El Crimen de la Plaza Zitarrosa/6

Unas hojas de diario que envolvían sal gruesa protegiéndola de la humedad daban cuenta, con grandes titulares, del casi seguro triunfo de la izquierda.

   _ Tendremos presidente socialista, dijo el cazador.

   _ ¿Y con eso? interrogó el muchacho, mientras armaba un cigarrito. La mujer agradecida, de onda, había correspondido a la jugosa paga con un bollito de marihuana y un puñado de castañas de Cajú.

   _ Después de tanto, el pueblo quiere que soplen vientos de cambios, aventuró Pancho Cruz.

   El hombre había pasado toda una vida soñando y trabajando por una mejoría para su gente. La fibra de paciente cazador, se consideraba entre los más aptos que merodeaban las islas y montes rionegrinos, lo retenía a no adelantarse a los acontecimientos ni entusiasmarse a destiempo como para echar a perder tanta espera; sabía íntimamente, mirando sus manos curtidas y la ceniza del cigarrillo, que este tiempo no era su tiempo.

   _ ¿Qué cosa está diciendo Pancho? Si da una vuelta por Montevideo verá que está todo cambiado, modernizado.

   _ ¡Qué sabe usted de los cambios que uno es capaz de soñar! dijo por lo bajo el cazador advirtiendo la trampa que le tendía el pueblero, de modo conciente o no, el muchacho sólo reconocía las ofertas de las iluminadas vidrieras, la estafa con automóviles lujosos, el negocio de las drogas… y hasta era entendible que dijese lo que decía, porque después de todo ese es para muchos el mundo reconocible, las inmundicias propias de la ciudad portuaria.

   Definitivo, aunque lo embuchase.

   Algunos iban más allá y afirmaban: para ser reconocidos y respetados en el mundo debemos, sino ser, parecernos a ellos… gente seria.

   Más allá de que Bahiano… Juan Galván, hijo de la ciudad, de un tiempo a esta parte deambulara sin rumbo en la nada, traspasado de tantas llagas y mataduras, dolorida el alma negra como tantos gurises, empuñando el arma al primer chistido de las lechuzas.

   _ Amigo, ¿para qué cargar con cosas del pasado? si a nadie le importa un carajo nada que no sean sus propios negocios. Si ustedes, se dirigió sin nombrar a los viejos, como los botijas de la pandilla hubiesen tenido que vivir el día a día, en la calle, hurgando restos en los tachos de basura...

   El cazador lo registró en la columna de las derrotas y calló.

   _ Amigo, ¿a observado una jauría de moralistas afiebrados?

   Los que solucionan todo internado gente en los penales o los loqueros, para después con discursos pretender escapar del círculo vicioso que nos entrega en los brazos del crimen. Pancho, deberían ustedes por una vez caer en cuenta que soñar con mundos inexistentes no tiene gollete.

   Como no sea, soñar para sobrevivir.

   Aunque, al recordar a Richar degollado, a la perra con la mirada nublada por la dosis mortífera, al hijo de puta del padre que no era tal, tengo que admitir que a veces se presentan asuntos tan reales que asemejan pesadillas y calabozos.

   El cazador se refugió en sus propios pensamientos, si mal no calculaba tendría unos sesenta años, anclado como estaba al caos de otros tiempos violentos se sentía acosado en el crepúsculo de la vida por virus portadores de incertidumbre. Todo estaba cambiado, es más, todo estaba en permanente cambio y lo que hasta ayer era reconocible y propio, hoy encubría trampas tales que sumergía a las gentes simples en la credulidad tan pronto como en el desengaño.

   _ A los viejos como yo… sólo nos queda soñar con cambios, dijo desconfiando y con una remota expectativa por la época en ciernes. Batallaría hasta las últimas fuerzas que le quedaran contra las dos enemigas que asomaban las fauces al despertarse en la noche, la nostalgia de un tiempo fenecido y la angustia ante un presente engañoso.

   Se encerró frente al muchacho en una muralla de silencio, como otras veces calló con cierto rencor y sin poder olvidar cuando dos décadas atrás, políticos y militares, hicieron soterradamente un brindis en la mesa del retorno a la democracia… y seguidamente, tendieron los mejores manteles patrios a los prestamistas y traficantes extranjeros.

