El Crimen de la Plaza Zitarrosa 11/ Por Jose Luis Facello



    Frente a mis ojos miles de ojos que no pueden verme, vivaces o distraídos, mansamente cerrados, dormidos; ojos mirando las pantallas con los horarios de partidas y anuncio de arribos, sino posando la mirada, superficial, en las tandas publicitarias, mudos, eclipsados por el murmullo flotando como un banco de niebla en el amplio hall, recorrido de extremo a extremo por miles de personas portando bolsos o arrastrando valijas con rueditas, por limpiadoras trapeando el piso, parados junto al mostrador de las agencias de transportes, guardias de uniformes marrones y agentes encubiertos deambulando. Murmullo que crecía desde las mesitas de los kioscos, de la fila frente al Cambio de Monedas o los locales de comidas rápidas. Murmullo incomprensible, de lenguas extranjeras o el olvidado castellano de los migrantes, chapuceado. Murmullo de voces entremezcladas con la música funcional que caía como una llovizna que joroba desde los balcones del shopping del primer piso, murmullo de gentes en las escaleras mecánicas, amontonadas en las escaleras caracol, lloriqueo de pequeños succionando la teta o agarrados a los pantalones de las madres, niños con berrinches, niños pidiendo una golosina, niños pidiendo mamá compra, papá compra, otros niños pidiendo una moneda. Voces amontonadas en la entrada de los baños, junto a los teléfonos públicos, voces que nacen o mueren al traspasar las puertas corredizas que derivan a las dársenas de ómnibus o a la calle. Voz metálica anunciando por los parlantes la salida con destino a una ciudad que espera, al pueblo de la infancia, a la playa soñada. Voces sigilosas planeando el próximo golpe, averiguando por las ventajas de una tarjeta de crédito, preguntando dónde había un trabajo de enfermera, o de peón, o de tornero, o de mesera. Sondear a una amiga por el préstamo de unos pesos hasta fin de mes, interrogando al amigo que estaban esperando para ir a la amueblada, qué ómnibus  llevaba al burrero a Maroñas, a cuantas cuadras estaba el Pereira Rossell. Cuanto cobraría un taxi para recorrer la rambla extrañada por décadas de  exilio en tierras extranjeras, cuanto por ir a la casa de los padres en Agraciada y Garzón, cuanto tiempo hasta el Aeropuerto de Carrasco y alcanzar el avión. Ruido de miles de teléfonos celulares comunicando miles de asuntos cotidianos, de la gran terminal a miles de pequeños lugares, el box de una oficina o el baño de servicio, íntimos lugares, bajo las sábanas de los amantes, velando al difunto, sórdidos lugares, en los túneles de la Ciudad Vieja, en los pasillos del Palacio Legislativo; alertando con miles de sonidos diversos las llamadas o con una vibración malsana miles de mensajes recibidos, besos por miles transmitidos automáticamente, decir te quiero a condición de tener señal, leer que el tío se ahogó en Nueva Palmira y el cuerpo no aparece.

   Vení urgente.

   No vengas más.

   ¿Dónde estás?

   Vení, te espero.

   ¡Matate!, no vengas nunca más.

   Frente a mis ojos miles de ojos que no pueden verme, escondido como en la forestación pero esta vez atrás de las cámaras de seguridad durante las doce horas que espío el mare mágnum típico, colorido, ciclotímico de una terminal de ómnibus.

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Terminal “Tres Cruces”, Bulevar Artigas 1825, Montevideo, Uruguay.

www.terminaldeomnibus3cruces.com.uy

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   Lindolfo José lucía cansado, la barba de tres días agrisaba el rostro y el roce en el cuello de la camisa denunciaba la falta de aseo. Acusaba más años de los que en realidad tenía.

   Raro en él, me preguntaba que estaría ocurriendo.

   Saludé a Silvia, la moza, que tomó el pedido con una mirada de rechazo al policía y de censura hacia mí. ¿Por qué no llevaba a mi acompañante a otro lugar? sugiriendo si lo permitiese la mínima confianza a que lo invitara a almorzar en los populares comederos, cruzando la calle, en la vereda de Duvimioso Terra. Nada de eso dijo, pero leí sus pensamientos en línea con el modelo higiénico y seguro del Patio de Comidas. No sería la primera ni última vez que los muchachos de “seguridad privada” intimaban a salir de la terminal a algún desgraciado mal vestido o con los zapatos embarrados, como a los botijas pedigüeños o al hambriento que mendigaba un resto de hamburguesa en el local de Mac Donals.

