El Crimen de la Plaza Zitarrosa 13 / Por José Luis Facello

Así pues, no habrá camino

que no recorramos juntos.

Tratamos el mismo asunto

orientales y argentinos,

ecuatorianos, fueguinos,

venezolanos, cuzqueños;

blancos, negros y trigueños

forjados en el trabajo,

nacimos de un mismo gajo

del árbol de nuestros sueños.



Alfredo Zitarrosa



1.

(1 espacio) 

   La persiana entreabierta atenúa la mortecina claridad del crepúsculo en tanto las manchas de humedad en el techo cobran nuevos significados.

  La pieza, en el primer piso, me permite observar la presencia de la vida y el caos circundante en la calle, en el barrio. Mi barrio. La pieza, un cuadrado de cuatro por cuatro  alberga una cama, una computadora y una heladera de nueve pies. Es mi espacio íntimo a prueba de la violencia.

   Enciendo un cigarrillo y recuesto nuevamente como hice de modo intermitente durante todo el día esperando los sonidos de la noche, fumar, lo único que adormece mi estado de persistente nerviosismo.

   En una de las manchas imagino el perfil de ella, recortada en el umbral de la puerta como tantas veces y otras tantas, alejándose, dejando tras de sí una estela de reproches, como sentirse desestimada con mi trato, harta de mi carácter, loquísimo. A pesar de, regresaba porque decía amarme.

   Mujeres.

   Despertaba en mí un sentimiento contradictorio que tantas veces derivaba en una sensación de insatisfacción y hastío, propio de los viejos, y esto me rebelaba considerando que  cumpliría veinticinco en abril; había abandonado Periodismo al mediar segundo año y trabajaba para “Calles de Nadie” desde hacía cinco meses.

   Ella no tenía derecho a enojarse.

   Tres años que salimos juntos, ocasionalmente, una seguidilla de tres o cuatro veces a la semana tanto como espaciadas por uno o dos meses. Con la vigencia de los enunciados básicos cuando nos conocimos: coincidencias para disfrutar películas de culto, onda “Crepúsculo” o “Matrix”, entretenimientos que establezcan un límite al avasallamiento de la realidad. Una relación adulta con absoluta  libertad e independencia de movimientos y por sobre todo, sin recurrir a la violencia aunque las tensiones bloqueen la comunicación en medio de un laberinto de señales, simbolismos y reclames comerciales que producen tanto daño como ingerir vísceras de pollo.

   Ella, felizmente,  mantiene en paralelo este criterio con su esposo pero eso no evita las disidencias personales y las marcas del fracaso  que sobrellevan a duras penas,  una  relación a todas luces sin resolución ni final a la vista.

   Convivir con el fondo de la violencia latente, sin perder el control, no era un asunto menor. A Caterina la amiga, casi le cuesta el desprendimiento de retina en el ojo izquierdo, seis semanas de tratamiento en una mutualista  y el apresurado escape del novio, sin paradero conocido desde entonces. Una pareja difícil, pero que a su modo se quieren, el perdón y el reencuentro sobrevuela lo previsible por arriesgado que sea.

   Durante dos meses no pude escribir una sola línea.

   Primero porque nos fuimos con Silvina un mes al Este, a Aguas Dulces. Su familia oriunda de Rocha había ocupado un médano hacía más de cuarenta años, construyeron una cabaña de mala muerte que según ella siempre resulta mejor que una carpa, además de estar equipada con unas pocas cosas que no alcanzaba para despertar el interés de los ladrones. Y lo que fueron unas pocos ranchos dispuestos para el placer, con lejanas reminiscencias hippies, con el paso del tiempo se convirtió en la urbanización costeña más caótica de que se tenga memoria, más aún, registraba un suplemento dominical, que los asentamientos nocturnos en el cabo o las barriadas emergentes en los aledaños del Camino Maldonado.

 Mientras un hecho se vinculaba al placer y resultaba simpático, los otros en cambio respondían a una necesidad, pero los calificativos para éstos estaban teñidos de prejuicios, racistas y marginadores: asentamientos ilegales, barriadas de negros, nido de vagos y traficantes.

   Regresamos el lunes, ella volvió con su ex marido y yo no logré salir de la cama desde entonces.

   ¿Qué día es hoy? creo que último jueves de carnaval.

   Recordé otra vez a Sánchez, el jefe-editor de “Calles de Nadie”, y su cínica voz advirtiéndome por teléfono que sin nota no habría cheque. La amenaza sólo buscaba mi reacción y de hecho, garantizar material para el semanario, que sin mi aporte profesional naufragaba en un mar de mediocridad.

