El Crimen de la Plaza Zitarrosa 9 / Por José Luis Facello

Volvieron a atormentarme en sueños la casa de Palmar como la certeza cada vez mayor de que encerraba un gran misterio. El silencio había sido la respuesta cuando pregunté inocentemente a los seis o siete años por el lugar dónde había nacido; mutismo que se reiteró a los once, al indagar sin ton ni son mientras buscaba inútilmente fotografías de Celina embarazada.

   ¿Por qué la nombraba Celina y no mamá?, me sentí desnudo por la pérdida de la palabra más dulce inventada por los humanos. No entendí antes y sigo sin entender…

   ¿Quiénes eran mis verdaderos padres?

   Y él pisándome los talones. El tipo que por alguna sinrazón ajena a mi entendimiento me seguía el rastro como un perro adiestrado para encontrar drogas. El teléfono enmudecido, sin batería, arrumbado en el fondo del morral me había traicionado cuando el policía, rastreo satelital mediante, me localizó en medio de la forestación. La bocaza abierta de Caxildo habrá aportado en contra suya, del cazador seguramente un manto de silencio.

   ¿Por qué apareció ahora y no antes?

   El policía tenía algunas respuestas y sus razones para no manifestarlas. Para el hombre de la ley  y modo de entender, entre otras cuestiones que no venían al caso, el muchacho  había purgado la pena enclaustrado en la forestación. Entumecido bajo las heladas invernales y asediado por los incendios desaforados, sometido a las hambrunas como a la abstinencia sexual, alucinado y enloquecido por insectos asquerosos que lo acosaban en sueños y despertares, ser torturado cada día por los crímenes cometidos, el muchacho entre rejas probablemente no se habría convertido en un individuo ni mejor ni peor. A lo más, con un pasado carcelario y fama de ex convicto al recuperar la libertad deambularía por los pasillos de los negocios ilícitos hasta caer bajo el peso de la ley o de las balas.

   El muchacho había pagado.

   Para Lindolfo José merecía otra oportunidad.

   Llegó la hora de sacar de circulación a esta basura… se juramentó, por su parte, el huésped del Gran Hotel Renacimiento.

   _ Señor Feinnman, una persona lo espera en la confitería, comunicó la recepcionista con voz aflautada, dice que habían convenido una reunión a las nueve.

   _ Enseguida voy, dijo Feinmann sabiendo dos cosas, una, que no esperaba a nadie a las nueve y otra, que llevaría en la sobaquera su última adquisición: un Safety Hammer del 32. Colgó el teléfono.

   _ La vida te da sorpresas… murmuró despectivamente.

   Vistió impecable pantalón y saco beige claro, remera negra con un discreto diseño de la cara de Lenon. Observó en el espejo su nueva apariencia con el pelo corto, afeitado y anteojos Ray-ban mientras salía de la habitación 309.

   De las peripecias que concluyeron en el bar de la calle Ejido habían pasado años, internado en el monte transcurrieron más de dos y de pronto como un salto en el tiempo, en el lapso de tres días volvía a ver al policía, frente suyo, sentado imperturbable junto al ventanal del salón.

   _ Buen día señor Feinmann, saludó.

   _ Buen día.

   _ Señores…

   _ Para mí un café y un coñac.

   _ Puedo ofrecerle un “Remy Martín XIII” o “Pierre de Segonzac”, dijo el mozo catando el semblante del otro… o un “Hennessy Richard”.

   _ ¿Un coñac regional?

   _ Nuestro coñac “Juanicó” o “Reserva de San Juan”, argentino.

   _ Qué sea un “Juanicó”.

   _ ¿Usted?

   _ Café.

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   Terciario Plácido no iba a hablar.

   Él inició lo que se dice, una familia de armas.

   La anécdota familiar da cuenta que un tío a quién no conocí, Segundo José, fue víctima de una emboscada en un salvaje paraje fronterizo. En las conversaciones domésticas no se ilustraba sobre el asunto, pero años más tarde, la profesión me dio las llaves  para indagar sobre el antiguo caso donde no faltaba el contrabando, el tabaco en hoja y unas onzas de oro. Tragedia mayúscula, Segundo murió baleado, hecho con ribetes oscuros que conmovió a la gente de la cuchilla y que decidió a postre la vocación de mi padre: ser un buen policía.