   Está visto, pensó el muchacho, que el nuestro es un pequeño país de grandes contrastes… y si algo nos une y alegra, se lo debemos a la Celeste y a tipos como Forlán o Lugano.

   Las banderas ondeaban en los balcones anticipando las expectativas con el partido a jugarse ese domingo en el Estadio Centenario.

   _ Sale la promo de carne asada con mixta para dos, un Mendizábal tinto, abrimos la mesa seis, dijo Silvia con profesionalidad.       

   _ ¿Ocurre algo jefe? pregunté mientras untaba el pancito negro con manteca y me deleitaba mirando la espalda desnuda de una jovencita con la cabellera multicolor cayendo sobre los hombros. Recordé a Gisella y las borrascosas horas cuando pasada la fiesta quedé convertido en un bulto abandonado entre el juncal con una nota en el bolsillo y la reveladora frase. 

   _  Nada nuevo, discutí con mi mujer, dijo sobrevolando la mirada sobre los techos del barrio barnizados de hollín y ropa tendida.

   Lindolfo José se encontraba en una encrucijada, la más difícil de afrontar en los últimos tiempos, quizá de su vida. Era una posibilidad que parecía lejana, como un cruce de caminos que señala el GPS o un cartel de Vialidad, pero que aún sabiendo de su existencia a los incautos los sorprendía la proximidad, inminente, del vertiginoso tráfico de camiones que cruzaban delante de las narices. A segundos de un accidente, a un soplo de la muerte. 

   Había llegado la hora.

   La familia estaba conmocionada.  Maryland, joven esposa y madre, sin interés por los asuntos del pasado, que apenas si había escuchado tajantes comentarios familiares o mirado con indiferencia algunos programas periodísticos sobre historias ocurridas mucho antes a su propio nacimiento.

   Demasiada indiferencia  acumulada para sus treinta años, cavilaba el suegro, y dura de entendederas, estaba visto que la mujer de Lindolfo buscaría  refugio en las telenovelas brasileras y las papitas de copetín.

   Lindolfo sonrió evocando a Melchor. Al niño que ocupa sus horas mañana y tarde en la escuela, martes y jueves en clases de inglés, miércoles y viernes waterpolo en la ACJ y los sábados reunión de Boy Scout. En las horas libres el niño jugaba en la computadora.

   Recién entonces, Lindolfo cayó en cuenta que no conocía a su hijo.

   Se despabiló, había llegado la hora.

   Terciario, iría a juicio.

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   Retengo los recuerdos del cumple cincuenta de Terciario cuando nos reunimos como suele hacerlo cualquier familia bien nacida en la casa de Millán. Manteniendo las formalidades llegamos con un obsequio adecuado más un paquete con sándwiches y el sentimiento dividido.

   Algunas cosas del pasado habían comenzado a aflorar salpicando la reputación profesional de Terciario, preanunciando el peligro inminente como el iceberg en ruta a embestir al trasatlántico. A pesar de la tensión contenida en cierta alegría impostada, el regalo había logrado sorprenderlo.

   Cuando abrió la caja de madera con el interior forrado en pana roja guardando una antigua pistola de dos caños Lefaucheux, nos abrazó con lágrimas y agradecimiento, con los extraviados ojos del derrotado.

   _ Quién habrá sido el gaucho agraciado, dijo admirando el arma, al que no le tembló la mano ni el ideal defendiendo la divisa colorada.

   _ Logramos emocionar a Terciario, le susurré a Maryland.

   _ Está pasado de whisky, respondió por lo bajo de modo ramplón.

   _ Primero la patria, instó el policía retirado.

   Después, el fervor de la reunión se apaciguó con los niños entretenidos con el perro y las mujeres amontonadas en la cocina con los preparativos de los platos fríos, los Martinis en vasos largos con hielo y limón, diluyendo las risas entremezcladas con conversaciones secretas y grititos conspirativos. Junto a Terciario y Washington José optamos por salir a la mesa del jardín, servirnos  whisky y fumar un Cohiba Maduro, distendernos y de ser posible darnos el gusto de prosear con cierta intimidad perdida cuando los hijos se van de la casa paterna.

