El Crimen de la Plaza Zitarrosa/ 7

 ¿Cómo era Ros?

   Era grande pero no mentía y una vez me dijo que tenía dieciséis.

   Ella era la única que se daba maña a la hora de la comida,  jefa de cocina indiscutible para un puesto difícil, porque a veces lo que había, escaseaba y no pasaba de unos mendrugos de pan con té o mate cocido.

   De ayudante iba castigado el botija que el día anterior consiguiese un flaco botín. Así era el orden de la pandilla. Premios y castigos. Por unas semanas me convertí en el ayudante de Ros mientras aprendía los métodos del trabajo bajo las estrictas instrucciones de  Adeimar.

   _ ¿Y vos, se puede saber porqué estás de calle?,  preguntó Ros, mientras ponía la olla con agua a calentar.

   _ Porque se me dio la gana, dije malhumorado pelando papas.

   _ Nene te conviene no mentir, tarde o temprano la verdad se sabe.

   _ ¿Qué querés saber?

   _ Eso.

   _ Mi padre es un hijo de puta.

   _ ¡Ah! ¿Te pegaba?

   _ No.

   _ Entonces...

   _ Es un tipo enfermo por hacer dinero. Es médico.

   _ ¡Ah, con que eso tenemos! dijo Ros y me abrazó con ternura.

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   Aproveché a mirar detenidamente a Ros mientras pelaba boniatos.

   Me atreví a mirarla como lo hace un hombre.

   Un mechón de pelo sobre un costado cubría a modo del velo de las odaliscas el rostro hermoso y enigmático como un personaje de las “Mil y una noches”. No se si la palabra adecuada es enigmático. Ella habla con la música breve de los pájaros y vuela en sus quehaceres galponeros con alas de camisas holgadas grandes para su talle, sus manos libres danzan en el aire dibujando sueños de cartulina, con la sonrisa a flor de labios que no alcanza para ocultar la incertidumbre de los dieciséis.

   Y las palabras de Ros. Nunca había escuchado palabras tan sencillas y oportunas como las de ella, zurciendo heridas invisibles, endulzando las lágrimas o simplemente palabras cuando acosa el rechazo de otros.

   Ros era buena conmigo y sus palabras, sagradas, valían tanto como las comidas calientes que preparaba. Ros y “la Loqui” eran las únicas muchachas integrantes de la pandilla, pero “la Loqui” era una mujercita que pasaba desapercibida, etérea,  inmersa durante horas en su propio laberinto. Silenciosa. Dicen que tenía motivos, no hacía tanto había regresado de los fármacos y el manicomio.

   En cambio, las palabras en boca del hijo de puta de mi padre no iban a ningún lado, como no fueran loas a los gobiernos colorados, no al batllismo histórico, sino a los duros, los autoritarios y los soberbios de los últimos tiempos. Así le reprochaba Celina, antes de subir al dormitorio, llorosa, alimentando secretamente la frustración inherente a los partidarios de Aldunate.

   Las palabras de Celina rara vez pasaban el intervalo entre dos silencios pronunciados, como  un desesperado signo moribundo lanzado en medio de la incomunicación familiar, que se convertía en incendio amenazante cuando evocaba santos decapitados y misterios bíblicos, y el divorcio maduraba secretamente entre rezos compungidos y lágrimas dolientes en la misa dominical.

   Otra cosa eran las palabras de Amparo. Breves, porque en el trabajo no se puede hablar mucho me dijo; risueñas, cuando paseábamos por el parque correteando atrás de la perra; palabras con resonancias de una armonía ya olvidada en la casa, puertas adentro, incluso más allá del consultorio y la sala. Palabras consistentes, como la mezcla que usan los albañiles, dándole gordura a mis flaquezas, palabras simples acordes a la estatura de un niño, pequeñas instrucciones para leer los mapas estelares cuando me sintiese solo y abandonado. Sostenía muy seriamente que las estrellas y la luna, dicen sus cosas sobre los asuntos infinitos e imposibles como el amor y el futuro. Lo único que tiene  por venir es el brote de las semillas. Para nosotros, los pobres, no hay palabras salvadoras ni buenas historias que se repitan, decía ensombreciéndose bajo el sol a la hora de la siesta, mientras me besaba las manos.

