muchedumbre hasta llegar a la calle Yaguarón.

   El calor reverberaba en el Centro y decidieron buscar un bar.

   El lugar ocupaba una esquina, alargado con el mostrador y la estantería de caoba, con espejos. Unas pocas mesitas y una máquina de videojuegos al fondo en penumbras acentuaba la estreches de espacio. Como tantos del Barrio Sur,  era un antiguo y decrépito bar que probablemente desaparecería junto con su anciano dueño.

   Unos pocos parroquianos, ninguna mujer, tan viejos como el lugar, los observaron cansinamente pero continuaron la murmurante conversación sin reparar más en ellos. El muchacho pidió una cerveza que fue vertida en vasos escarchados por el frío de la heladera. Afuera el sol pintaba el frente de las centenarias casas con temperaturas sofocantes.

   Ellos hablaron con voces altisonantes, murmurando a veces como acostumbran los amantes.

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   Caminaron abrazados en dirección al mar; compraron una cerveza en un almacén y se sentaron a la sombra de un árbol en la Plaza Zitarrosa. Cruzando la solitaria calle, los muros blancos del Cementerio Central se abrían por los portones de hierro bajo la monumental arcada de la entrada principal. Desde ese límite ambiguo entre los vivos y los muertos, la mirada se internaba en los tres sitios del camposanto, para extraviarse en la suave pendiente poblada de cipreses hasta los confines del mar. Sino, el observador atento daba con tumbas en ruinas, de la Patria Vieja, o monolitos funerarios con los símbolos de la cristiandad o la masonería esculpidos en mármoles pulidos por el tiempo. Caminitos que en confusas bifurcaciones descubrían rincones incitando a rituales africanos, o bóvedas con escalinatas en penumbras provocando a los buscadores de antiguos tesoros.

   El silencio era denso, elemental, triangulado con la plaza arbolada y el viejo cementerio, se hallaba la parada del ómnibus, desierto a esa hora, y salvo por un Mercedes Benz del ´59, gris metalizado estacionado al amparo de la sombra, las calles reverberaban soledad.

   Bebieron a sorbos la cerveza liberando de la memoria tantas y tantas maravillas de la existencia urbana. Un mundo de anécdotas frescas y sueños inalcanzables propio de los jóvenes.

   _ Mi nombre no es Muros, dijo él sacándose un peso de encima, es el nombre que me dio la agencia y uno más de los que me dio la vida.

   Lindolfo,  ayer nomás me dijo quién soy, sino de dónde vengo, me reencontré con mi verdadero nombre.

   Muy triste, muy contradictorio.

   Debería sentirme un tipo feliz.

   La muchacha lo escuchaba con devoción, atenta a los intersticios del lenguaje callejero que el muchacho nunca había perdido del todo, las manos entre las suyas, sintiéndose temerosamente feliz. Felicidad que la vida le había negado desde que debió recorrer siendo niña un laberinto de acertijos, de espejos mágicos, de medias verdades...

   Eran ella y su madre. Solas.

   Y ahora para mayor sorpresa, como un regalo del cielo lo conocía a él, su amante de nombre extraviado.

   La brisa del mar la sobresaltó.

   _ Lo mío, dijo él, es un rompecabezas, por lo que sé tengo familiares, nada en cambio conozco de mi padre y no mucho más de mi origen.

   Ayer recuperé mi nombre gracias a Lindolfo. Quiero creer es mi verdadero nombre.

   Ahora, mi madre también tiene un  nombre para mí, cinco letras para el nombre más hermoso…

   Ella hizo un esfuerzo por comprender, algo entendía de ese ingrato y difuso mundo de las ausencias, de la orfandad y las búsquedas. Aunque intrigada, nada preguntó temiendo arruinar el momento. A veces, ante los acontecimientos elementales las palabras estaban demás.

   La muchacha empinó la botella y convidó con gesto cómplice, jugado y marginal, pareciéndole ver a los fantasmas del cementerio sobrevolando escondidos entre el follaje de la plaza. Acostumbrada a los fantasmas de la librería ordenados en la Sección F éstos se le antojaban más creíbles e interesantes.

   _ Esperame, voy por otra cerveza, dijo él.

   Ella aguardó observando las nubes rosadas, viajeras impasibles que le hacían temer la sensatez de sus pensamientos terrenales, en definitiva, lo que se desenvolvía alrededor suyo, ahora, en este instante, no podía tener asidero sino en la ficción, imaginado, tanto como un fruto maligno que cultivan los escritores.

   Nunca se había sentido tan feliz.

   _ Está súper helada, dijo el muchacho.