   Aún así, escaso de efectivo y sin fondos en la cuenta bancaria no lograba concentrarme para escribir algo presentable en los primeros días de marzo. Del material archivado y acorde a mis investigaciones, lo más interesante era en torno al crimen de la Plaza Zitarrosa. Quizá por la connotación especial que agregaba mi condición de periodista y testigo directo. Aquella vez, un informante facilitó mi incursión por la plaza y el azar quiso que estuviese allí en el momento de los hechos.

   Otra mancha en el techo perfila entre nubarrones de pintura vieja la silueta de un revólver, quizá el emblema de una época que nos sorprende cada mañana con los rituales de la muerte. Postales de otro país, arcano, cuando los orientales de la generación de mi padre dirimían las diferencias políticas a los tiros. Mientras aquellos tiempos violentos estaban cruzados por los ideales y los proyectos encontrados; para algunos, occidente contra los comunistas, para otros el derecho a vivir dignamente en la tierra que los vio nacer. Hoy la violencia ha mudado de ropaje.

   El presente está marcado por el control de negocios ilícitos, por actos delictivos teñidos de sangre o el tráfico de divisas que enmascaran desde clubes deportivos a sociedades de “bien público”.

   El mundo está cambiando.

   Extravío la mirada en el cielo raso con visiones saturadas por el aburrimiento, dominado por el cansancio sino del mero existir característico de los pesimistas. Veinticinco años cumplidos. ¡Un cuarto de siglo!

   Enciendo otro cigarrillo, el primero de la naciente noche.

(1 espacio)

   Miro el interior de la heladera, vacía. En los compartimentos de la puerta encuentro una lata de cerveza y un pote de queso. Algo es algo.

   Enciendo el tercer cigarrillo de la noche y asoman los pocos recuerdos de aquel día tempestuoso.

   El informante daba cuenta que algo, tan impreciso como grave, podría ocurrir en la Plaza Zitarrosa. Ese mismo día y a pocas cuadras del lugar, otro hecho previsible esta vez, congregaría a una multitud para dar su apoyo al candidato político. Se esperaba en las elecciones del domingo, el triunfo estaba cantado, del viejo ex guerrillero.

   La dejé a Silvina con sus compañeros de facultad y encaminé hacia la plaza, mi vocación me llamaba. Por otra parte no soy afecto a la política, realmente la considero una pérdida de tiempo. Y baso el análisis en las cuatro P; la Política subordinada al Poder y Postergación de los Pobres. Digan lo que digan, adjunten las estadísticas que se les antoje, en esta ciudad postergar es un fallido costumbrista. Una pintura ciudadana. Y mi generación, dicho sin ánimo de queja ni disgusto porque estamos acostumbrados, somos los frustrados mejor calificados profesionalmente con altas posibilidades de andar a la deriva por la vida.

   Mi padre eludió la humillación. Murió joven.

(1 espacio)

   Las manchas del techo me sitúan en el lugar, en mi memoria aflora el fatídico día en que sentí la materialidad del miedo. A tres años de que mi vida cambió a partir de mutar la buena fe del montevideano medio al vacío de la incertidumbre.

   La arboleda de la plaza se recortaba sobre el fondo blanco del Cementerio Central, a un costado un Mercedes Benz gris estacionado sobre Aquiles Lanza. Al pie de un árbol, una pareja aislada en su mundo bebían cervezas.

   Bebo un trago de cerveza helada.

   Recuerdo más que las imagines los sonidos: la aceleración de una moto de alta cilindrada, los disparos de ametralladora, los gritos histéricos de ella, y al tipo del Mercedes que pasó a la carrera, arma en mano y vociferando como un loco.

   En la penumbra, yo obedecí la orden y al instinto de sobrevivencia, preso del horror sólo atiné a llamar al 911y huir apresuradamente del lugar.

   Qué estupidez la mía para dejarme llevar por la avidez de una noticia.

   Los sucesos de ese día y siguientes se inscriben en el mayor de los misterios.

   Los atacantes, en enloquecida fuga a través del cementerio derraparon mal y uno de ellos murió al instante. Vi la fotografía en los diarios de la mañana, el tipo enfundado en su casco yacía atravesado por  los hierros de una antigua cruz. Posteriormente se confirmó la hipótesis de un francotirador que disparó al amparo de las marmóreas alas de una estatua funeraria. El compinche, mayor de edad, identificado como A.B.R. fue capturado poco después en las cercanías del Teatro Solís.

