El Crimen de la Plaza Zitarrosa 15 / Por José Luis Facello

Encendí un cigarrillo, me recosté con los championes húmedos y extravié la mirada en las danzantes manchas sintomáticas del poco comer. Silvina había regresado con su marido hacía ya dos meses y sus mensajes se fueron espaciando de modo esporádico, sumando a mi soledad el desgano de los abandonados. El único ser fiel resultaba “Malevo” pero la falta de alimento lo tornaba huraño y por momentos de mirada diabólica.

   Mi madre llamaba casi todas las noches persistiendo en las preguntas rutinarias y definitivamente olvidables a mi interés. Que tu hermana trabaja más de la cuenta y mantiene los vicios de ese vago, decía refiriéndose al último amigovio; que el pobre de tu padre murió joven, reiteraba en un duelo inacabado;  la pensión no me alcanza y tengo que hacer traducciones. Se refería al empleo en una inmunda oficina donde un abogado, hijo de Galicia, atiende, tanto los trámites de importación de pesticidas como realizar gestiones, contactos, herencias o viajes a España.

   Tuve que optar por apagar el teléfono y protegerme en mi último reducto.

   La violencia se manifiesta, hora a hora, de modo intermitente como un viejo cartel de neón, anunciándose a cada noche, a cada día, en  un devenir que ensangrienta las calles. Pero además, tenía el efecto no sólo de paralizarme sino de impedir pensar dos frases corridas. Seguía sin poder abordar la nota sobre el atentado de la Plaza Zitarrosa, llevándome incluso a no poder reconstruir en la memoria los contornos de aquel día atroz.

   Sánchez había desistido de llamar desde el último fin de semana.

   Dormía poco y cuando lograba conciliar el sueño, un estampido real o imaginario me sobresaltaba, condenándome a encender un cigarrillo y en solitaria vigilia escuchar los sonidos de la calle. Entonces, me concentraba con las pocas fuerzas que me quedaban en observar el techo.

   Distinguí un muerto azulado entre las manchas y más allá a Silvina desnuda… o a cualquier otra muchacha despojada de todo pudor. Me empeñé en descubrir un cadáver desnudo pero la idea me repugnó al punto de la náusea como al observar una reproducción de la Piedad de Buonarroti.

   Me sentía confundido, como Silvina no respondía al canon de la mujer tradicional me dediqué a divagar recordando los mordaces afiches de Toulouse-Lautrec, pero las esbeltas piernas de las bailarinas del “Moulin Rouge” dieron paso a los rostros caricaturizados con ágiles trazos de alcohol y cocaína, desechos humanos que no solo pernoctan en los burdeles, también en las terminales de ómnibus y los portales de las iglesias montevideanas.

   Finalmente me dormí con la imagen de Silvina maquillada de modo alucinante como para otra noche de concurso en el Teatro de Verano, pero esta vez, junto a cientos de mujeres reclamando por los derechos de género.

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   El teléfono celular emitió un zumbido y respondí entresueños, al mirar en derredor crucé la extraña mirada de mi perro.

   _ ¿Qué pasa?,  dije despabilándome a duras penas. El zumbido se repitió.

   _ Escucho.

   _ ¡Al fin puedo ubicarlo!

   _ ¿Quién habla?

   _ ¿Cómo quién habla? ¡Habla Sánchez, me cago en dios!

   _ ¡Ah! es usted…

   _ Escuchame botija, hace una semana que estoy buscándote y más de dos que espero inútilmente la columna semanal.

   ¿Qué pasa Amoroso?

   _ …

   _ ¿Amoroso?

   _ Está todo bien.

   _ No está nada bien, ni yo ni “Calles de Nadie” merecemos este destrato.

   _ Mire Sánchez le pido un día más para la entrega…

   _ Te fuiste a la playa y desde entonces no recibí una sola nota tuya.

   _ Es un tema complicado porque  a los ribetes de violencia típicos… contaríamos con implicancias no sólo del ámbito callejero, de gavillas, sino también institucional.