   Diálogos que se filtraban por las cortinas del living despertaron de niño la curiosidad y la fantasía que mi madre alentó, leyendo en voz baja las enrevesadas novelas de Agatha Christie, típicas por no develarse el misterio ni conocerse al asesino hasta llegar a la última página. La ansiedad podía más y Sonia, mi madre, rompiendo la lógica del libro comenzaba, a solas, la lectura por el capítulo final imaginando el principio. A la adolescencia me atrapó el cine, los escritores ingleses cobraban vida en mis películas favoritas, pero recién mucho más tarde, comprendí que detrás del espejismo encarnado por James Bond se anticipaba el papel de las archísecretas  tecnologías al servicio del Mundo Libre. 

   Eso pensaba antes, cuando comencé a estudiar. Un profesor de historia me prestó un libro de John Le Carré, resultando una bofetada de realismo que me precipitó en el intrigante mundo de los servicios de inteligencia, espías dobles y la política internacional.

   Y los asuntos de familia mis primeros casos a develar.

   Poco tiempo después, las dudas iniciales se convirtieron en certezas cuando advertí que ciencia y técnica convergían en un gran negocio: las guerras de baja intensidad y el tráfico de armas, tan descarnadas como en la leyenda homérica o las peripecias del desterrado Cid.

   Terciario, mi padre, suscribió en la escuela de la Guerra Fría.

   Sin demasiada sofisticación en cuanto a los medios materiales, pero con gran capacidad operativa y moral alta sustentada en una sola premisa: el anticomunismo.

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   Y en medio: el cine.

   ¡Ah! Las viejas películas de Hollywood dando cuenta de la guerra con el crimen organizado; una calle oscura y el restaurante italiano, unos pocos automóviles, algunas ametralladoras y muchos cadáveres. Mientras desde el subsuelo suena imperturbable la trompeta de una banda de jazz...

   En el país de la libertad fue prohibida la venta de bebidas alcohólicas.

   Y la Gran Guerra europea era un asunto tan exótico como la revolución bolchevique a la mirada de los transeúntes, ojeando al paso las portadas del “New York Times” o los tabloides amarillos como el “Daily Mirror” o “Illustrated Dail News”. ¡Ah! Los norteamericanos.

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   La carrera de Terciario fue normal, de cumplimiento efectivo y ascensos regulares hasta cumplir los treinta. Después, entre algunas cosas retaceadas que le contó a Sonia, mi madre, y los escasos comentarios de antiguos camaradas supe que formó parte de un equipo de operaciones especiales. Cuatro personas anónimas, un automóvil confiable y las armas adecuadas; lo demás era inteligencia, teléfonos intervenidos, activos embajadores, agentes encubiertos, políticos demócratas, espías, soplones por unos pesos y sujetos que se quebraban en la tortura. Amén de los desertores y los tránsfugas.

   Fueron los años duros, sin ley, de barbarie exuberante como en lejanos tiempos patrios cuando se amotinaban los hijos contra sus padres.

   Le pasó a Venancio Flores que lo asesinaron al salir de su casa y como una sombra se desencadena la venganza cuando apresan a Berro para matarlo dentro de un calabozo.

   Las negras lavanderas canturreaban:

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“Dicen que al general Flores

lo asesinaron los blancos;

mienten: fueron los conservadores

confiésenlo, sean francos”

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      Terciario Plácido no iba a hablar ni arrepentirse.

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   Dos días después del último encuentro Mauricio Feinmann y el policía convinieron cenar en el restaurante del Gran Hotel.

   Decidieron comer liviano, tenían un modo de vida donde poner el cuerpo eran imponderables de la actividad cotidiana y el estado físico una condición primordial. Pidieron “Pollo al horno” sin papas y “Tomates con orégano” regado con aceite de oliva y aceto con hierbas; de beber, agua Salus y vista la falta de interés de estos clientes por los importados, a sugerencia del mozo, pidieron vino tinto casero de una bodega maragata.

   Una cosa estaba clara, el misterio no era externo a la relación de los dos hombres sino a la inversa, poseía la fuerza de un nutriente invisible capaz de controlar los ánimos disímiles de ambos, dominados por la angustia existencial en Lindolfo José, como por el estado de dudas crónicas y  reflejos asesinos en Feinmann.

   Conversaron inquietamente concientes de ser parte de un mismo asunto, por lo pronto, uno hurgaba calmosamente el pasado rastreando los  orígenes propios y del otro, como el arqueólogo que reúne trozos de cerámica y empalma líneas y colores para al fin maravillarse con un diseño mochica. A cada descubrimiento del policía la contrapartida teñía de zozobra los pensamientos del muchacho, perturbado se obsesionaba preso de una pesadilla malsana y recurrente.

   No soportaría mucho más, mataría al policía.