   El sujeto del Mercedes resultó ser oficial del “Departamento de Delitos Globales y Tráficos Peligrosos” y su cadáver con la cabeza destrozada fue hallado rato después, al pie del murallón de la rambla bañado por las olas de las siete de la tarde.

   El día del sepelio la jefatura coincidió en calificar a Lindolfo José como un abnegado funcionario y ejemplo para la fuerza. Un homenaje austero que rezumaba la tristeza por el camarada malogrado. La viuda no asistió al acto lo que dio lugar a las murmuraciones sobre las desavenencias de la pareja. Un familiar íntimo del policía deslizó por lo bajo que el bueno de Lindolfo nunca pudo conciliar en su conciencia los deberes del funcionario público con los procedimientos de su padre, también policía.

   El expediente de Lindolfo José fue caratulado “suicidio/muerte dudosa”, considerando la existencia de un francotirador en la línea de investigación.  

   Doy cuenta de otro trago de cerveza.

   Pero eso no era todo, tres días más tarde la víctima del tiroteo, Camilo Muros, un hombre de 37 años, guardia de seguridad en la Terminal de Tres Cruces, con dos balazos en el pecho escapa del sanatorio junto a una misteriosa mujer, sin dejar rastros.

   Investigaciones posteriores y con la confidencialidad que el caso amerita me permitieron saber que el autor del atentado, Aidemar B.R. pertenecía a un organismo denominado “Inteligencia Paralela”. Mientras, la falta de antecedentes hasta el punto de carecer de un solo dato de su vida, sindicaba a  Camilo Muros  como un tipo digno de ser investigado. El tipo no existía para la empresa, la documentación personal resultó falsa y los rastros personales habían sido meticulosamente borrados. De alguna manera la identidad falseada de la víctima aumentaba la dosis de interés por la refriega de la Plaza Zitarrosa. Y los aspectos en común de los cuatro hombres, salvo la mujer empleada en una librería, es que todos integraban una fuerza de seguridad o vigilancia.

   Yo era apenas un testigo periférico al núcleo de la tragedia.

   Me preguntaba de qué se trataba todo esto. ¿Estaba frente a otro caso insoluble de violencia urbana? ¿Llegué allí por azar o fui inducido a estar presente en el escenario del crimen?Así pues, no habrá camino

que no recorramos juntos.

Tratamos el mismo asunto

orientales y argentinos,

ecuatorianos, fueguinos,

venezolanos, cuzqueños;

blancos, negros y trigueños

forjados en el trabajo,

nacimos de un mismo gajo

del árbol de nuestros sueños.



Alfredo Zitarrosa



1.

(1 espacio) 

   La persiana entreabierta atenúa la mortecina claridad del crepúsculo en tanto las manchas de humedad en el techo cobran nuevos significados.

  La pieza, en el primer piso, me permite observar la presencia de la vida y el caos circundante en la calle, en el barrio. Mi barrio. La pieza, un cuadrado de cuatro por cuatro  alberga una cama, una computadora y una heladera de nueve pies. Es mi espacio íntimo a prueba de la violencia.

   Enciendo un cigarrillo y recuesto nuevamente como hice de modo intermitente durante todo el día esperando los sonidos de la noche, fumar, lo único que adormece mi estado de persistente nerviosismo.

   En una de las manchas imagino el perfil de ella, recortada en el umbral de la puerta como tantas veces y otras tantas, alejándose, dejando tras de sí una estela de reproches, como sentirse desestimada con mi trato, harta de mi carácter, loquísimo. A pesar de, regresaba porque decía amarme.

   Mujeres.

   Despertaba en mí un sentimiento contradictorio que tantas veces derivaba en una sensación de insatisfacción y hastío, propio de los viejos, y esto me rebelaba considerando que  cumpliría veinticinco en abril; había abandonado Periodismo al mediar segundo año y trabajaba para “Calles de Nadie” desde hacía cinco meses.

   Ella no tenía derecho a enojarse.

   Tres años que salimos juntos, ocasionalmente, una seguidilla de tres o cuatro veces a la semana tanto como espaciadas por uno o dos meses. Con la vigencia de los enunciados básicos cuando nos conocimos: coincidencias para disfrutar películas de culto, onda “Crepúsculo” o “Matrix”, entretenimientos que establezcan un límite al avasallamiento de la realidad. Una relación adulta con absoluta  libertad e independencia de movimientos y por sobre todo, sin recurrir a la violencia aunque las tensiones bloqueen la comunicación en medio de un laberinto de señales, simbolismos y reclames comerciales que producen tanto daño como ingerir vísceras de pollo.