   Estoy en plena investigación…

   _ ¿De qué está hablando Amoroso?

   _ Del crimen de la Plaza Zitarrosa.

   _ ¿Otra vez dando vueltas al mismo asunto?

   _ Me parece importante…

   _ Lo que a vos te parezca importante ¡me importa un carajo!

   Hicimos un trato profesional de que me entregaría una nota cada semana, siete días Amoroso, para darle volumen noticioso a nuestra publicación… ¿No cae en cuenta que usted es parte del proyecto? Es el periodista, sé que su modestia le impide siquiera escuchar, el joven periodista estrella.

   _ Le agradezco…

   _ No me agradezca nada Amoroso… sé de su valía y profesionalismo. Usted sabe… mi plan es ambicioso: integrar “Calles de Nadie” al suplemento dominical de algún diario de tirada importante. ¿Cuántas posibilidades? , una a lo sumo dos, no más. El mercado es tan exigente como exiguo.

   _ Entiendo…

   _ Lo que usted no entiende es el ritmo de las rotativas y la avidez de nuestros suscriptores que semana a semana esperan como el pan la entrega de nuestra publicación, para así corroborar nuestro compromiso con la verdad. Hemos pasado de unos pocos espacios publicitarios a ocupar las páginas centrales con avisos de empresas importantes. De estos dependen su cheque y el mío, ¿comprende?

   _ Perfectamente.

   _ Depende la existencia misma de nuestra empresa. Nuestra pequeña y pujante empresa.

   _ Comprendo.

   _ Por favor, póngase a trabajar de una buena vez en las noticias calientes y escabrosas. Usted sabe de lo que hablamos. Casi todos los días amasijan una persona, una vieja que muere mientras cobra la jubilación, un tipo atendiendo atrás de un mostrador queda en silla de ruedas, un policía que es asesinado y deja un tendal de huérfanos.

   Amoroso, no espere un asalto espectacular a un camión de caudales o la voladura de la bóveda de un banco, confórmese con registrar algunos de los tiroteos cotidianos.

   _ Tratare…

   _ Usted sabe, mi sobrina hace el seguimiento de los ricos desplumados en Punta del Este, pero aquello es sutil y exclusivo en temporada estival, con el riesgo que implica cuando se roza gente importante. Demuestre una conducta responsable Amoroso, sino terminará produciendo folletines por entrega y eso lo sabe… es periodismo del siglo XIX. Pura literatura.

   No olvide que usted es el periodista estelar del micro-emprendimiento “Calles de Nadie”, pero quién dice, mañana  lo será del suplemento dominical de un matutino de gran tirada. Necesito la nota como el pan ¿comprende?

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   La conversación con Sánchez prácticamente me había agotado. Era del tipo de los optimistas que impulsan proyectos jodiendo a los demás, eso sí, con el vocabulario de moda: crecimiento, oportunidades… Mentiras como esas terminaban envenenado el alma de la juventud acorralada por un empleo-basura.

   Encendí el primer cigarrillo, el llamado de Sánchez y la ausencia de Silvina me habían cagado la mañana.

   Dormité alternando la vigilia y el ensueño. La referencia de Sánchez al pan me abrió el apetito aumentando las angustias del mal comer.

   Entre el humo divisé las líneas convergentes en las manchas de humedad y la sombra de una pirámide.

   Entresueños recordé al cazador y me detuve a divagar en torno al mundo del trabajo según Pancho Cruz.

   Imagine una pirámide, había dicho, usted es joven y todavía puede. En la base se agrupaban de modo compacto los que hacen de sus manos una herramienta y del intelecto los proyectos realizables; en la cumbre la densidad es menor aunque en ella se distribuyera la burocracia de la OIT y de los Estados, que no es poco decir, agregue las delegaciones patronales y las sindicales, y por fin, adicione un ejército de licenciados con jugosos honorarios en funciones administrativas o de lobby.