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   Juan Galván braceó a buen ritmo contra la corriente para recorrida una cuadra y media dejarse llevar aguas abajo, gozando bajo el sol como de haber dejado atrás la forestación y el condenado aislamiento, sino fuese que el susurro del viento en las copas estaba a tiro de piedra ya sería cosa del pasado. Cuando salió a la playa la niña lo observaba sentada junto a su remera y las romanitas nuevas que le compró al lanchero.

   Él no dejo de sorprenderse por la presencia de Tansín; su padre no la perdía de vista y la madre no los perdía de vista a ambos, en un círculo de sofocamiento mutuo en medio del caserío cuyas pocas gentes apenas si eran notables en los quehaceres a cielo abierto. Un carro, dos canoas y ropa tendida era toda la evidencia del asentamiento humano conocido para unos pocos como “Kilómetro 401”.

   _ ¿Está fría el agua, Juan? preguntó la niña.

   _ ¡Qué va! No puede estar mejor, dijo el muchacho.

   A tres pasos de ella se sentó Juan Galván considerando esa distancia como apropiada para demorar, ya que no impedir, la intervención del padre con un grito destemplado que hiciese retornar a la niña junto a la madre.

   Tres pasos daba una buena perspectiva para observarse mutuamente.

   Él, de físico huesudo, barba y pelo largo, que apenas dejaba entrever la mirada neblinosa y una sonrisa provocadora. La piel mojada brillaba con el aspecto metálico característico de los peces del río Negro. La cicatriz en el hombro era un lunar liso y blanquiciento, orgullo íntimo, grado de hombría, lo que una medalla en el uniforme de un héroe norteamericano en Irak.

  Él se lo dijo al cazador alguna vez. Sin mucho filosofar afirmó que un arma genera respeto y es un instrumento de consumo más, todos hablan de las armas, de armarse como en Estados Unidos para defender la familia, las cosas de uno. Considerando un tiroteo como un asunto circunstancial sin tanta evocación ideológica como en el pasado ni entramado sociológico sin destino cierto. La muerte será entonces una fatalidad lejana a un objetivo premeditado, al arma de fuego, a la sentencia infalible del mero nacer. Ya verá como nos acostumbraremos a todo esto sin hacer tanto aspamento, como dicen que hicieron en su época.

   Esa atrevida declaración del muchacho confundió en su momento al cazador hasta sumirlo en el desconcierto, y por vez primera, logró percibir los peligros de un presente con reglas y códigos desconocidos. Y eso si que metía miedo…

   A la niña, cada gota de río se le antojaba una piedra preciosa que alhajaba el cuerpo salvajemente varonil de Juan Galván.

   _ ¿Me dejas que te corte el pelo y te afeite, Juan?

   _ ¿Para qué, se puede saber?

   _ Para ver si sos tan lindo como dicen que dijo la brasilera.

   _ ¿Y vos que sabes?

   _ A mi tía le contó lo que hicieron juntos, ella y vos...

   El muchacho no supo como canalizar la rabia que se corporizaba en los puños cerrados y una calentura que trepaba corazón arriba, cegándolo momentáneamente, maldiciendo a las causantes de su incomodidad y vergüenza desnuda. No atinaba a apuntar los reproches a la voluptuosa brasilera como a la pícara mensajera, a la tía chismosa con la maldita raza de las mujeres. En otro momento hubiese sido capaz de escarmentar a la infiel, a la confidente y a esa niña que se presentaba ante sus ojos con desolada candidez.

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   Al crepúsculo, el río reverberaba espumas rojizas en tanto en el boliche encendían un farol a mantilla que amarilleaba los contornos desdibujados del mostrador donde unos pocos parroquianos daban tregua a sus penurias. El despachante y la mujer compartían copas con los clientes haciendo más llevadera la restringida vida social del inhóspito lugar sitiado por un ejército de árboles, sesgado por el alambrado de la estancia “Cuatro Ombúes” y amenazado por el río que había comenzado a crecer. Desde hacía una semana caían lluvias en el Brasil, haciendo temer a don Caxildo, comerciante fluvial y difusor como todo navegante de las ideas en boga, si tendría el tiempo suficiente para remontar el jodido río y regresar a las casas.

   Entretenidos en eso lo pasaban.