   Era una calurosa y agradable noche montevideana que no alcanzaba para disimular las preocupaciones compartidas, contradictorias, avinagradas.

   _ Los que escriben la historia son unos mentirosos como todo escritor lo es, las palabras son engañosas menos en la Biblia, se despachó Terciario,  en este pequeño país nos faltó una industria del cine como Hollywood, gente capaz nos sobra…

   _ Interesante papá, dijo Washington.

   _ Imaginen, las historias recreadas por el séptimo arte, en nuestras costas, empezando por el navegante don Juan Díaz de Solís, las expediciones del padre Artigas, de don Frutos y don Venancio por la campaña oriental, Garibaldi resistiendo las pretensiones rosistas en el Río de la Plata…

   _ No alcanzaría con un largometraje, dije con ironía.

   _ Si habrá temas por redescubrir, la larga marcha contra el tirano paraguayo…

   _ Un siglo de gobierno del Partido Colorado, sugirió Washington íntimamente satisfecho por el reciente nombramiento en el directorio de ANCAP.

   _ ¡Ni hablar! Qué director sería capaz de encerrar en unos metros de celuloide asuntos fieros a los que debimos poner el pecho, como la represión al contrabando, a los anarquistas… a las montoneras y guerrillas, las de mil novecientos cuatro y las castris-tas.

   _ Nos faltaría un gran estudio de cine, una industria… deseó mi hermano.

   _ Triunfadores en las armas y con los votos ciudadanos nosotros hicimos este país y nadie parece darse cuenta… ¡Estamos rodeados de traidores!

   _ ¡Un brindis por Terciario y por las industrias! dije intentando salvar el encuentro festivo mientras fui por otra botella y más hielo.

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   Sin saberlo, aquella vez fue la última que la familia había de reunirse, dijo Lindolfo sorbiendo un trago del Mendizabal.       

   Transcurridos diez años de desencuentros, pequeñas verdades  iban desencantando a cada uno exceptuando a mi madre, que profesaba amor y fidelidad incondicional por Terciario pero sin posibilidad de encubrir la locura sórdida que ensombrecía con resabios del ayer las relaciones familiares.

   Ya nada sería lo mismo.

   Cada uno fue tomando gradualmente distancia sin enojo ni desplantes, cultivando pequeñas formalidades como saludar el día de cumpleaños o darse una vuelta si la salud se quebraba,  pero sí construyendo inconscientemente una barrera que mitigara la angustia que tomaba por asalto nuestros pensamientos, trastocando la conducta hasta afectar a todos como una epidemia indetenible. No todos, mi cuñada tenía un corazón de piedra y lo defendía.

   ¿Cómo encarar cualquier asunto por mínimo que fuese, cotidiano, con natural simplicidad si sobrevolaba un pasado cercano jalonado por actos oscuros, inefables y desorbitados en la casa de la infancia?

   ¿Qué decir ahora a los niños?

   Nosotros compartimos una certeza, el tiempo se agota y Terciario lo sabe.

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   Pedimos café y dos Juanicó.

   Silvia se había resignado pero no disimulaba la contrariedad que nuestra presencia ocasionaba. Peor para ella, difícilmente escaparía a los ojos múltiples de las cámaras, tarde o temprano cometería un error y entonces veríamos quién es quién.

   El patio de comidas dejaba al desnudo muchas mesas vacías, el ruido a cantina italiana había mermado y la música internacional invadía tenue y fastidiosa el lugar.

   _ Camilo Muros brindo por tu primer mes en la Terminal, dijo Lindolfo.

   _ Y para que todo se componga a la brevedad en los mejores términos, dije en alusión a las preocupaciones del policía.

   _ Así sea. ¿Tenés alguna explicación de para qué te destinó la agencia en este lugar?

   _ Pura rutina, espiar los salones, husmear en los locales comerciales, vigilar las instalaciones de servicios, en fin, pusieron cámaras en todos los rincones. Aseguran los expertos que el estricto control de las personas garantiza al mínimo el flujo de la inseguridad. Sería según ellos, la extensión de una cárcel de máxima seguridad sobre la sociedad.

   _ ¿Y?

   _ Se activa el protocolo de “Detección Temprana de Delitos”.