   ¿Eran acaso lo mismo? pregunté sobresaltado recordando una selección de pensamientos de Hegel. Para nada, las contradicciones de intereses son insalvables, las tensiones permanentes y las luchas previsibles, dijo el cazador, pero todos son partes de un todo.

   Resultó una curiosa e inquietante abstracción geométrica-social que no terminaba allí.

   Otra pirámide, mayor, poseía la característica de englobar a la pequeña. Recuerdo mi confusión pero unas pocas palabras y ademanes del paisano bastaron para despejar las dudas.

   Es la pirámide del no-trabajo, de los parados. Pero no sólo de ellos, allí conviven con los traficantes de toda laya, de soja a cocaína, de divisas a armas, de oro a litio.

   Las paredes permeables y porosas permitían pequeños intercambios de una a otra pirámide semejante a la nutrición celular. Englobando a ambas, sin norte ni fuerza gravitacional, como una nube abarcadora de todas las tensiones posibles e imposibles estaban los sembradores de la muerte. La guerra en sus diversos formatos volvía a campear y los Jinetes del Apocalipsis extendían sus dominios haciendo caso omiso a las resoluciones de las Naciones Unidas…

   Un vaho caliente en la cara me despertó, frente a mí, “Malevo” emitió un gruñido áspero con intimidatorios espumajos en la boca, recordándome, el imperdonable olvido al negarle un bol con agua ya que no alimento.

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   Los acontecimientos de la Plaza Zitarrosa fueron, prima facie, complejos.

   Había un cadáver identificado como Lindolfo José, el policía de “Delitos Globales” que  había caído de espaldas al mar. Yo lo vi momentos antes del ataque sentado al volante de un Mercedes del ´59. Un asunto raro y hasta ahora sin esclarecer. Anodino como todo lo relacionado a suicidas y carente de interés como noticia, son casos que desmotivan a la policía y al periodismo porque son hechos sin un móvil ni sospechoso por la ausencia de un asesino.

   Otro agente, identificado como Aidemar de “Inteligencia Paralela”, había disparado a bocajarro una ráfaga de ametralladora sobre la desprevenida víctima. Yo lo vi en el momento de los disparos. Lo detuvieron veinte minutos después. En la acelerada fuga su compinche, el piloto de la moto, murió accidentalmente al derrapar en la rotonda del Cementerio Central. Estos pormenores los leí en los diarios de la mañana. Pero al avanzar los investigadores forenses en sus rutinas, cayeron en cuenta que el disparo mortal provenía de un arma larga, tipo Barrett. Asimismo consideraban muy probable que el mismo sujeto se hubiese cobrado las dos víctimas, identificadas como L.J.P. y J.N.V.

   Camilo Muros internado de urgencia en la Clínica Máxima se había fugado al tercer día sin dejar rastros, ni médicos ni policía pudieron aportar datos fehacientes. Antígona, la mujer de Muros, lo secundó abandonando el empleo en la Librería Occidente según consta en la copia del telegrama del empleador.

   Los hechos de violencia en la Plaza Zitarrosa quedaron sumidos en el misterio de los casos no resueltos y posteriormente en el olvido de la vorágine callejera.

   Yo fui testigo presencial del ataque pero escapé del lugar, tal era el miedo que sentí. Pero una cámara disimulada en la entrada del cementerio permitió echar luz a la pesquisa identificando a cada uno de los involucrados en el hecho. Yo, entre ellos.

   Para los investigadores todos estamos bajo sospecha.

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   _ Ubíquelo en el lugar que ocupaba el día del hecho, oí decir al secretario del juez mientras le hacía un seña aprobatoria a la mujer policía que me custodiaba.

   Diciembre abochornaba a los montevideanos como tampoco ayudaba mi enclenque estado físico, el calor imperante se tornaba intolerable bajo el chaleco antibalas, imprescindible me dijeron, para disuadir cualquier intento de ultimarme mientras se desarrollaba la reconstrucción de los hechos en la Plaza Zitarrosa.

