El Crimen de la Plaza Zitarrosa 16/ Por José Luis Facello

   
La mirada huraña de él no cede ante el platillo repleto de alimento balanceado que le ofrezco, un repudio manifiesto como si yo fuese el único culpable de la comida chatarra. Aceptá o te jodés, le digo del modo amistoso cuando de una mascota se trata y lo digo con cierta pesadumbre culposa, porque entre un humano y una bestia la relación es natural, del tipo amo y esclavo, tal el caso del buey ligado a la mansera, el caballo al carro, la lombriz al anzuelo. La relación con las mascotas se me ocurre perversa y antinatural, el papel de perro guardián y fiel amigo se convirtió en parte del decorado del apartamento; el gato caza ratones y de otras alimañas deambula por el living, aburguesado como su dueño y  el sencillo pececito de colores por cansancio o aburrimiento del niño a su cargo termina en las perfumadas aguas del water.
   Cómo explicarle a “Malevo” que ambos estamos maniatados a la dictadura de los alimentos industriales, a beber agua desinfectada, a ingerir las proteínas sospechosas de la soja. Cómo hacerle entender que no hay plazas ni playas  donde no aceche el peligro inminente de gente que las ocupa a veces de modo impúdico, otras avasalladoras, siempre violento. ¿Qué más tendrá que pasarnos para que acepte que nuestro territorio asegurado, mío y de él, está comprendido en estas cuatro paredes?
   De modo asimétrico, la apatía que impone mi perro se transforma en apasionado tumulto cuando recibimos a Silvina. Yo me beneficio de su cariño y amor dislocado, “Malevo” de una ración de carne picada que ella le da en la boca mientras juguetea rascándolo en la testa.
   Ella se ha evaporado hace más de dos meses, su ausencia se corporiza en las manchas del techo y no mucho más, dejándome en la boca el sabor amargo de los abandonados.
   Aceptá o te jodés, impone ella con vehemencia y yo acepto por amor y me jodo por cobardía.
   Así es el temperamento volcánico de Silvina.
   Lejos estoy de considerarme experto en mujeres, tan siquiera he tratado con algunas de ellas en el liceo, pero de todas fue ella, Silvina, quien se refugió en mi cama para consolarnos con el frenesí de los jóvenes hurgadores de un sentido, de un sueño.   
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   Irreductible a la hora de aceptar cualquier rutina hogareña optaba por marcharse intempestivamente al cabo de dos o tres días lujuriosos.
   _ Es hora  que vuelva con mi esposo, dijo al despedirse.
   Al partir, la puerta dejó de serlo para transformarse en un portal que retenía el paso perfumado de ella avanzando por el tenebroso pasillo mal iluminado, últimas imágenes guardadas en mi retina que sobrevivirán a la mortificante monotonía de los días por venir, a la agobiante resignación del prisionero y su perro.
   Los días pasados fueron los mejores.
   Yo acopiando información, clasificando fotos y videos, entrevistando a los hacedores del carnaval, retratando las caras de los murguistas, buscando entrevistar al director del momento, a las figuras emblemáticas que sueñan cada noche con ser tocados por el espíritu del dios Momo. Hasta el día esperado, la prueba sublimada por la magia del Teatro de Verano, cosechando aplausos y lágrimas indivisibles de todo concurso.
   Recuerdo las instrucciones de Sánchez.
   _ ¡Déjese de joder Tresfuegos! usted debería indagar en el lado oscuro y obsceno del carnaval, en los actores, dijo refiriéndose a los excesos que indefectiblemente conducirán a la violencia en esas noches calurosas, no porque estén impregnadas del humo de los chorizos asándose en las esquinas; tampoco por el malentendido entre el que pregunta dónde estaba el “Mediomundo” con el que aspira enajenado una línea de cocaína en un ruinoso zaguán; menos aún por los amantes exhibiendo el simulacro de sucia felicidad bajo la sucia luz de un farol. Olvídese de las notas de color.