   Mientras, la niña en la temida casilla del cazador se desnudaba.

   Su cuerpo breve, madurado a solazos y chupín de pescado, iletrada y gozosa se tensaba como las cuerdas de un violín sobre el adorable Juan que la poseía con la avidez de la primera vez.

   Él recordó fugazmente a  Rosalía y amó a Tansín, la niña-mujer. Niña sin nombre propio, flor silvestre del paisaje ribereño y tronchada por la cortedad de los padres; asediada por las miradas impúdicas de los viejos lugareños pero capaz de urdir  amores fugaces, mientras esperaba su oportunidad de embarcarse en el lanchón, rumbo a Fray Bentos, para que la libertad fuera tangible como algo también suyo. Y así realizar su sueño: mudarse a un pueblo de veras para amar sin límite a los obreros de la fábrica.

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   El verano sobrevoló “Kilómetro 401” como otros veranos, tórrido, plagado de alimañas en el aire y reavivando con temperaturas diabólicas los incendios latentes en la forestación. Los animales que alcanzaban a escapar del cerno boscoso llegaban atropelladamente, sofocados, hasta el espejismo de un río que teñía de negro, haciendo honor a su nombre, al arenal donde morirían, enceguecidos, agrupándose en la ribera en el último e instintivo acto defensivo, atemorizados por el humo y los remolinos en llamas, reventados por la cantidad de agua bebida.

   La memoria del fuego llevaba a los pobladores a tener bien presente el gran incendio del noventa y pico, tanto como aquella década aciaga cuando implantaron las semillas de la maldad en el país de las cuchillas.

   El pérfido viento había sobrevolado durante semanas los árboles enrojecidos y crepitantes, mientras, la combustión arrasa convirtiéndolos en espinas carbonizadas sobre un tapiz agrisado y ceniciento. Aquella vez, un muchacho logró ponerse a salvo abrazado al pescuezo del caballo hasta alcanzar a nado la Isla Mosquitos. Después, de cuatro en cuatro, los dieciséis  pobladores los siguieron, embarcando la vaca, los perros bravos, las gallinas y dos corderos guachos. En esa ocasión, el cazador liberó a las serpientes y dejó abierta las jaulas de los pájaros, aunque muchos de ellos enmudeciendo los trinos prefirieron esperar la muerte a recuperar la libertad.

   _ Cosas de hombres, murmuró oscuramente Pancho Cruz, estoico en medio del río mientras la canoa se alejaba del caserío en llamaradas.

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   Al atardecer, la casilla del cazador quedaba envuelta por la sombra fresca y azuleja de los espigados eucaliptos.

   Al crepúsculo, Juan Galván armaba un cigarrito después de racionar inútilmente la disminuida reserva de picadura, mientras aguardaba la visita furtiva de la niña.

   A la noche, recostados sobre cojinillos veían pasar las estrellas por las rendijas del techo, adivinando constelaciones apostaban si la diminuta luz que la traspasaba era una partícula astral o luciérnaga de los pantanos, suficiente para imprimir una pátina plateada en los cuerpos desnudos y brillos difusos en los enseres primitivos, artesanales, que era todo lo que poseía Pancho Cruz.

  Ella preguntó por los amores del muchacho.

  Él fue sorprendido y demoró la respuesta ojeando como en un almanaque imaginario diversos lugares emparentados a los rostros de bellas mujeres; Lulú en el burdel de la Rambla portuaria; el barcito de la calle Ayolas indivisible del rostro guaraní de Fabiana; recordó las boquitas pintadas y las palabrotas en boca de las viejas habitúes en las cervecerías de Juan Carlos Gómez, los ruegos edulcorados de las más jóvenes por una raya de cocaína y el cotidiano batallar emborrachado de mujeres olvidables. Percibió el dinero sucio de los negocios humanos que se escurría como la vida misma en la piel manchada de los viejos resentidos, en las ojeras violáceas como tatuajes de los rostros bronceados de las muchachas, en las angustiosas miradas atravesadas por los sicofármacos en los baños del liceo, miradas perdidas en el pasado a la hora del desayuno en la residencia para ancianos…

   Ella aguardó la respuesta mientras reposaba sobre su hombro.