   La custodia, de ojos claros, me observaba temerosa y al quedar solos me dijo que su vida también corría peligro, había escuchado de sus superiores de forma extraoficial que yo era parte de una gran conspiración y ella se atrevía a confirmarlo, por pura intuición femenina aunque careciese de elementos probatorios.

   _ El paradigma, me dijo, de las calles amigables y pacíficas de otrora había fenecido desde que en la vía pública, delante de la mirada del mundo occidental habían asesinado a J.F. Kennedy, el presidente de los Estados Unidos. Fue una conmoción semejante a la que producen las catástrofes naturales, pero incomprensible para los ciudadanos comunes  cuando el asesino Lee H. Oswald, en principio sindicado como empleado de almacén resultó un agente reclutado por la CIA, cuyo destino fue la Agencia de Inteligencia Naval y resultara a su vez, asesinado por otro asesino, Jack Rubi, conocido gangster en el bajo mundo de Dallas, Texas. El asesinato de Bob fue posterior.

   ¿Capta lo que es una conspiración y al alto riesgo a que estamos expuestos?

   La naturaleza del hecho, por ahora inclasificable, lo sitúa a usted como un sospechoso de asesinato en peligro.

   Miré en derredor perturbado por la insólita situación.

   Frente a mí se desarrollaba una puesta en escena donde convergían, una pareja esperando al pie del árbol, el policía que interpretaba al policía del Mercedes Benz, más allá dos motociclistas aguardando la indicación para entrar en la ficticia acción, y por supuesto yo, Amoroso Tresfuegos, el principal sospechoso del atentado que costó la vida a Lisandro y heridas graves a Camilo Muros según consta en el expediente. A treinta metros delimitados por la cinta plástica con la inscripción “área del crimen- no pasar” se ubicaban las cámaras de televisión y numerosos curiosos entre los que alcancé a divisar a los vecinos del tres y el diez.

   Con la descripción de los testigos, memoriosos o no, que aquel nefasto día pasaban por el lugar a la hora de los hechos, dieciocho y cuarenta y cinco, el dibujante policial reconstruyó con un sinnúmero de líneas curvas, punteadas y flechas indicativas basándose en el parte testimonial que oscilaba entre los lugares comunes y apariciones innombrables, como un fantasma surgido de la puerta principal del Cementerio Central. Esto último daba a la realidad una impronta absurda, de violencia inusitada y demencial, sumado al fárrago de anotaciones al margen, tachaduras y nuevos croquis que contradecían a los anteriores, tanto como las cartas náuticas del siglo XV.

   En mi contra jugaba el informante que dio aviso de un posible evento delictivo en la Plaza Zitarrosa y el arma homicida celosamente guardada en una bolsa plástica con la que habría dado fin al policía Lisandro de “Delitos Globales”.

   A favor, considerando mi deficitario peso, fue permitirme hacer las declaraciones sin quedar expuesto a suplicios ni torturas. Así, sin mayores consideraciones quedé en carácter de procesado y a disposición del señor juez, mi cuerpo quedaba en libertad condicional y no podría salir de la ciudad.

   Por el momento, lo único cierto es ser señalado como el principal sospechoso por los hechos de la Plaza Zitarrosa. Grité mi inocencia, y entre sollozos, silbidos y aplausos de mis vecinos del edificio fui conducido al transporte policial para firmar una declaración en presencia del abogado público.

   El hombre vital y obeso, en mangas de camisa y moñito negro, dueño de una objetividad que metía miedo, consideró una obligación advertirme que más allá de los tiempos de la justicia, él no alcanzaba a vislumbrar una salida al acusado como no fuera una condena atenuada a, digamos veinte años más las costas, sino se anticipaba y ponía fin al asunto, un asesino por encargo. Recordé las advertencias y temores de la custodia, a J.F.K. y me concentré en mejorar un poco la autoestima pero el sueño duró poco.