   La muchacha conversaba y reía desfachatadamente, clic, con sus compañeros murguistas, ultimando detalles en los exacerbados peinados, clic, o las máscaras a veces espeluznantes, clic, clic, clic, tatareaban una letra ácida que en minutos despertaría sonrisas de aprobación entre el público, ensayando un paso, clic, en perfecta sincronía con el movimiento de su compañera, clic, y de otra, clic, y otra, configurando algo parecido al danzante caos terrenal. Se tomaban un minuto para fumar un cigarrillo, clic, o beber una lata de energizante, clic, realizando pequeños ejercicios rutinarios, una mordiéndose las uñas, clic, ella mirando con ojos turbados a la cámara. Clic.
   Así nos conocimos, Silvina y yo, una noche de febrero.
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   Regresé al bar dos meses después.
   La mugre del piso mantenía la opacidad grasosa que sólo exhiben algunos reptiles de la forestación. Fugazmente recordé al cazador de serpientes. El mozo observó mi llegada pero no me reconoció.
   _ Usted dirá.
   _ Una coca y un ferné.
   El pedido debió haber activado los arrumbados recuerdos del mozo porque se inmovilizó un instante con mirada escrutadora antes de retirarse espantando las moscas con  una servilleta.
   Según el policía, pocas chances tendría de avanzar en mi investigación con una estrategia estrecha de entrevistar a las personas relacionadas, de un modo u otro, con Muros-Bahiano. Podría conseguir material, había dicho como al pasar, para una nota insulsa sobre la violencia en las calles, pero nada que aproximara a develar, sino el caso porque no era ese el objeto periodístico, sí algo revelador, una noticia resonante capaz de producir escalofríos en torno al episodio de la Plaza Zitarrosa.
   _ ¿Entonces? recuerdo que pregunté con la guardia baja, como el boxeador extenuado tempranamente al final del segundo round, sintiéndome en absoluto estado de indefensión frente al entrevistado, no estaba explicitado ni hacía falta pero él tenía el control del asunto, la experiencia y la paciencia, la sangre fría y por sobre todo la predisposición a matar… naturalmente.
   _ Yo que usted, había sugerido el tipo con la astucia grabada en la mirada azulina, encaminaría mis pasos a la clínica. El último hecho de sus andanzas fue la fuga y entre las salas  o los pasillos, si cometieron un desliz Bahiano o la mujer, errar es humano, allí tiene la posibilidad de encontrar alguna pista que pueda serle útil.
   _ ¿Entonces, por qué no las busca usted para consumar la venganza? me animé a preguntar con aire renovado como al sonar la campana de inicio al tercer round.
   _ Una cacería tiene sus reglas y requiere ser buen observador, andar sin desmayo sin importar el tiempo y por sobre todo, ofrecer sobornos, armar trampas o sembrar señales falsas, para después con paciencia y astucia rodearlo hasta el momento gozoso del final. Pero eso a usted no le interesa, me dijo el tipo, usted es periodista y ve las cosas profesionalmente, distante e impersonal como el registro de una pequeña cámara electrónica. No hay venganza sin pasión ¿me entiende?
   _ Nada se consigue sin pasión, dije.
   El tipo había logrado fastidiarme, astutamente hizo que yo dirigiera la mirada en dirección de la clínica Máxima, orientando mis pasos y mi investigación tras uno de los tantos cebos que él disponía cínicamente. Involucrándome en algo que me sumía en tinieblas porque en el juego propuesto había un cazador y una presa, pero me exasperaba que mi papel fuera el de un sabueso que sigue a puro olfato los rastros de la caza para satisfacción del amo. Cabía la desgraciada posibilidad de complicar aún más si cabe, mi condición de involucrado en los hechos, a partir de testigos comprados, o convertirme en víctima propiciatoria del círculo mafioso; fuera un objetivo perverso o un daño colateral lo mismo me daba, me tornaba vulnerable y tan solitario como el boxeador al borde del nocaut. Así me sentí y sentí miedo.
   Definitivamente, lo mío no era la caza ni el boxeo.
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   Las manchas del techo evolucionan con tintes amenazantes que a poco convirtieron en una esfera con brillo propio y enseguida en una gotera. Afuera cae la lluvia fría de abril.