   Más allá del rechazo visceral que le producía ¿eso era todo? seguramente no, como que las conversaciones borrascosas eran indisolubles del asunto.              

   Renunciaron a los postres y pidieron la cuenta.

   _ La casa invita, dijo el mozo, presentando dos copas y la botella de champagne Dom Pérignon Rosé.

   _ Gracias, dijo el policía tomado por sorpresa haciendo acto seguido una seña al gerente.

      Por favor, acompáñenos con una copa.

   _ Son ustedes muy gentiles, dijo el gerente.

   _ Los agradecidos somos nosotros.

   _ Acepto gustoso porque a esta hora el salón está vacío y no esperamos pasajeros hasta mañana. Alemanes, dijo con la contrariedad de un francés.

   El mozo trajo una copa más y sirvió.

   Después del brindis, la conversación derivó de la bonhomía de los fraybentinos a la siembra directa y de los nuevos burdeles a los visitantes extranjeros, donde no faltó la pimienta con fotografías de bellas y famosas en el carnaval de Río ni la hiel derramada por la obstrucción del puente binacional.                                                                      

   Una charla discreta y formal.

   A Lindolfo José, lo último, le hizo recordar a su Jefe del Departamento y la secreta misión en Fray Bentos;  el gerente por su parte evitó mencionar la Fábrica en presencia del químico, uno nunca sabe… y Feinmann se limitó a escuchar mientras hacía planes nocturnos con tal de ubicar a Tansín o la mujer brasilera. Otro día pensaría en los negocios o eliminar al policía. O mejor, esperaría el turno a cada asunto.

   El tema de los argentinos y los finlandeses consumió otra botella.

   Esta vez, invitación de Lindolfo José. Con la tranquilidad que da pasar la cuenta como “gastos de relaciones públicas en misiones de inteligencia internacional”.

   ¡Qué jaleo no harían los muchachos de Tesorería cuando advirtiesen una botella de Dom Pérignon en el resumen de viáticos!

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   _ ¿Y aquella fotografía? preguntó el policía, señalando una entre muchas, enmarcadas prolijamente con escuetos datos grabados en chapitas de bronce, y diseminadas con privilegiada ubicación en las paredes del salón.

   _ Dos matarifes de los viejos tiempos, el alto es Rodríguez y Miñán el de cuchilla en mano, describió el gerente.

   En 1865 funcionaba aquí “Liebig´s Extracto of Meat”, fabricaban extracto de carne con la fórmula del alemán Justus von Liebig; esa foto muestra los restos de una chimenea y detrás del montecito de espinillos, los campos donde estaba el antiguo saladero de Hughes transformado en “Saladero Liebig”.

   _ Señor, dijo Lindolfo José, lo felicito por el arte de pintar con pocas palabras este rincón oriental.

   _ Interesante, aprobó Feinmann.

   _ ¿Qué puede decir de esa?

   _ ¡Ah! Ese grupo… el del centro era don Augusto Hoffmann, son los fundadores de la “Villa Independencia”, el primer antecedente civilizado de nuestra ciudad.

   _ ¿Café?... ¡Julio!, tres cafés, uno cortado.

   _ Un prototipo de ciudad industriosa ¿De qué años estamos hablando?

   _ Observe ese daguerrotipo, estiba de latas de “corned beef” prontas a ser enviadas al frente de guerra; de un novillo, la fábrica extraía cuatro kilos de extracto y subproductos exportables. Esa toma data del año 1878.

   Los tres hombres saborearon el café colombiano, uno desempeñando el papel de buen anfitrión, otro interesado por los intersticios de la historia lugareña y el tercero, abrumado de aburrimiento.

   _ Mi estimado amigo, permítame una respetuosa discrepancia. Usted  mencionó al pasar a este “rincón oriental” de modo deslucido, pero sepa que en nuestra ciudad, comprendido los alrededores de la fábrica, los salones de la escuela y el club, tuvimos luz eléctrica cuando la Plaza de la Constitución montevideana todavía estaba en penumbras. ¿Qué me dice?

   _  Tienen ustedes motivo de legítimo orgullo. Mis disculpas.

   _  Y le digo a modo de colofón, el “Saladero Liebig” antes de convertirse en el “Anglo” era dueño de siete estancias en Uruguay, doce en Paraguay y treinta y cinco en Argentina. ¿Qué me dice?

   _ Estoy asombrado, dijo el policía.