   Los labios de Ros brillaban y aunque los humanos tenemos el don del habla ella era de las que hacía regalos con las palabras. Quizá por eso me enamore perdidamente de Ros.

   Convenimos que me llamaría “Nene” cuando estábamos solos, en la cocina de “la Isla” o durante las caminatas de reconocimiento, madurando detalles importantes de los  planes de nuestro jefe.

   _ Ninguno de éstos tiene porqué llamarte así… es entre nosotros ¿ta?, sino tarde o temprano te faltaran el respeto, empezando por el celoso de Richar.

   ¿Sos celoso vos?

   _ No se, respondí acerca de algo desconocido.

   _ Mejor, los celos pierden a muchos hombres.

   _ ¿Y a las mujeres no? inquirí picado por la curiosidad.

   _ Las mujeres por celos somos capaces de matar.

   _ ¿Y los hombres no?

   _ Los hombres no necesitan motivos para matarse…

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   Al calor del brasero Aidemar solía hablar de los famosos, de tipos solos pero no solitarios, que andaban a cara descubierta como el “Chueco” Maciel, o organizados como la gente del “Mincho” Martincorena o más especializados como los boqueteros violando por los desagües los tesoros de Buenos Aires, que daban en definitiva, muestra que no hay un solo modo de hacer bien las cosas.

   _ “Tenazas” dijo por boca de su abuelo acerca del túnel del penal de Punta Carretas a la carbonería “El buen trato” y la fuga posterior de los compañeros de Di Giovanni.

   _ Y los “Tupamaros” que hicieron otro tanto, dos veces según contaba mi padre, dijo “Pechito”.

   Ellos, encontrarían la técnica propia, era cuestión de tiempo y de hacer bien las cosas. Y estudiar al detalle cada golpe que en definitiva daría el estilo particular de la banda.

   _ Otra cosa, a partir de ahora, al “Nene” lo llamaremos “Bahiano”. Es un buen nombre para pandillero.

   ¿Estamos de acuerdo?

   _ De acuerdo, dijo uno.

   _ Bien, Aidemar cruzó una mirada buscando la aprobación de Ros… y Ros la de “Bahiano”.

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   _ Te conté de Ros. La mitad de linda que vos, le dije a Tansín.

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   El cazador se acuclilló observando las hormigas que de seis en fila cruzaban por delante en dirección a un gigantesco y añoso eucalipto. Las ramas del árbol se inclinaban con el peso de las serpientes enroscadas y solidarias presintiendo la proximidad del peligro. Hacía tres días que el cazador miraba detenidamente como migraban los pájaros y la jauría no cesaba de pelear, inquieta y arrojada al menor cambio del viento. Otros animales como los ñandúes y los zorros se habían internado de modo sigiloso en la región más boscosa e impenetrable.

   Empero, recién la ante noche dio la voz de alarma a sus vecinos cuando advirtió el agrupamiento promiscuo de las tortugas sobre la barranca, con los pescuezos estirados río arriba e indiferentes al paso de la hinchada carroña de  los lanares arrastrados por la correntada.

   Tres asuntos eran de temer para los pobladores de “Kilómetro 401”: los incendios y las inundaciones de modo indistinto pero de consecuencias diametralmente caóticas;  el tercero de naturaleza humana, los capataces de estancia y los prófugos de la justicia.

   El intendente de Melo argumentaba la falta de medios y denunciaba tibiamente la crónica insuficiencia de recursos, siquiera para saber sobre el estado real de las cosas y menos, imposible, para las menguadas fuerzas de la Intendencia a la hora de combatir el fuego y el agua, que en vez de propender al equilibrio restaba cifras devastadoras para las alicaídas arcas del departamento. El Ministerio, por su parte, tenía demasiadas cuestiones que atender en el puerto capitalino como para indagar sobre la mera existencia de un lugar llamado “Kilómetro 401”. No figuraba en los mapas oficiales. No existía. Quizá en la toponimia aledaña al Río Negro se encontrase alguna pista, pero definitivamente no eran su asunto. ¿A quién podían importar una veintena de votantes en las próximas elecciones? La principal preocupación del ministro, en línea con el pensamiento en boga era exhibir ante el mundo nuestro carácter de pequeño país natural.