   Mudo la cama de sitio y coloco en el lugar apropiado una olla que repica con sonido de tamboril, y después me recuesto en el espacio que deja libre mi perro. El alimento balanceado parecería haber despertado un arcano instinto carnívoro como el celo expresado en una disputa territorial entre él y yo. Inadmisible. El ruido de sus tripas culminan la mayoría de las veces materializándose en excrementos azulados que deposita ladinamente en el preciso límite donde las cerámicas dividen la pieza del diminuto baño. Mi rápida respuesta es atacarlo con el aerosol de ambiente y así, la convivencia se enrarece con mortificaciones masoquistas que conllevan una y otra vez, la idea del final. La salida más racional es expulsarlo a la calle y creo sin culpa alguna que los días de Malevo en Yaro 1142, Apto. 3 están contados.
   Lo nuestro es el típico problema de hacinamiento y malcomer, un asunto complejo que despista a muchos especialistas que naufragan entre implementar campañas, tipo salven a las mascotas o llamar al orden incrementando más construcciones carcelarias.  En la mente represiva de los cosos los perros tienen el derecho de pulular libremente por las calles, sarnosos y famélicos, en cambio, para los humanos expulsados del pacto de convivencia ciudadana la alternativa es el enclaustramiento, obligado o voluntario, tras las rejas.
   Histórico, las muchedumbres de malcomidos, incultos y sucios, presionan en los lugares públicos arrinconando a los ciudadanos en sus propias casas enrejadas. El último lugar seguro…
   Recuerdo el asombro de mi tío cuando los ladrones arrasaron con la ropa tendida en la azotea, o la vecina del uno que irrumpió en una gritería infernal cuando los cacos le arrebataron a la pequeña foxterrier en la puerta del edificio. Estamos horrorizados ante tamaña herejía en democracia escribió un ex presidente; se cerró la etapa de la guerra fría para adentrarnos, decía un anciano historiador vernáculo, en el salvajismo del siglo XXI.
   Malevo debería adaptarse a los nuevos tiempos.
   Como debió hacer Bahiano, que a los doce años reconocía en la calle a la madre de todos mientras hurgaba en el cerro del basurero municipal, personaje dúctil y tenaz si cabe la amalgama, encarnando un audaz pandillero bajo la jefatura de Aidemar como de modo inocente enamorarse de la hermana del jefe, en tanto, la Muerte rondaba en bicicleta por la calle Veracierto.
   Soy un profesional, pero tiemblo al pensar que el botija Richar fue asesinado por amar en la penumbra de una fábrica abandonada y enterrado en los fondos donde la tierra todavía olía a la podredumbre de la fenecida industria lanera.
   Y algunos tienen el tupé de hablar de la violencia, recuerdo que había murmurado el cazador de serpientes.
   La lluvia me destroza los nervios y los championes apestan. Todo mal.
   Acaso, ¿sería una filtración como la del maldito techo lo que penetraba en el inconsciente después de los encuentros con el poli de “Inteligencia Paralela” haciendo  mella en mi equilibrio emocional? Cómo guardar la templanza y lucidez necesaria de un periodista independiente cuando Silvina no era capaz de hacer un lugar en el corazón, suficiente como para inventar el pretexto, sino el motivo, que restableciera nuestros encuentros furtivos.
   Ella se estará riendo de mí en este momento.
   He sorprendido en la mirada que irradia el agente encubierto el instinto de un asesino, un asunto malo para mi seguridad porque él se dio cuenta que yo me di cuenta. Quizá quiera inducirme a investigar en la clínica para involucrarme en algo que por ahora no comprendo, manipularme en un asunto del que solo fui testigo, pero suficiente para condenarme, indefenso frente a la declaración de testigos comprados. El dinero compra cualquier cosa, o tal vez es mi imaginación y Aidemar solo pretenda conseguir información… o  arruinar mi perfil profesional, para acusarme de ser un vulgar caza noticias, calumniándome, como un paparazzi del crimen.
   Pensándolo bien, lo de Malevo no da para más.
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   Subí uno, dos, tres, cuatro, cinco escalones de reluciente mármol jaspeado y al abrir la puerta de vidrio templado un gigante uniformado, camuflado detrás de un ficus disciplinado, preguntó tan cortés como imperativo.