   Ella lo miró embelesada y con indefinible temor.

   _ ¿Sabés qué? Mi verdadero nombre ausente de mi memoria, el deseado por mi madre contradictoriamente evocador de una pérdida… es Lucero.

   Lindo nombre ¿verdad?

   Ella dio un respingo visceral.

   Él no se percató de nada, tan eufórico estaba. Bebió a tragos largos y convidó.

   _ Aunque todavía no la conozco personalmente, sé en cambio el nombre de mi madre.

   _ Lucero… ¿o preferís que te llame Camilo?

   _ Ahora que decís, me siento raro… no por mi nombre ¿te das cuenta lo que significa para mí recuperar el nombre de mi madre?

   Ella sentíase interiormente corroída por los nervios y sin quererlo habló con la manse-dumbre de los profetas.

   _ Estoy tan feliz de verte así… ¿y cómo se llama ella?

   _ Abril… suena otoñal ¿no?

   La muchacha sintió vibrar cada músculo, exhausta como una atleta al llegar a la meta y con los sentidos obnubilados. Indefensa y acosada por la brisa sofocante, por el alcohol que trepaba a su cerebro, quemante, con la angustia agrietando el pobre corazón.

   Se desmayó sentada al pie del árbol.

   Cuando despertó las nubes rosadas cruzaban el cielo empujadas por el viento Norte.

   Lo miró sintiéndose estafada.

   _ Amor ¿estás bien?

   Nena ¿te sentís mejor?

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   _ Voy por otra cerveza, dijo ella, queriendo fugar a las líneas del destino.

   _ Dale, dijo el muchacho recostado sobre el pasto.

   Cómo hacer para espiar el horizonte en busca de una señal a semejante embrollo, formular tan siquiera una pregunta sobre el origen de las cosas signadas por la violencia, desgarramientos por acontecimientos inmanejables que escapaban al raciocinio y los flacos recursos humanos.

   ¿Qué hacer? Cuando quien observa sólo ve espejismos de la realidad escamoteada; pregunta de buena fe y obtiene  murmullos como respuesta; escucha en el mayor de los silencios el silencio.

   Lindolfo afirma que mi madre, obsesionada por encontrarme deambuló por los oscuros pasillos de los fármacos y la locura.

   Mi hermana soñaría reencontrarse con el hermano que no conoció.

   Mi nombre y sus nombres, mi vida y la misma existencia nos fueron negados. Fuimos negados para la afirmación ¿de qué?

   De la democracia, pregonan ufanos los ex presidentes…

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   Ignorándolo todo me enamoré de la muerte, del crimen, de la muchacha más bella, única entre todas. Esta vez desafié al destino, confiado que con ella lograríamos todo.

   ¿Por qué no? Me habían quitado la posibilidad misma de reconocerme en los míos, en sus voces, en una fotografía velada por el paso del tiempo… En cambio, había sido engañado miserablemente a creer en gente que no era mi gente, ser vendido o tomado como un esclavo, yo no lo sabía, pero entonces me hicieron sentir negado, no querido.

   Confundido, no me sentí persona sino una cosa sobrante entre las demás cosas.

   Una cosa fuera de su lugar.

   A los doce años, por intuición o sospechas, por odio o hartazgo, o por un cóctel explosivo de esos sentimientos punzantes me escapé de la casa de Palmar.

   Y en las calles me convertí en un malviviente.

   Sin pensarlo, en un delincuente, en un criminal.

   Y con el tiempo, también en un hombre de la agencia.

   El día que apareció detrás de la cámara aquella muchacha sentí que no era un rostro más, como sin más  descubrir que estaba perdidamente enamorado. Lo virtual y lo real se corporizaron en la atracción de dos desconocidos y de tal manera, comenzamos nuestra propia historia emborrachados de amor.

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   ¿En qué país habíamos nacido?

   Para que Lindolfo, un policía de mi edad, decidiera investigar afiebrado el pasado reciente con la avidez del sediento por reivindicarse de cosas que no había hecho, pero que lo rozaban desde la cuna, lo manchaban creía, martirizando su entendimiento y condición humana.

   El policía misterioso que lo había ayudado a zafar en más de una ocasión, que compartíamos bebiendo un coñac los hallazgos de sus búsquedas y mis incertidumbres, revelando cada partecita de una dolorosa verdad como parte de un asunto común, invisibilizado, que nos concernía e involucraba.

   Que a todos nos concierne, diría Lindolfo cada vez que caía preso de la angustia y la desesperanza. Desde la bronca el joven policía buscaba de modo persistente mitigar su propia cercanía a los crímenes de su padre. Entre ellos, decía cabizbajo, el mayor de todos: la falta de arrepentimiento.