   El abogado era lo que se dice un tipo pragmático, realista, dijo que no acostumbraba hacer apuestas, pero estaba seguro que no llegaría a cumplir treinta, vaticinó que moriría joven como todos los de mi generación. Esto último, dijo con ironía, era una afirmación inconsistente pero lo respaldaban los informativos de las ocho de la noche.

   A mi modesto entender, como periodista independiente en situación vulnerable en cuanto a mis derechos ciudadanos, me atrevería a afirmar que el crimen del siglo es la mentira. Asunto arcano que ya constaba en las tablas de Moisés.

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   Archivo A

   Artigas, Instrucciones del año XIII.

   Ahogado desaparece de la playa La Estacada.

   Asesinato del presidente Borda. J.L.Borges.

   Aidemar, ataque en la Plaza Z.

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   A.

   Aidemar.

   Ex funcionario  de “Inteligencia Paralela”.

   (En proceso de investigación).

   Controlador de aftosa en la frontera norte.

   Verano 2013

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   _ Buenas noches.

   _ Buenas noches.

   _ ¿Usted es Aidemar ex agente de “Inteligencia Paralela”?

   _ Respecto a lo último, estoy con licencia médica.

   _ ¿Cuál es su versión de los sucesos en la Plaza Zitarrosa?

   _ Lo que consta en la declaración ante el juez.

   _ Ustedes dirán.

   _ Para mí un café doble.

   _ Un whisky Mac-Pay.

   _ Me refería a una visión más personal, digamos, ¿por qué aquel día atentó contra la vida de Camilo Muros y la mujer?

   _ La mujer no cuenta.

   _ Entiendo, pero existió un móvil ¿cuál?

   _ Mire, el periodismo imaginó una disputa entre los departamentos de “Inteligencia Paralela” y “Delitos Globales”, desmiéntalo tranquilo, son lo que los dedos a una mano.

   _ Esa fue una de las líneas de investigación según “Asuntos Internos”, los periodistas sólo nos ceñimos a la información confiable.

   _ ¿En qué medio me dijo que trabaja?

   _ En el semanario “Calles de Nadie”, ¿lo conoce?

   _ Si, leemos todo lo que se publica dentro de fronteras.

   _ ¿Qué hizo Camilo Muros, un oscuro guardia de seguridad de la Terminal Tres Cruces para convertirse en un objetivo?

   _ Es un asunto de vieja data, Muros antes Bahiano, era un viejo conocido mío.

   _ ¿Era? ¿Muros, alias Bahiano?

   _ Ordenemos las cosas, Bahiano a los doce, catorce; Muros a los treinta y siete, una persona, un nombre, incontables apodos. Por lo que sé nadie sabe nada. Si era o es para mí no tiene importancia.

   _ ¿En qué andaba para que “Inteligencia Paralela” lo buscara para matarlo?

   _ No simplifique mi amigo las cosas de la vida a las instrucciones del manual, lo que pasó, pasó, y lo de Bahiano es un asunto estrictamente personal.

   _ Lo escucho.

   _ Asuntos de gurises, del pasado…

   _ ¿Puede ser más claro?

   _ Integrábamos una pandilla juvenil y algún tiempo después me enteré por uno de los nuestros que Bahiano estuvo jodiendo con mi hermana.

   _ ¿Antes gavilleros… ustedes ahora…?

   _ Efectivamente.

   _ No sé si es lo correcto preguntarle justo a usted cómo erradicar la violencia de las calles montevideanas.

   _ Las fuerzas de seguridad y los delincuentes somos los que entendemos del asunto… como usted comprenderá. Déjelo por nuestra cuenta, no hay mal que dure cien años.

   _ Usted dirá…

   _ Es un asunto tan nuevo como complejo. Fuerzas poderosas y organizadas disputan los negocios no sólo ilícitos sino de cualquier naturaleza.

   _ Explíquese por favor.