   _ Señor ¿puedo ayudarlo?
   Dirigí mis pasos al segundo subsuelo; a la izquierda “Historias Clínicas Altas-Bajas”, a la derecha “Archivos y Nomenclatura Medicinal”, al fondo “Video-Biblioteca” y “Sanitarios”. Hice fila en ventanilla de Archivos.
   _ Amoroso Tresfuegos, periodista, me presenté a un muchacho de rostro pálido y los labios levemente pintados a tono con un pantalón y casaca verdemar. Le dije por lo bajo lo que buscaba, cualquier información sobre la sonada fuga de Camilos Muros. Superada la sorpresa inicial con cierta indecisión me respondió con voz apagada.
   _  Aquí no podemos ayudarte… averigua en Historias Clínicas, a lo mejor tenés suerte, dijo tocándome la mano a modo de despedida.
   Una señora amable en demasía y entrada en años, de pelo oxigenado y ojos vivaces me interrogó con la mirada sin alcanzar a comprender mi requisitoria.
    _ Acá en Historias Clínicas, dijo con parsimonia, no puedo hacer nada por usted joven y quién lo haya enviado debería saberlo; las carpetas son personales y sólo salen de Archivo en manos de personal autorizado o el médico de turno. Sepa comprender, no hay excepciones, dijo acomodándose un mechón por coquetería mientras certificaba por segunda vez.
   ¿Periodista dijo? Espere un minuto, voy a hablar con mi jefa. Esperé quince minutos, fui al baño y encendí un cigarrillo junto al extractor de aire; quince minutos más tarde la mujer con una amplia sonrisa, reminiscencias fantasmales de Marilyn Monroe a la madurez, me aseguró que si no ella otra persona quizá podría ayudarme.
   Pregunte por Raquel la enfermera de CTI, pero no hoy porque tiene franco hasta el jueves, dijo con un guiño de complicidad.
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   A los tres días di con la enfermera en la cafetería de la clínica.
   _ Si dijo ella, María Fernanda me habló de usted, pero le pido por favor que no perdamos el tiempo, debo subir en diez minutos.
   Expeditiva, cumplía funciones en terapia intensiva y debajo del semblante profesional todos ellos ocultaban, o mejor, pretendían conjurar la proximidad del Final, recurriendo a una manifiesta apatía con el uso de frases cortas como, favor de guardar silencio, terminó el horario de las visitas o aguarde el informe médico de catorce a catorce treinta. Tan conscientes como fatigados de impotencia, cuando después de someter por una o dos semanas a un febril tratamiento a sus pacientes, a deambular en sillas rodantes para exponerse a placas y tomografías, a análisis reiterados, a ingerir sustancias vía intravenosa para finalmente alcanzar el remanso de la mascarilla de oxígeno y las picaduras de morfina.
   Los ojos almendrados de Raquel, típicos del lejano oriente, dieron un marco misterioso a mi investigación. Me recordó a Silvina, y a las máscaras de los murgueros como otra faceta del submundo endiablado de la enfermera.
   _ Nos conocimos en el shopping, dijo la mujer, suelo comprar algún libro de vez en cuando, y así no faltó el comentario vago sobre nuestros gustos, o hablar de escritoras, para después ahondar sobre nuestras rutinas tomando un café o un helado en el patio de comidas. Nos hicimos amigas.
   Después de la tragedia, usted comprenderá que cada una a su manera entramos en pánico, no tanto por el miedo a la sangre o la muerte, como a lo desconocido. Algo inexplicable como el absoluto y momentáneo silencio que sobreviene en el CTI cuando un paciente nos abandona dejando un hilo de aire gélido. Optamos en común acuerdo encontrarnos una vez al mes en una confitería hasta tanto las cosas volvieran a su cauce. Ignoro su domicilio y por ahora, mejor así.
   Llámeme a este número pasado mañana y veremos si acepta conocerlo. No se que busca usted, pero dudo que pueda siquiera diagnosticar la pandemia de nuestro tiempo.