   _ Esta toma es moderna, de principios de siglo, el de trajecito blanco es Borges, el de la izquierda es Duncan, a la sombra de los coronillas en la quinta “Los Laureles”, parte del establecimiento Liebig. Días más tarde Duncan moriría en un duelo criollo, así eran aquellos tiempos viejos.

   Cuentan que fue un verano húmedo… el resto lo inventó el escritor.

   Otro día le cuento del frigorífico “Anglo”. ¡Ah! los ingleses...

   _ Muy interesante, concluyó Feinmann.

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   Los domingos que jugaba Peñarol, Terciario Plácido me llevaba apenas pasado el mediodía al Estadio Centenario. Con sol o lluvia acompañaba al equipo de sus amores, alentaba el juego vistoso y gritaba los goles como un desaforado. Él me enseñó a querer el fútbol, a comer chorizo al pan al final de los partidos como a presenciar acaloradas discusiones futboleras con cualquier desconocido.

   El fútbol y la quiniela, lo mejor de la herencia recibida.

   Los días soleados caminábamos de Coruña, donde vivíamos, por Purificación hasta Larrañaga y por la avenida al estadio recorríamos unas pocas cuadras más. Por entonces, Terciario llevaba doble vida, como supimos muchos años después y aquellas tardes de domingos se convertían en una vía de escape a los rituales de la muerte.

   Caminaba recitando como una letanía la formación campeona de los sesenta: Mazurkievicz, Lezcano, Forlán, Gonçalvez, Díaz y Caetano, Cortéz y Rocha, Abbadie, Spencer y Joya.

   ¡Qué jugadores! arengaba Terciario a los desprevenidos transeúntes, verdaderos artistas que dominaban la gambeta y el shot de media distancia, el cabezazo fulminante y la garra charrúa presente en cada uno de los defensores. Y en los tres palos, un pequeño ángel imbatible para calentura de los delanteros contrarios y la hinchada adversaria.

   ¡Qué me vienen a mí con tácticas o el embudo defensivo de los italianos!

   ¡Unos señores jugadores! Y como técnico,  el arquero héroe de Maracaná, el señor Máspoli.

   Desde la tribuna Ámsterdam seguíamos las alternativas del partido, sentados sobre las gradas de hormigón, incorporándonos a cada jugada de peligro para el arco enemigo o sellando con algarabía los gritos de gol. Rara vez Terciario se iba a las manos, pero el fanatismo puede más que la sensatez y recuerdo como si fuese ayer, el día que terminamos en la comisaría, él con la camisa rota y ensangrentada y yo asustado, penando en un rincón hasta que fue a buscarme mi madre.

   _ ¡Hombre, termínela con el fútbol! recriminó el jefe, le está dando un pésimo ejemplo a su hijo. A los tres días, lo destinaron tres meses a Río Branco en operativos de represión al contrabando de papas ingresadas por la frontera seca con Brasil.  

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   En algunos partidos lo malquistaban los jueces. Uno en particular.

   _ Un esclavo de las reglas, decía descalificando al árbitro. Botero se niega a entender que en este tiempo no da para ser patriota y legalista.

   Blanco o negro, él no comprende que esta guerra es mucho más que un asunto policial. Una novelita donde el detective deduce quién es el autor del crimen en un cuarto cerrado. ¡Por favor!

   Hasta un niño como tú, es capaz de mirar lo que está ocurriendo y darse cuenta del peligro que nos rodea.

   Botero, un hombre con doble empleo: juez de fútbol y comisario...

   ¡Estas cosas solo pasan en este bendito país!

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   El policía se había puesto en contacto dejando un mensaje en el casillero 309 de la Administración.

   “Feinmann lo paso a buscar a las nueve, lo invito a comer achuras”.

   Con ésta, era la tercera vez que me reunía con el poli en el transcurso de una semana y la cuarta contando el viaje en la Mitsubishi. Raro.

   ¿Qué se traería entre manos esta vez?

   Quizá este encuentro nocturno entreabría la posibilidad de eliminarlo… aunque era absurdo pensarlo sin antes despejar la intriga principal que implicaba la aparición del tipo en las situaciones más descabelladas, llámese una oscura comisaría, (¿qué sería de la vida de Harry?), o siguiendo el rastro de un teléfono móvil por una ruta desierta, (¿cómo estaría Pancho Cruz a estas horas?).

   Cuánto quedaba por decir de la revelación en el bar de la calle Ejido no lo sabía. ¿Dónde estarían mis padres? ¿Gozarían de la luz del sol? Nada tenía sentido…

   Lo que si sabía es que calzaría la liviana S&W en la sobaquera, así como ir pensando en mudarme a otra ciudad.