   Para los pobladores de “Kilómetro 401” esa mirada equivalía a su razón de no ser, apenas, un apéndice escondido y arrinconado por el río, la forestación y la gran estancia, siempre y cuando no debiesen abandonarlo todo.

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   Diez días habían pasado desde la partida de los últimos pobladores, unos emprendiendo la travesía en el lanchón, Tansín entre rostros adustos sonreía de modo inequívoco madurando sueños, otros como la familia Gómez remontó un trillo en el carro seguido por la vaca, mientras el cazador, el muchacho y los perros bravos encaminaron sus pasos al campamento de las tierras altas. Con varejones improvisaron un trineo que llevaron a rastra cargando las cacharpas y lo indispensable para el vivir montaraz.

   Con el paso de las horas, los bramidos del río fueron quedando atrás como la amenaza de la tierra ablandada bajo los pies, en cambio, se manifestaba la nerviosidad de la perrada hambrienta obligando a los dos hombres a extremar algunas medidas, como dormir y velar al unísono con las armas a mano.

   Una mañana el monte se pobló de ruidos y advertencias trágicas surgidas de un umbroso cañadón, donde los perros habían acorralado a un jabalí que hacía pagar caro el encontronazo sobre tres mastines desgarrados por los punzantes colmillos. Un tiro certero del cazador aceleró el final anunciado y ese día los perros bravos comieron. Después, el muchacho disputó con un mestizo viejo un trozo de despojos, para al rato, retirarse a comer junto al fuego  observados por la  mirada sosegada de los canes.

   El cazador no desesperaba, sabía que tarde o temprano las aguas del río encontrarían su cauce y todo volvería a ser lo que era, comenzando por reconstruir “Kilometro 401”, quizá con la añadidura: “cuarta fundación”, como un dato que pudiera importar a los hijos de los hijos de los pobladores; despertar la curiosidad de algún ignoto historiador o antropólogo del departamento llegado el lejano día que alguien diese fe de la existencia misma del asentamiento. O situado entre infinitas coordenadas verduscas, fijase el foco del intrigante como meticuloso satélite de Google.

   En cambio, el muchacho comenzó a fastidiarse con solo pensar el regreso a la supervivencia del fugitivo, librado a su suerte perra, condenado en el caserío o el monte lo mismo daba. Tenía treinta y cinco, años más años menos, y empezaba a sentir cierto cansancio interior propio de los viejos. Intuía una vida corta como que no pasaría otro invierno enterrado en la forestación. En otros tiempos, el fastidio hubiese devenido en iracundia y violentas reacciones, pero ahora, se reducía a  un ser montaraz, taciturno y acostumbrado al dolor de mal comer, con el revólver a  la  cintura y expectante al menor ruido extraño.

   _ No se extrañe amigo, dijo el otro al advertir los cambios en su compadre, está adquiriendo el saber y las costumbres del cazador...

   _ Hum… fue toda la respuesta del muchacho que hasta no hacía mucho, bajo la luna creciente y desnuda había excitado a la niña con historias lúbricas, tan veraces como inventadas, en el tiempo infinito que va del crepúsculo a la temprana noche del paraíso ceñido al cuadrado de la casilla. Tiempo suficiente para recordarla como soñadora, niña amante y bien dispuesta, exhibiéndose en un futuro no lejano como el fruto apetecible a la vera del camino a la fábrica.

   Y pensar, caviló el muchacho marcando otra raya en la corteza, tan solo han transcurrido treinta noches desde la evacuación, un tiempo demasiado mezquino para terminar por olvidarla...

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   El Río Negro parecía extender sus dominios hasta el cielo encapotado con nubarrones grisáceos, abanderados de fríos crueles y secos, de vientos afiliados como guadañas, cuando no, heladas de una pulgada de espesor.

   El relincho sofocado por la espesura del monte atrajo la atención de los dos hombres que mateaban al reparo de la fogata, sin acuerdo previo y rápidos como liebres el cazador y el muchacho empuñaron las armas y parapetaron como felinos entre el follaje.