   Le advierto que Antígona es una mujer especial, no se de dónde saca fuerzas, casi varoniles, pero cobijó el embarazo y a su amante en  condiciones extremas que tu no serías capaz de imaginar.
   De mi parte, hubiera querido indagar sobre las dos mujeres, hurgar en los sentimientos, en sus confidencias con la expectativa de hallar como el buscador de oro, unas arenillas doradas, algo de interés para el caso.
   Ella se despidió encaminándose sin demora al ascensor.
   Yo caí en cuenta que en ocasiones como ésta diez minutos es un tiempo exiguo para un acontecimiento como el de la Plaza Zitarrosa.
   Los ojos de la enfermera habían hecho estragos en mi mente.
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  Al abrir la puerta ignoré la presencia expectante del solitario perro, habitante resignado a la nada que revivía con cada regreso a la pieza; tres días antes Malevo apenas había probado el alimento balanceado pero a poco de masticar, con reminiscencias de cachorro hurgando la arena con el hocico sucio y la sed insaciable, retroactiva, se echaba con la cabeza aplastada contra el piso esperando lo que podría depararle el destino, de mi parte, nada.
   El hambre me tomó por asalto durante la noche, abrí la puerta de la heladera que irradiaba un frío cruel y vacío pero suficiente, comí un resto de butifarra con galletitas que en un contrapunto de náuseas y vómitos  dilapidaron aún más mis flacas fuerzas. Puse en remojo los championes que apestaban a los desechos de matadero y me recosté sintiéndome libre y despojado de cualquier asidero material.
   Cuando desperté, Malevo daba cuenta de mi cinturón de cuero de carpincho,  regalo de Silvina, sacudiendo aquella tira babosa como si de una alimaña se tratase, satisfecho al obtener tintes como amargos jugos. No me importó.
   Miré como tantas veces las manchas del techo y divagué con la mirada hasta que di con una mujer, una heroína a caballo. No advertí significado alguno y atribuí la visión a la mala noche, al malcomer, instancia superior de los periodistas independientes como de las maestras vocacionales y algunos invisibles poetas de frontera.
   Salí con el malhumor que deparan en mí las madrugadas, miré el teléfono, las diez y cinco. Alcancé la 18 de Julio y caminé hasta que me dolieron las piernas, llegué a Tres Cruces y encaminé mis pasos a la Librería Occidente. No atinaba a un solo acto racional que indicara que estaba sucediendo cuando impelido por una fuerza oculta, compré en un quiosco una barra de cereales que devoré con instinto salvaje frente al hastío de los que aguardan para viajar con la mirada sumergida en el tablero electrónico de “arribos y partidas”. Tomé asiento dispuesto a descansar en el hall de la terminal pero algo carcomió mi precaria tranquilidad cuando me sentí observado por cientos de cámaras ocultas. Aturdido salí disparando en busca de un libro que me reconfortara y del que desconocía título como fundamento. Quería con un libro escapar a la inmunda realidad y en las oscuras estanterías de libros viejos, usados, olvidados en el subsuelo y condenados al ataque de las polillas, escudriñé los opacos lomos con letras borroneadas hasta que di con algo premonitorio: Antígona Vélez,  Marechal el autor. Guardé instintivamente el libro entre la ropa y salí con la convicción intacta que los periodistas tenemos un aura protectora en los momentos sublimes; estamos hablando de los nutrientes espirituales, del mensaje que no puede tener como destino la humedad soterrada en los depósitos de los libreros, esperando el descubrimiento casual de un viejo o un estudiante  empedernido que los rescate del ostracismo antes de sucumbir al incierto destino de un lote puesto al regateo de la venta mayorista entre los feriantes de Tristán Narvaja.
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   La historia, trágica como griega, pampeana.