   ¿En qué país habíamos crecido?

   Para que Juan Cruz, el peón rebelde y cazador de serpientes eligiera exilarse en la forestación; para que Richard descansase en una tumba anónima a los dieciséis; para que la niña Tansín se desnudase noche a noche en un burdel de Fray Bentos.

   Para que él, Lucero alias Giuliano, Bahiano o Feinmann, Martín García o Braine, por un extraña simbiosis mutara de vulgar ladronzuelo o asesino o estafador en un agente encubierto, en un espía, en un metódico hacedor de informes.

   Espiando en un mundo de espías y escuchas satelitales, de aviones automáticos y falsos pichicomes, de misiles inteligentes y manifestantes encubiertos. Cuando dos letras cambian el sentido de un mensaje y casi vamos a la guerra… o vemos botijas-zombis deambular por 8 de Octubre o la avenida Agraciada… o narco-traficantes en el hall de La Terminal.

   El muchacho interrumpió sus cavilaciones, se incorporó y la vio venir con la cerveza, parecía más tranquila y una fresca sonrisa dibujaba su rostro pasado el susto del desmayo. Es hermosa, pensó.

   A lo lejos escuchó la aceleración de una moto de alta cilindrada.

   En el cielo las nubes viraban de rosados a celestes agrisados reflejados en el mar.

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   Frente a su campo de visión el cementerio blanquecía como un telón sencillo y rústico de un acto de escolares que contrastaba con la paleta de verdes y pardas sombras de la Plaza Zitarrosa. Lo demás lo ocupaba el silencio sofocante, intimidatorio como en víspera de una catástrofe natural, redundaba la quietud imperante mientras a unas pocas cuadras se había dado cita una muchedumbre.

   El domingo madrugaría para ir a votar temprano y disponer a sus anchas del día franco… La soledad y abandono lo acosaba en el plano personal, no veía al niño desde hacía dos semanas, cuando la madre lo llevó poco menos que en calidad de rehén a la casa de sus suegros.

   Después hablaremos y aclararemos todo esto, había dicho la muy zorra, actuando de acuerdo a un plan preestablecido. Sabía que lo hería de muerte porque el niño ocupaba la mejor parte de sí, de sus mejores pensamientos y razón de existir. El próximo paso seguramente sería una cita en la oficina de algún ruin abogado de la calle Andes.

   Así estaban las cosas.

   Pero no alcanzaba a comprender ¿qué podría suceder en derredor de Lucero y la muchacha en la Plaza Zitarrosa, amén de beber cervezas?

   Encendió otro cigarrillo tratando de mitigar la ansiedad, las dudas y la falta de un motivo visible que justificase el estado de alerta en aquel punto ignoto de la ciudad.

   Los muchachos de la agencia consideraban poco probable un asunto de naturaleza política, aún considerando los comicios del próximo domingo y la cualidad de exguerrillero del principal candidato a presidente.

   Tampoco el conflicto en el puente binacional que se había aquietado hasta casi desaparecer de la agenda, salvo por alguna que otra noticia periodística o declaraciones altisonantes de algún político trasnochado.

   ¿Qué cosa podría suceder en este escondido rincón montevideano?

   Fumó con impaciencia como acreditando un par de dudas. ¿Habría algún tema que Muros se olvidó mencionar de las actividades de la agencia en La Terminal? ¿Hizo algún descubrimiento que fue detectado por otros y entonces corría peligro?

   Era todo un tanto confuso. ¿Quién era la muchacha?

   Archivos daba cuenta que salvo la militancia en organizaciones de Derechos Humanos y un par de fotografías donde es identificada entre los manifestantes, no registra antecedentes policiales. Su madre sí como tantos otros, pero de eso había pasado más de treinta años. No recordaba el nombre de la madre de la muchacha pero algo lo perturbó, como que una pieza estaba fuera de lugar.

   La otra duda era más temible y  desistió de considerarla. ¿Estaría en serio su mujer planeando sacarlo del medio, un “accidente”, quizá ejecutado por algún sicario? “Policía es asesinado cuando se resiste al robo de su automóvil” sonaba verosímil. ¿En la Plaza Zitarrosa? resultaba muy raro.

   Miró por el espejo retrovisor, nada.

   La advertencia había sido oportuna pero no estaba claro de que asunto se trataba. Sólo sospechas a partir de un rumor callejero oído por un informante de la Agencia.

   Miró la calle desierta y los vio pasar a toda velocidad, aminorar la marcha y hacer los disparos para escapar sin más.