   El silencio impregnó el paisaje y durante algunos minutos interminables los hombres escudriñaron los alrededores protegidos entre la arboleda. La nada circundante se corporizó en las gotas de agua chocando sobre la pinocha y en el vapor de la respiración agitada. El silencio lastimaba. Cruzaron miradas y avanzaron separados con la cautela propia de los migrantes ilegales, dispuestos a enfrentar a todo o nada las circunstancias desconocidas.

   Las crecidas no traían cosas buenas…

   Otro relincho cobró esta vez nitidez entre los matorrales cercanos, en el pelo overo rosado del animal, asustado y mancado del lado de montar, con bozal de cuero crudo por todo aditamento y la marca en el costado: 4 OS.

   Un animal noble que se dejó conducir por la argolla, sin más, con el temblor de los belfos de tan cansado que estaba. Y dolorido, la coyuntura había desaparecido bajo el globo de la hinchazón.

   _ ¿De quién habrá escapado? interrogó el hombre joven.

   _ De qué. A este animalito lo espantó la inundación.

   _ Tiene una herida en la pata.

   _ Está jugado el caballito, dijo el cazador de modo oscuro.

   _ El tiro del final, dijo el muchacho creyendo entender.

   _ ¡Ni lo piense compadre!

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 La arboleda, semejante al público regocijado en las graderías del bárbaro Coliseo romano aguardaba el espectáculo donde la vida y la muerte disputaban cada palmo de arena. Pero, en medio de la forestación, novena sección, Departamento Cerro Largo lo más parecido a un circo es el esqueleto de la Plaza de Toros coloniense.

   Una entelequia, un testimonio frustrante, por mitades ruina y fósil que rememora los proyectos importados, sin fundamento, que algún funcionario concibió malinterpretando las costumbres del país. Construcción tardía, cuando ya el legado colonial ibérico había sido eclipsado por la revolución americanista y las formas republicanas. Y el gusto de los principales por lo afrancesado conllevaba a la decadencia de lo nuevo.

   Pudieron más el paisaje y las costumbres mestizas, las vaquerías del mar gestando la cultura del gaucho y la carneada, el saladero, riqueza avivando las invasiones portuguesas y el robo de ganaderías, encumbrando contrabandistas y ensalzando notables tránsfugas en las nacientes patrias.

   Como nuestros antepasados gringos, asombrados ante el progreso de la máquina de vapor y los frigoríficos y los barcos ultramarinos, intrigados por la misteriosa niebla londinense los principales admiraban tanto a las chimeneas humeantes de las industrias como al progreso brutal del imperio británico.

   Los vientos continuaron soplando y acallaron la gritería de las matanzas bajo el deslucido sol en Tupambaé como en los barrios obreros próximos a los frigoríficos, mientras el alto comercio impunemente transaba en libras esterlinas.

   Derrotas y caídas hasta hacer olvidar a nuestros muertos...

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   El lazo retenía al animal con las patas separadas.

   La arboleda, semejante a un bufete de arteros y mañosos abogados azuzaba murmurante a los dos hombres, a sus conciencias atravesadas por el hambre, a las dudas franciscanas de los inundados, a la tozudez innata de esos orientales que resisten como expresión de hombres libres, durante el devenir indefinido que va del primer berrido provocado por la partera al frío último y solitario de expirar en una cama de hospital.

   Devenir de pueblo en un país contradictorio, férreo cultor de la libertad pero con soberanía desfalleciente cuando la memoria, defensa y crítica se extravían en los laberintos pantanosos de la retórica política.

   El lazo retenía al animal condenado a un destino prosaico, tan alejado de la legendaria poesía criolla como del gusto campero de su dueño, Primo José, el patrón de “Cuatro Ombúes”.

   El cazador le palmeó la tabla del pescuezo diciendo cosas inentendibles, amigables, después le cubrió la cabeza con un viejo poncho vichará y apoyó la punta del facón sobre la mancha blanca, diminuta en el pecho del overo rosado, lugar preciso para el penoso y necesario ritual.