   Una estancia como última y móvil línea de frontera hasta donde la vista se pierde, línea combada del horizonte apenas interrumpida por el polvo de la llanura, silencio interrumpido por el canto de los pájaros o los temblores del pajonal o de la tierra, el polvo hecho nube sobre el horizonte anunciando la cercanía de la bendita lluvia o la proximidad inquietante de los indios pampas, remolinar de la hacienda chúcara ante la inminencia de la tormenta anticipada en fila de cinco por un ejército de hormigas negras o un escuadrón de alguaciles revoloteando, ejército disperso en fortines de mala muerte y hombres condenados detrás de piques de espinillo y ramas de tala,  sedientos y famélicos, remolinar de gente en el casco de la estancia, en el patio, en la azotea organizando la resistencia, oteando el amenazante silencio pampeano de uno y otro lado por extraño que parezca; oteando la estancia criolla mestizada por los hijos del país, con vientres y semen de los indios, de los negros, un paisaje en disputa sin consensos porque no podía haberlos, lo impiden los muertos secándose al sol y los mutilados de mirada brumosa, la ganadería robada y recuperada con lanzas y ardides, vuelta a robar en el devenir del comercio intemporal, surero, sin consenso porque ellos solo pretenden la tierra como propiedad, como capital parido entre las piernas del pillaje con los campos mojonados sino alambrados y para que seguir, no puede existir la convivencia porque de Buenos Aires llegan, año tras año, hombres armados sino soldados enrolados a fuerza de levas y penas purgatorias, gauchos malos, gringos levantiscos cuando no anarquistas, dilatando la frontera hacia Azul y Tres Arroyos, hacia las estribaciones de la pampa, a los confines de dos humanos destinos, excluyentes como en Norteamérica, irreductibles por sobre los gestos amistosos cuando los unitarios por su lado y los federales por el suyo pactaron con los caciques pampas que tomaron partido a uno y otro lado porque entendían el quehacer de la política, entreverándose en batallas endemoniadas, civiles, soñando todos la conformación de una gran Nación y algunos pregonando la redacción controvertida y necesaria de una Constitución, mientras todavía no llegaba para unos la hora de la utopía, de la pampa agraria y mecanizada, ni del ferrocarril, ni del puerto ni nada de eso, entonces, la pampa natural y salvaje se disputaba palmo a palmo; para los otros las arcanas costumbres corrían peligro, un territorio a defender de la codicia gringa como a ser respetados aunque eso fuese lo último, compartiendo la barbarie a sangre y fuego; a lomo de caballo o en caravana de carretas, arreando ganado, mudando herramientas y enseres, mujeres cargando niños, transportando sables y facones, lanzas y pistolas, acompañados por los perros bravos, arracimados frente al malón extendido y sin límites precisos como una inundación, frente a la estancia invasora y procaz, con el viento pampero enrareciendo la cabeza de los hombres para angustia de las mujeres, hombres como los hermanos Vélez, mujeres como Antígona, hermanos que tomaron por los misteriosos caminos de la llanura para toparse, uno defendiendo la estancia y el otro sumado al malón, sin odio ni traición pero con distinta mirada como acostumbran las gentes del país, irreconciliables a la hora que la tierra retumbó bajo el galope de la caballería, cruzados en el choque franco de sables y tacuaras, atravesados de gritos desgarrados por la muerte, por el silbido del plomo y el viento que en un ir y venir de hombres y bestias, a tiro de piedra de la casa principal, frente a la mirada de todos caían heridos de muerte los dos Vélez y el resto es la historia trágica como todo lo griego, un hermano recibe cristiana sepultura, el otro es abandonado a su suerte bajo un manto de estrellas, en medio, Antígona dueña de una rebeldía corajuda y el amor infinito por sus hermanos desobedece y es castigada con rigor extremo; después el joven amante va tras ella con pasos suicidas, a tientas avanzan entre los mugidos invisibles para sumergirse en una vorágine de sangre fresca y tinieblas eternas.
   Una trágica historia de amor y desencuentros, como todo lo pampeano.