   _ ¡Ah! ¿Qué clase de periodista es usted? Todo el mundo sabe que es tan dañino y perjudicial robar un banco como fundarlo. Y de ahí para abajo, se enfrentará al acto delincuencial que su imaginación abarque.

   _ Una visión bastante pesimista.

   _ Lo corrijo, sincera, todos somos hijos del delito.

   _ Ladrones existieron siempre, pero ¿y la violencia desmesurada?

   _ Hay referencias bíblicas.

   _ ¿Disculpe?

   _ Por comer una manzana expulsaron a Adán y Eva y aquí nos tiene, en la calle, ¿quiere mejor ejemplo del matrimonio entre el poder y la violencia?

   _ Confusamente el hombre de la calle percibe en la crónica diaria, con cierto grado de impotencia, la radiografía de cada barrio rojo en boca de los expertos antiviolencia. Y sino feliz, eso lo tranquiliza.

   _ En efecto, eso es lo raro.

   _ ¿Qué quiere decir?

   _ Los especialistas atribuían como una de las principales causas de la violencia el hacinamiento típico de las grandes ciudades del continente. Piense en los gigantescos suburbios de México D.F., en los cerros arracimados de favelas en Río de Janeiro, en las urbanizaciones fantasmas norteamericanas, o en las villas miseria de Buenos Aires…

   _ Multitudes negadas… y ser como somos, negadores, dije creyendo aportar algo original.

   _ Lo raro y no estudiado, entre tantos asuntos diseccionados por los cientistas sociales,  es que tenemos tasas similares de violencia a esas gigantescas metrópolis que cuentan con veinte o treinta veces más  población que nuestra capital.

   Explíqueme usted.

   _ No sé qué decir.

   _ Ni yo, gracias por el whisky.

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   Ella en los brazos de su esposo.

   Yo escudriñando las manchas. Pequeñas manchas que dibujaban un picaporte, de modo involuntario y soñoliento veo mi mano tomarlo y abrir una puerta en el techo, escuchar el sonido de mi respiración entrecortada y sentir miedo en las penumbras de un apartamento conocido sólo por tibias referencias en conversaciones de pasatiempo. Espié la intimidad de ella expuesta a la luz del ventanal, inclinada sobre sí cubriendo delicadamente con esmalte las uñas del pie. Descubriendo su muslo exquisito a la mirada intrusa del amante, a la mirada posesiva del esposo que la miró, era contador en una empresa de Zona América, al pasar en slip del dormitorio al baño.

   ¿En quién de los dos pensaría ella mientras el pincel distribuía con precisión el color encarnado?

   En el esposo feliz que la amaba tanto como a la profesión contable, tan feliz como corroborar la armonía entre ella, su mujer, y la satisfacción que genera el buen vivir; conducir una Bugatti o degustar las cervezas importadas, regalo de sus clientes. O contar con una secretaria eficiente y políglota, de lengua felina, hasta la llegada del domingo, para entonces escalar la tribuna Ámsterdam como se trepa al Himalaya con la ferocidad propia de un salvaje barra brava. Equilibrio que conllevaba una actitud metódica y calculada a sus cosas en contraposición al desborde vital de Silvina, su mujer. Cómo evitar que ella se disparara como un cohete de trayectoria imprevisible cuando entre la facultad, la maldita murga y sus amigas era capaz de desaparecer graciosamente durante días enteros.

   El hombre creía no tener motivos para estar celoso, aunque comprendía que de ceder a la tentación no sólo lo conduciría a la locura, sino a la crisis de un modo de vida que consideraba, casi perfecto. Tenía todo lo que había soñado y el casi, mínima expresión de una ecuación matemática, obedecía a los imponderables acompañantes de todo proyecto humano. El factor humano: la ambición o la traición.

