Mujica y su primer asalto 6/ SUDESTADA


—¿Cómo estás vos? —le preguntó el visitante.

—Ahí voy, ahora bastante bien, pero me masacraron...

—¡Vamo’arriba, compañero! —lo animó el Poroto Benavídez.

—Les quiero pedir un gran favor —dijo entonces Mujica.

—Sí, Pepe, lo que quieras...

—¿Pueden ir a mi casa —a la casa de mi vieja— a regar las flores? No las puedo perder, porque si no la familia... —Pepe se entrecortó—. ¡Vayan! Háganme ese favor...

—Claro, Pepe, tranquilo —afirmó Belletti—. Hoy mismo vamos por ahí...

Le dio a entender luego que el Flaco David estaba bien escondido.

Y Mujica sonrió.

Su compinche se había ido al norte del país. Lo tenían por delincuente común, pero no por revolucionario. Lo mismo que a Pepe, quien debía guardar el secreto —como en la obra de Sender que había protagonizado David en el Cerro—, y tragarse todas las amarguras, entre ellas, quizá la peor, la de su madre, que estaba cumpliendo cincuenta y ocho años.

—¿Qué es todo esto, Pepe? —le preguntó doña Lucy, con los ojos estrellados—. Decime que todo es un error, que te están confundiendo...

Pero Pepe bajó la cabeza.

—¡No, Pepe, no!

Su hijo la miró con los ojos tristes y le imploró:

—¡Perdón!

Ella sintió que el pecho se le quebraba como el hielo cuando el punzón lo atraviesa. Pero estaba enmascarada por el enojo:

—¿Qué pasó contigo, Pepe? —le inquirió.

—No sé qué decirte...

—¡Vos sos muy vivo para equivocarte así! Doña Lucy se fue, empujada por el dolor. Y al llegar a la casa enmudecida, abrazó a su hija y lloraron juntas, conservando el silencio.

Esa noche no pudo dormir. Pensaba en aquel niño inteligente y dulce, en ese joven trabajador y solidario, en el luchador social, en el dirigente político. Y desconfió de todo, de ella misma, de su capacidad para ser madre, pero también de las palabras que había escuchado en la cárcel, de boca de su hijo...

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