   Ella, felizmente,  mantiene en paralelo este criterio con su esposo pero eso no evita las disidencias personales y las marcas del fracaso  que sobrellevan a duras penas,  una  relación a todas luces sin resolución ni final a la vista.

   Convivir con el fondo de la violencia latente, sin perder el control, no era un asunto menor. A Caterina la amiga, casi le cuesta el desprendimiento de retina en el ojo izquierdo, seis semanas de tratamiento en una mutualista  y el apresurado escape del novio, sin paradero conocido desde entonces. Una pareja difícil, pero que a su modo se quieren, el perdón y el reencuentro sobrevuela lo previsible por arriesgado que sea.

   Durante dos meses no pude escribir una sola línea.

   Primero porque nos fuimos con Silvina un mes al Este, a Aguas Dulces. Su familia oriunda de Rocha había ocupado un médano hacía más de cuarenta años, construyeron una cabaña de mala muerte que según ella siempre resulta mejor que una carpa, además de estar equipada con unas pocas cosas que no alcanzaba para despertar el interés de los ladrones. Y lo que fueron unas pocos ranchos dispuestos para el placer, con lejanas reminiscencias hippies, con el paso del tiempo se convirtió en la urbanización costeña más caótica de que se tenga memoria, más aún, registraba un suplemento dominical, que los asentamientos nocturnos en el cabo o las barriadas emergentes en los aledaños del Camino Maldonado.

 Mientras un hecho se vinculaba al placer y resultaba simpático, los otros en cambio respondían a una necesidad, pero los calificativos para éstos estaban teñidos de prejuicios, racistas y marginadores: asentamientos ilegales, barriadas de negros, nido de vagos y traficantes.

   Regresamos el lunes, ella volvió con su ex marido y yo no logré salir de la cama desde entonces.

   ¿Qué día es hoy? creo que último jueves de carnaval.

   Recordé otra vez a Sánchez, el jefe-editor de “Calles de Nadie”, y su cínica voz advirtiéndome por teléfono que sin nota no habría cheque. La amenaza sólo buscaba mi reacción y de hecho, garantizar material para el semanario, que sin mi aporte profesional naufragaba en un mar de mediocridad.

   Aún así, escaso de efectivo y sin fondos en la cuenta bancaria no lograba concentrarme para escribir algo presentable en los primeros días de marzo. Del material archivado y acorde a mis investigaciones, lo más interesante era en torno al crimen de la Plaza Zitarrosa. Quizá por la connotación especial que agregaba mi condición de periodista y testigo directo. Aquella vez, un informante facilitó mi incursión por la plaza y el azar quiso que estuviese allí en el momento de los hechos.

   Otra mancha en el techo perfila entre nubarrones de pintura vieja la silueta de un revólver, quizá el emblema de una época que nos sorprende cada mañana con los rituales de la muerte. Postales de otro país, arcano, cuando los orientales de la generación de mi padre dirimían las diferencias políticas a los tiros. Mientras aquellos tiempos violentos estaban cruzados por los ideales y los proyectos encontrados; para algunos, occidente contra los comunistas, para otros el derecho a vivir dignamente en la tierra que los vio nacer. Hoy la violencia ha mudado de ropaje.

   El presente está marcado por el control de negocios ilícitos, por actos delictivos teñidos de sangre o el tráfico de divisas que enmascaran desde clubes deportivos a sociedades de “bien público”.

   El mundo está cambiando.

   Extravío la mirada en el cielo raso con visiones saturadas por el aburrimiento, dominado por el cansancio sino del mero existir característico de los pesimistas. Veinticinco años cumplidos. ¡Un cuarto de siglo!

   Enciendo otro cigarrillo, el primero de la naciente noche.

(1 espacio)

   Miro el interior de la heladera, vacía. En los compartimentos de la puerta encuentro una lata de cerveza y un pote de queso. Algo es algo.

   Enciendo el tercer cigarrillo de la noche y asoman los pocos recuerdos de aquel día tempestuoso.

   El informante daba cuenta que algo, tan impreciso como grave, podría ocurrir en la Plaza Zitarrosa. Ese mismo día y a pocas cuadras del lugar, otro hecho previsible esta vez, congregaría a una multitud para dar su apoyo al candidato político. Se esperaba en las elecciones del domingo, el triunfo estaba cantado, del viejo ex guerrillero.