   Convivir con Silvina, su mujer, fue el mayor desafío acometido desde que cumplió ocho años cuando incendió la modesta biblioteca de su abuela. Los gritos se esparcieron como la humareda en la sala de costura mientras las llamas consumían sin prejuicios a Onetti y Juana Fernández, a Amorín y Borges pasando por Alejandro Dumas y Homero y Serafín J. García, devorando sin piedad las páginas satinadas de Vogue y Life como el papel rústico de las ediciones Tor, cuando él ya había escapado al jardín escondiéndose en el galponcito de las herramientas. Algo lo iluminó, y no eran las llamaradas que daban cuenta del centenario ciprés, haciéndolo comprender que lo suyo eran definitivamente los números y no los experimentos con azufre molido y la pólvora proveniente de los rompe-portones.

   El día que en un cóctel la descubrió a ella, Silvina, su futura mujer, comenzó inmediatamente a ser asaltado por la posibilidad que ella lo hubiese descubierto primero a él, invirtiendo cierto equilibrio interior, que sino en desventaja con la muchacha lo situaba con la incertidumbre propia de una relación entre iguales, repetido especularmente y desafiante en el plano de la inteligencia; su reverso en cuanto a los valores de las cosas, al sentido de la propiedad, exceptuando los compromisos impositivos porque ella era prácticamente una indigente. Aunque, también percibió con fino instinto de cazador urbano que ella estaba allí como su contraparte, pasional, que ensamblaba a la perfección como los dientes del par de engranajes helicoidales de la caja de la Bugatti.

   Al claror de la luna ella juró amarlo a la hora del champán, mientras él aprobó con satisfacción en la sonrisa  y como al final de un balance perfecto, reducido a un número insignificante la diferencia de edad, con un sutil choque de copas y el beso inaugural de lo que sería un singular y gran amor.

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   _ Veinte años después… mucho ¿no?

   _ Veinte años no es nada, Le Pera y Gardel. ¿Le gusta el tango?

   _ Para nada… salvo la típica Fernández Fierro.

   ¿No es mucho tiempo para un ajuste de cuentas?

   _ No fue ajuste de nada, un poco de azar y mucho de venganza.

   _ Explíquese por favor.

   _ ¿Qué les sirvo?

   _ Una coca.

   _ Un Mac-Pay.

   _ Lo conocí cuando él tendría doce o trece años… un botija perdido, uno más.

   _ ¿Perdido?

   _ Perdido en la vida, abandonado.

   _ ¿Qué hay de usted? Lo que se pueda decir, se entiende.

   _ Entonces y por mi experiencia el grupo me encumbró como el jefe.

   _ ¿Y qué edad tenía usted?

   _ Diecisiete y una muerte.

   _ Hablando sin eufemismos, el grupo era una pandilla juvenil.

   _ Un equipo de divisiones inferiores, trabajábamos codo a codo, sin hacer aspamento.

   _ ¿Qué, digamos, trabajos hacían?

   _ De todo.

   _ ¿Por ejemplo?

   _ Juntábamos cartón, aluminio… a veces pedíamos cosas para comer.

   _ ¿Un equipo para tan poco?

   _ Eso no era todo, trabajábamos en los desfiles de carnaval desplumando incautos, arrebatando bolsos, pungueando billeteras, un poco de todo… eran otros tiempos. Y madurábamos también nuestros grandes sueños.

   _ ¿Sueños?

   _ ¿Acaso los botijas de la calle no pueden soñar?

   _ No malinterprete, dije a la defensiva.

   _ Trabajos de escala, como robar una mansión en Punta del Este o una agencia de cambios.

   _ ¿Y cómo les fue?

   _ Regular… nos alzamos con joyas y dinero de unos argentinos veraneando en la península, pero el automóvil robado y los celos de una mujer acabaron traicionando a nuestra organización. Escapamos a duras penas, unos al Chuy, otros a Pan de Azúcar.

   _ ¿Iban armados?

   _ Sólo el jefe.

   _ ¿Qué motivó la tardía venganza?

   _ Mi hermana.

   _ Explíquese, por favor.

   _ Tarde comprendí que en mi apresuramiento me cargué a un botija inocente… el pobre Richar.