   Él derivó sus pensamientos hacia un romance con la Muerte que era en definitiva la más pertinaz y consecuente enamorada. No sabría explicarlo, pero en sueños se regocijaba con las manos manchadas de sangre, hipnotizado por la velocidad con que un cuchillo o una bala cortan el aire llevando su mensaje intimidatorio, definitivo, totalizador de la eterna disputa entre la vida y la fosa. Pero al despertar, las imágenes remanentes  lo llevaban a percibir frente suyo los ojos desconcertados de las víctimas después de exhalar un último sonido humano idéntico al del primer hombre asesinado en las cavernas. Preguntándose si soñar y despertar fuesen otro ciclo circular, intermedio al anterior, con la Muerte soplando en su adormecida mente. Crecía en él una intrigante sensación con el dedo apretando el gatillo mientras con el entrecejo fruncido, una vez más, anticipaba el derrotero mortífero del proyectil para ser interpelado por la mirada confiada del pequeño Giuliano, el inexperto Bahiano o el arrojado Juan Galván  momentos antes del fin último.

   Ella besó la cara afeitada y dio tiempo a que Juan hablara.

   Él comprendió que no podía responderle a la niña, por lo menos como ella lo esperaba, relatando amoríos oscuros o curiosas poses amatorias que lo provocaban a él, como compensación, a inquirir en el breve y agitado trato que Tansín demostraba conocer con hombres sin nombre, de paso por el caserío, revolcados en sucios cojinillos. No caería tan bajo. Ella había sido  juzgada con parcialidad gracias a los comentarios malsanos de los viejos pobladores, porque se entregaba gozosa y libremente con las artes de una experta amadora y sin secretos por encubrir.

   Muchos en el vecindario cargaban con un costal de prejuicios y temores que los acompañaría hasta el fin de sus días. Tansín era libre.

   En cambio, consideró justo y buenamente nostálgico hablarle de Ros, porque la hermana del antiguo jefe, como ella, no era una más entre muchas. Fue su primer y gran amor guarecido entre las penumbras del galpón y las luces reveladoras propias de la confusa medianía entre la niñez y la adolescencia.

   _ Te voy a contar de Rosalía… una gurisa que era la mitad de linda que vos.

   Ella recordó fugazmente las advertencias de su madre sobre los forasteros mentirosos y otros cuenteros que solían, de tanto en tanto, arribar en el lanchón de don Caxildo y pernoctar en “Kilómetro 401”.

   Lo observó a Juan como solo una niña sabe hacerlo para tomarlo por asalto lamiéndole el lóbulo de la oreja y el pequeño tatuaje del cuello.

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   Él conoció  “la Isla” de la calle Veracierto recién cumplidos los doce.

   Dos botijas lo habían observado mientras hurgaba por comida en el basural de Felipe Cardozo, no le dijeron nada como tampoco lo molestaron las dos o tres mujeres que tomaban mate al borde del cantegril y de la calle, al borde del cerro de desperdicios y a espaldas de Montevideo.

   Sí lo molestaban las nubes de moscas y los perros famélicos que disputaban a la par los restos comestibles.

   “Tenazas” y el otro gurí lo presentaron a los otros, entre chanzas y miradas inquisidoras, carente de la mínima  formalidad, sin preguntas.

   _ Es de los nuestros, dijeron, uno le ofreció un jarro de cocido caliente  y otro un pan duro para remojar.

   _ No es de los nuestros… La muchacha lo miró con desparpajo y anticipó con autoridad, que lo sería en corto tiempo.

   A modo de advertencia dijo que el “Nene” le pertenecía sólo a ella, asunto que inadvertido por él  molestó y mucho a Richar.

   Yo no lo entendí en aquel momento, pero Ros apareció en la penumbra del galpón como un ángel protector, y a poco, al adueñarse de mi corazón sentí por primera vez que es estar enamorado.

   Rosalía fue mi gran amor.

   Por las noches, algunos botijas daban cuenta de los trabajos de ese día, trabajos rutinarios, sin importancia. Dos monederos y una billetera con unos pocos pesos hablaban por sí mismos de la crisis económica; un motor eléctrico mostraba las entrañas y el cobre a recuperar para su venta al chatarrero; una bolsa con rejuntado de fruta en la feria, otra con pan y bizcochos del día anterior, regalo de la dueña de la panadería completaban los resultados de la jornada.