   La mano del muchacho temblaba empuñando el facón, grande, pesado como el recuerdo vivo en la mirada de su perra cuando el veneno circuló por su cuerpo breve y querido. Inseparable del hijo de puta, de la jeringa y la moral cínica que se respiraba en la casa de Palmar. No lo pensó más y clavó el acero hasta el corazón de lo que fuera un manso caballito criollo.   El chorro purpúreo brotó a raudales ensangrentando a la jauría alborozada, que bebieron del charco hasta saciarse, lamiéndose unos a otros los ojos rojos y calientes, resucitando, con reminiscencias de las religiones de hombres, en la sangre del otro.

   El cuchillo verijero en la mano diestra del cazador trazaba precisos cortes en el cuero transpirado del animal dispuesto para cuerear y despostar. Otro tajo calculado y certero dejó aflorar las vísceras semejantes a un complejo mecanismo ya en desuso, hasta que permitieron a los perros bravos dar cuenta de ellas con avidez carnicera, salvo el corazón que asaron al momento y los hombres devoraron mientras duró la faena.

   El cuero brillaba estaqueado al sol testimoniando la riqueza del viejo país, las postas colgaban ahumándose al resguardo de las moscas y la grasa chirriaba en la olla tiznada, sumiendo al muchacho ciudadano en un mundo desconocido. Al fuego, el costillar maduraba lo que fuera el manjar preferido de los charrúas y otros pueblos pampeanos. Los dos hombres pitaban de su tabaco, los perros dormitaban como solo los perros saben hacerlo, intuyendo todos que lo peor de la inundación había pasado…

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   El relincho sofocado por la espesura del monte llamó la atención de los dos hombres que mateaban al reparo de la fogata, sin acuerdo previo, rápidos como liebres, el cazador y el muchacho empuñaron las armas y parapetaron como pudieron.

   Un nuevo relincho cobró esta vez nitidez entre los matorrales, dando paso a dos jinetes, un peón y de seguro, su mujer. Apero y vestimenta denunciaban su condición de trabajadores rurales, como tales estaban desarmados, salvo el facón al cinto de él y la mirada desconfiada de ella.

   _ Buen día, dijo con parquedad el hombre observando las armas de los desconocidos.

   _ Buen día, respondió el cazador, Pancho Cruz para servirle.

  La mujer cruzó la mirada con el muchacho que tenía el revólver gatillado y nada dijo.

   El muchacho miró las manos curtidas del peón y su mujer apretando las riendas con una mano y el rebenque colgando de la otra. Los jinetes ofrecían un blanco perfecto y eso lo tranquilizó.

   _ Andamos atrás de unas puntas de ganado y unos yeguarizos que se extraviaron con la crecida… dijo quedamente mientras notaba el cuero del overo rosado secándose al sol.

   _ Hace unos días despenamos al caballo, dijo el cazador, estaba mancado…

   _ Teníamos hambre, se escuchó decir al muchacho de modo tajante.

   _ Mal asunto, dijo el peón, el overo era el flete preferido de Primo José, mi patrón y el primogénito del finado don Cipriano.

   _ El antiguo patrón de “Cuatro Ombúes”, dijo la mujer de modo velado porque sospechaba que los sujetos no eran peones como ellos, más bien cuatreros, armados y por tanto de cuidado. Por eso invocó la fama extendida en otros tiempos del centenario patrón, mentado en Cerro Largo como en Treinta y Tres, conocido de Florida a Durazno por la peonada y las gentes principales.

   _ El animal estaba condenado, justificó Pancho Cruz.    

   _ Tomar lo ajeno… era propiedad del patrón.

   _ Teníamos hambre, dijo el muchacho volviendo al punto.

   _ No hay hambre cuando se trabaja, retrucó la levantisca mujer.

   _ Somos gente de trabajo… corridos por la inundación, un hecho. Puede llevarse el cuero, dijo el cazador con ánimo disuasivo.

   _ Lo llevo al galpón de corambre pero no le aseguro nada, dijo con cautela el peón, usted sabrá que mi deber es dar parte en la estancia...

   _ En estas cuchillas tarde o temprano todo se sabe, dijo amenazante la mujer sin importarle la oportunidad ni conveniencia de sus palabras.

   Los montados volvieron grupas buscando el ganado disperso, en tanto el cazador respiró más tranquilo conociendo los procedimientos expeditivos del muchacho y que el azar no quiso dos muertes cantadas.

   Juan Galván calculó mientras armaba un cigarro que la suerte estaba echada.

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