   El policía permaneció en silencio durante el viaje. Las luces del vehículo a su paso abrían una brecha en la ruta extraviada por los confines de la noche. Cuando llegaron al balneario un fogón iluminaba el monte y la figura de dos paisanos junto al río. Los caballos aguardaban en la espesura con las riendas atadas a un arbolito.

   _ Buenas noches jefe, se apersonó uno.

   _ Los agentes encubiertos García y Funes, dijo Lindolfo José.

   _ Mi primo Mauricio, completó la presentación.

   _ Un gusto señor.

   _ Igualmente.

   Comieron junto al fuego, apoyando sobre el pan las menudencias y cortando a cada bocado la ubre dorada y las grasientas tripas amontonadas en la parrilla, tajeando el corazón y los riñones chirriantes sobre las brasas. Las frases cortas, amigables y ocasionales dejaban intersticios para tomar vino tinto del barato. Y la pitanza mortal de cigarrillos paraguayos. 

   Los agentes montados agradecieron el convite del superior, saludaron confundiéndose con la noche y el río bajo los ponchos y sombreros aludos.

   _ ¡Vamos! ordenó Lindolfo.

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   Se detuvieron a la vera de la ruta, en un local señalizado con unos modestos carteles pintados a mano:

“Welcome - BUZZIOS - Tervetuloa” 

“viski skotiannin”

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   Era una whiskería de mala muerte atendida por su dueño, un tipo excitado por las drogas que los recibió de modo deferente.

   _ Bienvenidos a la casa amigos. Cuanto tiempo sin vernos, dijo al policía.

   _ Mi primo, presentó.

   _ Un gusto.

   _ Igual.

   El lugar era pequeño y nos ubicamos en una mesita al extremo de una medialuna con una diminuta pista de baile como centro. Dos parejas bailaban al son del pasadiscos de una vieja máquina automática. Tres chicas conversaban junto al mostrador y una heladera repleta de cervezas y coca-colas. Dos hacían compañía a un par de finlandeses enronquecidos por el viski. Todas nos miraron al entrar y una de ellas saludó con un beso a Lindolfo José y a mí.

   Mauricio Feinmann observó a las muchachas con un dejo de decepción, ninguna detrás del maquillaje se parecía a Tansín ni a la brasilera.

   Pidieron whisky, después el policía habló.

   _ Tengo un par de cosas que te pueden interesar.

   _ Escucho.

   _ Voy al grano, después de  muchas vueltas pude relacionar datos de los archivos con algunos testimonios confidenciales. Di con la existencia de tu madre. Biológica. Se llama Abril.

    Giuliano quedó de una pieza.

    Ni Mauricio Feinmann, ni Martín Reux, ni Bahíano lograron sobreponerse a la buena nueva como atinar a pronunciar una palabra. El vaso tembló en la mano del muchacho, sintió náuseas y por su afiebrada mente alcoholizada cruzó la idea de matar al mensajero.

   _ Emigró a Nueva Zelanda en 2002, mintió el policía.

   _ ¿Cómo qué se fue? dijo el otro saltando de eufórico a apesadumbrado.

   Lo que no dijo Lindolfo José era que la mujer se había extraviado en su laberinto, enloqueciendo como tantos, internada aquel año en un manicomio para una semana después la junta médica confirmar el primer diagnóstico: “melancolía aguda”… Y después, perder su rastro desde que escapó a los seis meses de confinamiento.

   _ ¿Cómo qué se fue? reiteró el muchacho preso de la bronca.

   _ No tengo respuesta a eso, mintió por segunda vez.

   _ ¿Abril? dijo Feinmann, pensando que era el nombre más cristalino y hermoso de decir mamá. Abril, el nombre de la madre ausente que por fin lo acompañaría el resto de la vida como el azulado tattoo en su piel.

   _ También averigüé otra cosa importante, dijo el policía aprovechando la confusión del muchacho.

   _ ¿De qué se trata? dijo con un hilo de voz.

   _ Tenés una hermana… uno o dos años mayor que vos, dijo esta vez sin apelar a la  mentira.

   _ No se ni que decir… balbuceó, asediado como estaba por las incógnitas develadas y los nuevas pistas de algo parecido a un acertijo interminable.

   _ ¿Cómo se llama ella?

   _ Todavía no lo se…

   _ Tengo madre y hermana…

   _ Tranquilo.

   _ Es fácil decirlo.

   _ Una botella y hielo, ordenó a la moza.

   _ Abril…

   _ Tengo una propuesta que te va a interesar, bebamos, mañana te cuento.

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