   En derredor del brasero, Aidemar aleccionaba a los integrantes de la pandilla a perseverar en el trabajo, diferenciar ver de mirar, saber responder sin dar nombres; todos tenían que entender que el botín obtenido no debía medirse en términos económicos de mucho o poco porque calcular así era un error de principiantes, los frutos debían considerarse por el esfuerzo combinado de cada pareja o grupo, la sagacidad a la hora de resolver imprevistos y la velocidad de la retirada una vez conseguido el objetivo. Una vez más citó a su tío que solía aconsejarlo, viejo y refinado, fugado de Madrid y famoso impresor de papel moneda, huésped reincidente del antiguo penal de Punta Carretas.

   _ Sobrino, tenga presente para el éxito: pasos cortos y vista larga.

   Aquella primera vez, el jefe preguntó de dónde había salido yo, y Ros, la hermana, respondió con premura.

   _ Es de los nuestros… es casi un nene y a la noche va a dormir conmigo.

  Cruzó una mirada pícara con un mensaje de palomas para mí tranquilidad que fastidió a Richar con el corazón caliente y los puños apretados.  

   “La Isla” estaba abandonada hacía años y se había convertido en un lugar salvaje e ideal para las actividades de la pandilla, las alcantarillas donde proliferaban las ratas disuadían a los intrusos y las plantas de palán-palán descolgándose de los paredones semejaban fantasmales gárgolas; era un edificio entre tantos, estigmatizado por el vecindario a partir de aquellos que encontraron el final entre sus muros, accidentados y suicidas, lugar temido por la presencia de almas en pena sobrevolando los altos techos, apaciblemente lúgubre, amalgamaba la nostalgia de una entrañable fotografía con la frustración del anciano inválido que ve jugar a los niños detrás de la ventana.

   Un galpón entre muchos otros, parecidos pero no iguales, acrecentaba la soledad del lugar como una playa en agosto, tal aislamiento característico de una isla infranqueable por los altos muros perimetrales y los sólidos portones de hierro, clausurados con cerrojos y candados; las sombras alargadas, los árboles añosos y las playas de maniobras desiertas semejaban antiguas ciudades sitiadas por los ejércitos enemigos o asoladas por las hambrunas y las pestes.

   Los viejos vecinos de la barriada, otrora trabajadores de las abandonadas fábricas textiles y de ladrillos, eran los escasos peatones que buscaban las veredas soleadas en invierno, gentes de naturaleza pacífica y a la vejez, conservadoras, encerrados en sus casas veían televisión tomando mate de cascarilla y leche.

   Pero algo inusual ocurrió, conmovidos por los estampidos detrás de los muros dieron de inmediato aviso a la policía.

   Aidemar recibió a los agentes del patrullero alertados por el 911, luciendo un uniforme de “seguridad privada” los invitó a pasar mientras cebaba unos amargos, y les mostró por delante con un ademán de manos, el enorme vacío capaz de producir millones de ladrillos empavesados protegiendo la nada.

   La pandilla oculta y emboscada seguía los acontecimientos a prudente distancia del jefe y los polis. Si amenazaban con incursionar dentro de “la Isla”, el plan era huir y reencontrarse al día siguiente en el portal de la Iglesia de la Cruz.

   A poco, el jefe persuadió a las autoridades mostrando su arma particular y los papeles, asegurando que lo mejor, de tanto en tanto, era tirar unos tiros al aire, disuasivos,  para mantener alejados a los pichicomes o los ocupantes ilegales.

   _ En este bendito país campea el libertinaje, dijo el policía.

   _ Ni la propiedad privada queda a salvo, afirmó el que tomaba nota.

   _ Así no se puede vivir, se quejó Aidemar.

   _ Gracias por los mates.

   _ Cuando gusten. Adiós.

   Los policías, víctimas del engaño desconociendo que el uniforme, el arma y los papeles eran robados se fueron sin  dar demasiada importancia al asunto para atender otro llamado de auxilio, recordando antes llevarle tranquilidad al denunciante que aguardaba temeroso junto a otros dos ancianos en la esquina aledaña.

   El incidente no pasó a mayores, la pandilla de tanto en tanto continuaría con las prácticas de tiro al blanco.

   Los vecinos del barrio están felices.    

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