Mujica y su primer asalto 7/ SUDESTADA

…) los compañeros del MIR miraban hacia todos lados en la esquina de la casa de Pepe. Caminaron despacio y entraron por el corredor, hacia el fondo. Estaba todo cerrado. Pronto se encontraron entre cartuchos y flores multicolores, decaídas.

Dieron unas vueltas por el predio y encontraron agua, baldes, regadera y manguera.

—Vos a los cartuchos y yo a los claveles, que son más delicados —dijo el canario González, decidido. Belletti le hizo caso, el canario era su compañero de trabajo en el Ministerio de Ganadería y Agricultura, y sabía lo que hacía, al menos provenía de Tacuarembó, donde se supone que alguna vez había plantado alguna que otra cosa.

—¡Sale agua! —avisó el Poroto Benavídez y abrió el grifo al que había conectado la manguera.

Y así empezó la tarea, hasta que un grito de la calle los interrumpió:

—¡Andate de ahí! —la vecina de enfrente era familiar del Canario—. ¡Andate, que esa es la casa de un ladrón!

—¡Shhhh! —el Canario se llevó el dedo a la boca pidiendo silencio—. ¡Tranquila, tranquila!...

—¡Andate de ahí, no seas bobo!

—Pará, calmate, por favor... —el Canario no sabía qué hacer.

—¡Te digo que ahí vive un ladrón! —una mano delgada descorrió apenas la cortina. La hermana de Pepe estaba detrás de la ventana.

—¡Andá y hacé callar a esa mujer! —ordenó el Poroto Benavídez.

Y el Canario salió a hablar con ella. El Flaco Belletti volvió a ir alguna vez a la casa del Paso de la Arena, pero ya se estaba marchando al norte —a pedido de Sendic— para militar junto con los peludos. El Canario prefirió colaborar en otro lado para evitar nuevos escándalos. Y Benavídez le terminó dando una gran mano a Pepe.

—¡No sé, doña, la verdá que no sé! —el Poroto removía la tierra.

—Sí, cuando les conviene ustedes no saben nada —reprochó doña Lucy—. Nunca saben nada...

—Disculpe, pero tengo que terminar, que se está viniendo la noche.

—La noche ya se les vino hace rato.

—¡Por favor!

—¡Qué falta de respeto! —iba refunfuñando doña Lucy hacia la cocina—. ¡Con la patria! ¡Con los blancos de ley! ¡Con Aparicio! ¡Con Herrera! ¡Con Erro!...

Y así siguió hasta que Benavídez la dejó de oír, no porque ella hubiese terminado de rezongar, sino porque subió el volumen de la Spica que se había conseguido “para no soportar a la vieja”. Benavídez iba todas las semanas —a veces a diario— a transplantar claveles a la casa de Pepe. El arte de los japoneses que Mujica había aprendido —cómo hacer para que los claveles crezcan con tallos rectos, sin deformaciones— parecía no ser problema para el Poroto.

—Varas sanas, buenos brotes —le contaba Benavídez en la visita.

—¡Gracias, compañero! También le dejaba a Pepe algunos paquetes de comestibles que los muchachos del MIR le enviaban a su primer preso. Germán Vidal le daba un billete de un peso a Benavídez para cada visita a la cárcel. Esa era la contraseña con la guardia:

—Mi credencial —el Poroto le entregaba a la mujer de azul el documento de tapas duras.

Ella lo recibía sobre una caja abierta. Luego abría la credencial como si le importara examinar la fotografía o los datos de identidad, y dejaba caer el billete que había dentro.

—¡Correcto, pase! —respondía entonces.

Así lograban entrar a ver a sus familiares y amigos todos aquellos que no tenían autorizada la visita. El número de visitantes autorizados era muy restringido, por razones lógicas. Al final del día no podía haber menos de cien pesos en la caja, so pena de arresto.

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