   La dejé a Silvina con sus compañeros de facultad y encaminé hacia la plaza, mi vocación me llamaba. Por otra parte no soy afecto a la política, realmente la considero una pérdida de tiempo. Y baso el análisis en las cuatro P; la Política subordinada al Poder y Postergación de los Pobres. Digan lo que digan, adjunten las estadísticas que se les antoje, en esta ciudad postergar es un fallido costumbrista. Una pintura ciudadana. Y mi generación, dicho sin ánimo de queja ni disgusto porque estamos acostumbrados, somos los frustrados mejor calificados profesionalmente con altas posibilidades de andar a la deriva por la vida.

   Mi padre eludió la humillación. Murió joven.

(1 espacio)

   Las manchas del techo me sitúan en el lugar, en mi memoria aflora el fatídico día en que sentí la materialidad del miedo. A tres años de que mi vida cambió a partir de mutar la buena fe del montevideano medio al vacío de la incertidumbre.

   La arboleda de la plaza se recortaba sobre el fondo blanco del Cementerio Central, a un costado un Mercedes Benz gris estacionado sobre Aquiles Lanza. Al pie de un árbol, una pareja aislada en su mundo bebían cervezas.

   Bebo un trago de cerveza helada.

   Recuerdo más que las imagines los sonidos: la aceleración de una moto de alta cilindrada, los disparos de ametralladora, los gritos histéricos de ella, y al tipo del Mercedes que pasó a la carrera, arma en mano y vociferando como un loco.

   En la penumbra, yo obedecí la orden y al instinto de sobrevivencia, preso del horror sólo atiné a llamar al 911y huir apresuradamente del lugar.

   Qué estupidez la mía para dejarme llevar por la avidez de una noticia.

   Los sucesos de ese día y siguientes se inscriben en el mayor de los misterios.

   Los atacantes, en enloquecida fuga a través del cementerio derraparon mal y uno de ellos murió al instante. Vi la fotografía en los diarios de la mañana, el tipo enfundado en su casco yacía atravesado por  los hierros de una antigua cruz. Posteriormente se confirmó la hipótesis de un francotirador que disparó al amparo de las marmóreas alas de una estatua funeraria. El compinche, mayor de edad, identificado como A.B.R. fue capturado poco después en las cercanías del Teatro Solís.

   El sujeto del Mercedes resultó ser oficial del “Departamento de Delitos Globales y Tráficos Peligrosos” y su cadáver con la cabeza destrozada fue hallado rato después, al pie del murallón de la rambla bañado por las olas de las siete de la tarde.

   El día del sepelio la jefatura coincidió en calificar a Lindolfo José como un abnegado funcionario y ejemplo para la fuerza. Un homenaje austero que rezumaba la tristeza por el camarada malogrado. La viuda no asistió al acto lo que dio lugar a las murmuraciones sobre las desavenencias de la pareja. Un familiar íntimo del policía deslizó por lo bajo que el bueno de Lindolfo nunca pudo conciliar en su conciencia los deberes del funcionario público con los procedimientos de su padre, también policía.

   El expediente de Lindolfo José fue caratulado “suicidio/muerte dudosa”, considerando la existencia de un francotirador en la línea de investigación.  

   Doy cuenta de otro trago de cerveza.

   Pero eso no era todo, tres días más tarde la víctima del tiroteo, Camilo Muros, un hombre de 37 años, guardia de seguridad en la Terminal de Tres Cruces, con dos balazos en el pecho escapa del sanatorio junto a una misteriosa mujer, sin dejar rastros.

   Investigaciones posteriores y con la confidencialidad que el caso amerita me permitieron saber que el autor del atentado, Aidemar B.R. pertenecía a un organismo denominado “Inteligencia Paralela”. Mientras, la falta de antecedentes hasta el punto de carecer de un solo dato de su vida, sindicaba a  Camilo Muros  como un tipo digno de ser investigado. El tipo no existía para la empresa, la documentación personal resultó falsa y los rastros personales habían sido meticulosamente borrados. De alguna manera la identidad falseada de la víctima aumentaba la dosis de interés por la refriega de la Plaza Zitarrosa. Y los aspectos en común de los cuatro hombres, salvo la mujer empleada en una librería, es que todos integraban una fuerza de seguridad o vigilancia.

   Yo era apenas un testigo periférico al núcleo de la tragedia.

   Me preguntaba de qué se trataba todo esto. ¿Estaba frente a otro caso insoluble de violencia urbana? ¿Llegué allí por azar o fui inducido a estar presente en el escenario del crimen?

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