   _ ¿Usted mató a uno de los suyos?

   _ Efectivamente, me traicionaron los celos… a mi espalda noviaba con mi hermanita.

   _ ¡Mató por celos!

   _ Reconozco que fue un error, pero a veces no hay lugar para el arrepentimiento.

   _ ¿Acabó con una vida por error? No lo puedo creer.

   _ Nací en el ´68 y de chico me acostumbré en la calle a intuir muchas cosas invisibles… a oír los quejidos de la ciudad herida. Lo de aquél botija fue, como se dice ahora, un daño colateral.

   _ ¿Y cómo encaja en todo este asunto Camilo Muros?

   _ No conozco a nadie con ese nombre, para mí Muros es Bahiano.

   _ O sea, Muros era un botija integrante de la pandilla.

   _ Efectivamente, pero abusó de la confianza que le di y terminó fugándose con mi hermana, un acto imperdonable que para entonces y sin yo saberlo, estaba embarazada.

   _ Casó típico de las estadísticas poblacionales, ¡niñas embarazadas en edad escolar!

   _ Y desprotegidas, encontré a la pobre vendiendo medias a las cuatro de la tarde en el 306, el ómnibus que va a Maroñas.

   _ ¿Qué hizo usted?

   _ Volvió conmigo a los sopapos. Y Bahiano comenzó a transitar el calvario porque me juramenté a no dejarlo en paz, aunque ya estaba advertido porque alguien le sopló a tiempo. Desde entonces desapareció de las calles.

   _ ¿Muros se esfumó, así como así?

   _ No sé qué hizo todo ese tiempo, pero tengo la certeza que Richar o Bahiano la preñaron y eso es imperdonable, no  importa el tiempo que pase.

   _ Sexo y embarazos son ahora cosa de gurises…

   _ ¡Gurises las pelotas!

  ¡Mozo!

   _ Usted dirá.

   _ Otro whisky, que sea doble.

   _ ¿Usted?

   _ Una coca con ferné.

   ¿No cree que el tiempo cura las heridas como para dar una oportunidad a los demás?

   _ El tiempo sólo existe en la existencia de uno mismo. ¿Qué podemos tener en común usted y yo? Nada, aunque nos separen diez o quince años de edad. ¿Comprende? A cada década que pasa todo cambia, las personas, la ciudad, las costumbres… ¿Se da cuenta la estupidez de los que cargan con la nostalgia de lo perdido? Los viejos en primer lugar…

   _ Y en segundo lugar los que se fueron, tipos sin retorno posible, congelados en el pasado de un país que ya no existe.

   ¿Qué dijo su hermana cuando se encontraron?

   _ Que estaba enamorada… que otra cosa podía decir para humillarme aún más.

   _ Y usted está dispuesto a consumar la venganza sin tener bien en claro si Muros tuvo algo que ver con el asunto.

   _ Mire amigo, ellos se fugaron juntos, mi sobrino no tuvo padre y mi hermana perdió su frescura por enredarse con muchos machos y ningún hombre. ¿Entiende eso?

   _ Yo que usted no insistiría sobre el mismo asunto, ya no es su asunto, ¿comprende? ¡No se puede salir a la calle y hacer justicia por mano propia!

   _ Usted no entiende… No se trata de hacer justicia se trata de que pague.

   _ ¿En qué mundo vive usted?

   _ Mire más televisión y entenderá el mundo en que vivimos.

   _ ¿Qué dice?

   _ El mundo es caótico, siempre lo fue y nosotros, nunca fuimos, nunca, muy diferentes a los demás mortales. En el liceo, ¿no le hicieron leer la Odisea? Separados en las borrascas del tiempo y el pedregoso espacio, nuestro Artigas y el griego Aquiles compartieron parecido destino.

   _ ¿De qué está hablando? dije dando cuenta de mi trago.

   _ Ambos comieron el amargo fruto de los derrotados.

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