   _ Efectivo.

   _ Para nada, salvo que sea el trabajo de un novato y le lleve demasiado tiempo hacer las cosas, o cometa la locura de tomar rehenes… en situaciones de delitos en desarrollo cuando el operativo policial se pone en marcha los chorros están tomando cervezas en el Parque Rodó. Se lo doy por firmado.

   El muchacho sabía de lo que hablaba, meditó el policía, tenía sobrada experiencia y por eso la agencia lo destinó a la Terminal, aunque todavía no sospechara los alcances del trabajo.

   _ Estás aquí para otra cosa, le dijo.

   _ ¿Cambio de planes?

   _ Para nada, esta es la tarea encubierta de tu misión.

   _ ¡Silvia! Dos Juanicó, ordenó Camilo Muros.

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   _ Parecería que existen fechas cargadas de significación… lugares emblemáticos que conllevan de solo evocarlos, misterios o dudas, o temores; el policía miró las gaviotas sobrevolar las azoteas sucias.

   Cuando vos eras un juvenil pandillero y yo iba al liceo demolieron el Muro de Berlín, un asunto intrascendente a esa edad pero conmovedor para mi tío que nunca entendió el objeto mismo de la construcción divisoria. En cambio, para Terciario resultó un asunto traumático que a la postre resultaría irreversible, como la amputación de una pierna o un brazo; con el acabose del comunismo se terminaba la razón de ser para aquellos que lo combatieron, que le daba algún sentido a sus vidas en nombre de la libertad.

   Pura basura, pensó Muros observando la ropa tendida en los balcones.

   _ Terciario quedó sólo y sin enemigos, condenado a deambular en los límites del living, a mirar en la televisión asuntos que no eran sus asuntos, recibiendo cada tanto a tipos que encarnaban su misma decrepitud. Llegó a considerar a Sonia, su gran amor, como algo del pasado e inexplicablemente agotado aunque fuese su sostén principal en tamaña soledad. Sin notarlo se transformó en su propio enemigo.

   En definitiva, 1989 fue un año de pariciones, uno, dos, vaya a saber cuántos eventos con múltiples efectos e interpretaciones. Para algunos escribas, el comienzo de un mundo nuevo, para otros, el fin de la historia; para la mayoría de los mortales un asunto que ni va ni viene. Como el linchamiento de Ceaucescu  y el bombardeo a Panamá, ese mismo año. ¿Se comprende?

   Más de la misma basura, pensó Muros.

   El policía sorbió el coñac de la panzona copa y observó por el rabillo a la moza que no cejaba en el empeño persecutorio, haciendo por lo bajo comentarios al ajetreado cajero, a su vez, supervisor de la cocina como de la parrilla, que de tanto en tanto le clavaba la mirada con ojos inquisidores.

   _ En cambio, prosiguió, con el derrumbamiento de las Torres Gemelas las espectativas de un Nuevo Orden se precipitaron al vacío como los desafortunados de los pisos altos. Al fin de cuenta, Nueva York resultaba tan vulnerable como Bogota o Mogadiscio, y los mercados abiertos no eran tan abiertos, ni tan francos, ni tan libres, desnudando de un día para el otro al mentiroso dios Mercado.

   Por ese gravísimo incidente neoyorquino y las subsiguientes medidas precautorias, tuvimos asignados decenas de agentes revisando correspondencia ante el alerta internacional por posibles atentados con Ántrax y con ello, el inicio de la guerra bacteriológica.

   Falsa alarma.

   El uso de barbijos y alcohol en gel resultó un negocio infame a costa del miedo propagado por CNN y otros tantos medios.

   Camilo Muros, pensó en interrumpir al otro, pero cómo decirle que poco había visto sobre el particular y mucho menos interesado. ¿Cómo un tipo de su edad podía darle tanta pelota a cada estupidez que ocurriera en países tan diferentes a nosotros?

   _ Pero sabido es, continuó imperturbable el otro, que desencadenó en cada lugar del planeta como una pandemia, el terror a las armas químicas, a los hombres barbados o los misiles con carga radioactiva. La fuerza encomendó a decenas de agentes con perros adiestrados a la búsqueda de tales elementos peligrosos. No quedó rincón del país sin recorrer.

