Mujica y su primer asalto 5/ SUDESTADA


Esa misma tarde la información llegó a los cronistas policiales, que con sus libretitas en mano anotaban cada dato que les parecía interesante. Así, el vespertino de crónica roja El Diario señaló en su tapa: “Un viejo delincuente que desde hace tiempo manteníase inactivo intentó asaltar en compañía de un feriante a un cobrador de Sudamtex, cuando llegaba con dinero para el pago de obreros.

Los sujetos utilizaron una motocicleta a efectos de huir rápidamente del lugar, en Lavalleja y Acevedo Díaz. Sus movimientos fueron percibidos por personal de la firma que dio aviso a autoridades de la Seccional 7.ª y se frustró el golpe, deteniendo los policías a uno de los atracadores, José Alberto Mujica Cordano, oriental, casado, de 28 años. Se encuentra prófugo quien planeó el golpe, Ruben Anchetta”.

El diario El País le dio poca trascendencia al hecho, en las noticias policiales breves, con el título: “Asaltantes frustrados”. Informó sobre la detención de Mujica, “habiendo logrado fugar Ruben Anchetta. El hombre al que se le atribuye el planeamiento del «golpe» que no llegó a concretarse, y que posee varios antecedentes por hurto”.

No hubo asociación entre el hecho y la actividad política. Eran tiempos en que El País solía burlarse de las posibilidades revolucionarias, en sueltos que se pretendía irónicos: en la sección “El Mundo es Ancho y Ajeno” se planteaban ciertas informaciones de esta manera: Luego de violentar la puerta principal de la casa ubicada en la calle tal, “los cacos hurtaron dos pistolas, un revólver y otras cosillas. ¡Cuidado con los guerrilleros!”, o, “un segundo guerrillerito, por su parte, se apropió de un revólver calibre 44, del interior de un automóvil”. Y luego de relatar otros robos diversos, se avergonzaba: “De esta forma les damos motivos a nuestros hermanos del norte a que sigan pensando que aquí somos todos indios”.


Pepe seguía en el catre, se había adormecido. Le parecía haber soñado con el rescate de tres peludos, pero no estaba seguro de su coherencia en ese momento. Ahora volvía a mirar el techo húmedo. Apenas podía moverse, tenía moretones por todos lados, bajo la ropa, ahí donde el represor pega, tortura, para que la marca quede oculta.

—¡Tranquilo! —le dijo el hombre con el que compartía la celda, sentado en el otro camastro. Pepe cerró y abrió los ojos para asentir.

—El dolor se va, lo que importa es lo que pasa por acá... —afirmó el hombre mientras se llevaba el dedo a la cabeza.

Pepe pretendió esbozar una sonrisa —que el otro preso comprendió—, y dejó caer sus párpados para volver a descansar.

Había llegado al Establecimiento de Detención de la calle Miguelete, y en la oficina de recepción de la cárcel se encontró con este recluso, un tipo que andaba en el delito común, y conocía a Pepe del barrio. El hombre miró al encargado de guardia:

—En mi celda hay lugar —le dijo.

—No hay problema —aceptó el administrativo.

Al hombre le tenían cierto respeto en Miguelete, no andaba en revueltas ni complicaba a los vigilantes, salvo que alguno lo molestara y entonces lo arreglaba cara a cara, pero sin alardes, a veces solo con palabras, quizá severas, implacables, al oído.

—Ellos saben que hoy estoy acá, y mañana allá, en la calle por la que caminan.

Visto así, el tipo daba escalofríos, pero eso era con la guardia y en ciertas ocasiones.

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