   Salió del Mercedes maldiciendo a la carrera, empuñando la nueve milímetros más dos cargadores en el cinturón y la impotencia a flor de piel.

   Echó una mirada furiosa cruzada por la angustia al ver el pecho sangrante del muchacho y a la muchacha que corría a su lado para envolverlo en un abrazo desesperado.

   _ ¡Llamá al 911! ordenó con un grito ahogado mientras corría detrás de la moto que para entonces, se internaba en el cementerio.

   Creía reconocer al de la ametralladora.

   El policía se maldijo una mil veces, como una descarga eléctrica cruzó por su cabeza que el atacante era además un viejo conocido.

   No se perdonaba haber subestimado el llamado del informante advirtiendo que algo “grosso” iba a acontecer, ese atardecer en la Plaza Zitarrosa.

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   Lucero percibió que algo andaba muy mal cuando la moto disminuyó la velocidad y del costado vomitaba una ráfaga la Brugger que empuñaba el tipo de atrás.

   Sintió los centellantes impactos que lo perforaban, tanto como percibir el trastocado origen de su vida a este preciso momento en tres segundos miserables; los vio también a ellos, el piloto con campera de cuero negro, guantes y el casco semejantes a dos prolongaciones humanas de la rugiente máquina. El otro, aferrado a la pistola ametralladora, humeante, asesina, mostraba con una mueca la satisfacción del trabajo bien hecho, a la exacta medida de la venganza, odio cultivado en las calles montevideanas que renacía, esta vez en la Plaza Zitarrosa.

   El tardío ajuste de cuentas meticulosamente planeado por Aidemar.

   _ ¡Bahiano! ¡Tarde o temprano todos pagan!, vociferó mientras la moto  zigzagueante arremetía la escalinata del cementerio.

   Lucero vio cruzar a la carrera a Lindolfo, que sin poder ocultar la desesperación en la voz lanzaba un grito bestial, de animal acosado.

   _ ¡Llamá al 911!

   En brazos de Antígona reconoció el amparo y la soledad como cosas naturales de su vida, percibió el olor penetrante de la sangre como la fresca humedad de la tierra.

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   Al circunvalar el Panteón de los Héroes de la Patria, la moto derrapó aprisionando momentáneamente a Aidemar pero con mejor fortuna que su compañero, que dio en su pecho con una vieja cruz de hierro forjado, tumba sin nombre, de un soldado de la guerra contra los paraguayos.

   El asesino huyó y buscó refugio entre las tumbas, tomando un resuello y considerando el punzante dolor en una de sus piernas. Con la caída se había atascado la Brugger y estaba completamente desarmado.

   Lindolfo, el inspector “Delitos Globales”, cruzó a la carrera a corta distancia del escondrijo y no advirtió su presencia. Mejor así.

   Ya ajustarían cuentas por cruzarse en su camino.

   _ Que agradezca que le perdone la vida, murmuró sudoroso.

   Pasados unos minutos escuchó las sirenas y se decidió a seguir los pasos del policía en dirección a la puerta trasera del cementerio.

   Tres jubilados que paseaban por la rambla con sus perros, al escuchar disparos dieron aviso al 911, sin comprender ni declarar demasiado porque poco y nada habían visto.

   Uno sugirió guardar silencio.

   _ En estos tiempos no se sabe quién es quién.

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   Aferró el cuello de la botella con tal fuerza que el frío y el pánico entumecieron las manos hasta doler, pero eso duró un segundo, la tiró imprevistamente haciéndola estallar contra el pavimento despidiendo esquirlas de vidrio y espumas en derredor, gritó desesperada al tiempo que corría junto a Lucero caído al pie del árbol.

   Los canallas de la motocicleta la tomaron por sorpresa con el estruendo de los disparos y la fuga precipitada.

   Asesinos eficientes, profesionales.

   Lucero la observó con los ojos mansos de los enamorados, ella evitó mirar el pecho rugiente y cárdeno y acuclillada a su lado levantó la cabeza acariciándolo, diciéndole cosas sin sentido, llorosa.

   El tipo los miró sin detenerse y arma en mano corrió hacia el cementerio.

   _ ¡Llama al 911! alcanzó a escuchar pero no a comprender cabalmente. 

   Lo miró con ternura infinita, tratando de comportarse sin llorar. 

   Agradecida. 

   _ Estoy bien, mintió Lucero.

   _ Tengo que decirte algo, dijo ella implorando un milagro o vaya a saber qué.

   Él entrecerró los ojos, resopló ahogado y sonrió apenas para mirar extasiado el rostro de la muchacha amada.

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