   Recuerdo como si fuese hoy, que a instancia de una denuncia anónima fue detenido, a espaldas de la prensa, un bodeguero que usando químicos adulteraba vinos en el departamento de Canelones, pero sin constatarse una vez revisados de modo minucioso tonel por tonel la existencia de armas de destrucción masiva.

   Otra falsa alarma. No somos Medio Oriente ni la Polinesia.

   Un efecto colateral, porque la confusión es mucha y los nervios terminan traicionando al mejor, como confundir a un brasileño con un terrorista árabe en el metro londinense o bombardear inexplicablemente a las fuerzas propias o aliadas en tierras de la antigua Persia.

   Como otras veces, la defensa continental movilizó importantes recursos económicos de las arcas estatales, los organismos pertinentes nos otorgaron préstamos destinados a la adquisición y capacitación en la manipulación de  “scanners” gigantes; de simuladores de ataques y evacuaciones de civiles en condiciones extremas; millones para la instalación y monitoreo de millones de cámaras de video. Y un ir y venir de técnicos y licenciados viajando, con sus esposas con sus amantes, a las casas matrices en los países líderes en investigación y desarrollo militar. La vigilancia se multiplicó como la visión multidireccional de las moscas, y así hoy, no existe en la República el mínimo lugar que quede abandonado a su suerte. Por lo menos, en teoría.

   Cuando en el futuro cercano sobrevuelen los aviones espías automáticos como en Afganistán o México no encontrarán nada que no sepamos.

   Todo está cambiando, mal que les pese a nuestros conservadores.

   El folleto con las “Recomendaciones para un Viajero Feliz”, daba cuenta de la prohibición de portar o transportar armas de fuego, navajas y sevillanas, cortaplumas y cortaúñas,  hojas de afeitar, alfileres y escarbadientes, tarjetas plásticas, recipientes con ácido, monedas de dos pesos y sacacorchos. Para el inexperto podían parecer medidas desmedidas, pero en manos de fanáticos asesinos cualquier recaudo resultaba poco, infiltrados como pasajeros en un avión, un trasatlántico o un ómnibus de larga distancia, dispuestos a inmolarse activando una bomba o tomando el control del vehículo con fines terroristas.

   En la pantalla, el locutor de espaldas a la cercana Playa Ramírez dejó flotando la pregunta sobre el patio de comidas.

   _ Papá, mamá ¿saben hacia dónde están viajando sus hijos en este momento?

   ¿Qué extraños los acompañan?

   La rubia que lo acompañaba no demoró su propósito con aflautada voz.

   _ ¡Llama ya! Compra un Iphone de última generación y lo recibirás en tu domicilio en las siguientes veinticuatro horas. Si llamas en los próximos quince minutos te regalamos un set de baterías y un cargador sin costo alguno. ¡Compra ya!

   _ El tema es inagotable, pero creo suficiente a modo de ilustración para que adviertas la real dimensión de la misión en la Terminal, dijo el policía que aprisionó un cigarrillo sin encender en la comisura de los labios.

   Para empezar dudar de todo.

   Muros suspiró con un cóctel de hastío e indiferencia mientras bebía el último sorbo de coñac. 

   _ Hace de cuenta que La Terminal es el centro del mundo, un nudo de tráfico incesante de personas, provenientes de todas partes, desconocidos, aguardando el horario de partida, demorándose inexplicablemente en el hall de espera, extranjeros, haciendo compras en el supermercado o mirando las vidrieras en el shopping.

   Eso en la teoría. El proyecto arquitectónico, el plan de transporte urbano y las vías del flujo de personas, cuando en realidad, en medio del tumulto humano, hacen contacto los traficantes de drogas, especulan los cambistas de divisas, conspiran los opositores a la Fábrica y hacen inteligencia los servicios secretos y los rebeldes de una veintena de países.

   De eso se trata el mundo moderno...

   Más de lo mismo, pensó Muros. Los encuentros con el policía le despertaban la ansiedad por saber de su pasado, de su padre, de Abril o de su hermana, pero la frustración se adueñó de él al notar que la conversación se agotaba sin mayores novedades en un informe político, asunto que no le interesaba lo más mínimo.

   _ Tu misión encubierta es medir las pulsaciones de La Terminal aunque su piel sea de plástico y cristales, y el corazón monitores y video clips.

   Que no te confundan las luces porque también esconden oscuros negocios.

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