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   Raquel dejo un mensaje:
   A. lo esper mañ a las 5 en Pza Cuba.
   A las cuatro y media encendí el primer cigarrillo, me senté en un murito y derivé la mirada entre las personas que esperaban el ómnibus sin notar ninguna anomalía, gente común que regresaba de trabajar, madres con niños y mochilas, jóvenes dubitativos bajo el sol. Y el peregrinar atropellado de los automovilistas, apostando riesgos a todo o nada los motociclistas tanto como el rodar suicida de los ciclistas. Tres grandes ómnibus provenientes de Buenos Aires asomaron por Bulevar Artigas, denominación que evoca al jefe de los orientales pero que implica el caos urbano subyacente, (algo de eso acusaban al caudillo sus enemigos), perturbado bulevar que aglomera de modo indistinto a las paralelas y las perpendiculares trastocando sagrados principios geométricos. Así puede un paseante estar simultáneamente a una cuadra y a diez del Bulevar Artigas sin apelar a fenómenos paranormales ni borracheras para explicar la sinrazón de un trazado a noventa grados.
   Cinco menos cuarto. Encendí otro Philips Morris reconsiderando la estrategia más conveniente para la entrevista con Antígona. No encontraba las preguntas adecuadas para abordar el meollo y los contornos de un caso atemorizante, para peor, con la información retaceada y poco confiable temía echarlo todo a perder.
   Con las mujeres nunca se sabe.
   Me preguntaba si no sería más acertado dejarla hablar sin direccionar las respuestas, hasta tanto visualizase con claridad la figura del enigmático fondo. Era conciente que si la visita a la clínica me permitió encontrar a la mujer, no había avanzado casi nada en cuanto a localizar al principal prófugo y víctima del evento de la Plaza Zitarrosa. Era evidente que recontar los hechos, diseccionarlos o amalgamarlos, no aportaría al trasfondo causal signado por la violencia soterrada y el devenir de un amor en la clandestinidad, cuando menos peligroso. Enfrentaba por primera vez, no el atajo rápido detrás de la noticia, a lo que estaba acostumbrado, sino una búsqueda donde la intuición, el testimonio del otro y la deducción podrían conducirme a algún descubrimiento, a un hallazgo espectacular. De seguro, Sánchez no aprobaría mis métodos en la búsqueda de la verdad porque lo suyo, últimamente, era el dinero de los anunciantes y la entrega de la nota un acto de pragmatismo, nada más.
   La pérdida de tiempo y el fracaso, uno más, estaban en mi vida a la vuelta de la esquina…
   Camilo Muros, por ahora es un sujeto inasible.
   Sánchez me lo había advertido en un rapto de calentura profesional:
   _ Botija usted no puede confundirse a esta altura del partido, la noticia fue el ataque de los motociclistas, la foto enfocada en el reguero de sangre, el video con la declaración histérica de la mujer y nada más, la noticia terminó de conformarse, punto. Ya pasó, es historia urbana. ¿Entiende? Me importa un carajo la vida anterior de esos sujetos, los siniestros motivos personales, la venganza y la opción por la violencia, como no sea el calibre y la cantidad de casquillos encontrados, porque eso, usted sabe, hace al picante de las notas policiales.
   El asunto este es descolorido, compréndalo, de los occisos no se sabe quién fue blanco de un atentado, víctima de un accidente o agriado suicida. Para colmo, el principal involucrado escapó sin dejar rastros. ¿A dónde quiere llegar?
   En aquella ocasión no le respondí pero atiné a percibir una diferencia, no se trataba de un capítulo más de la espiralada violencia urbana como del advenimiento de otra leyenda de sobrevivientes y yo sin saber cómo era también parte de ella.
   ¿A dónde quiero llegar? Encendí otro cigarrillo sin contar con una respuesta satisfactoria.
   Se activó el vibrador y leí:
   A. avisa qno puede llegar qlo perdon Raq.
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   Estaba bajo sospecha, pero eso no alcanzó para inhibir mi deseo por peligroso que fuera de regresar a la Plaza Zitarrosa.
   Caminé por Yaguarón hacia la playa, una calle nominada como uno de los monstruos de las leyendas guaraníes que en la ciudad gringa cambió el nombre a manos de grises ediles. Yaguarón fue también el lugar de Río Grande do Sul donde batallaron los patriotas contra el Imperio de Brasil. 
   Sentado en el viejo bar miré por la ventana la arboleda matizando las sombras de la plaza en el paredón del cementerio y el cielo salpicado de reflejos esmeraldas.
   Pedí un café mientras observaba el paso apurado de una muchacha de piernas largas y corta pollera, muy fastidiada con el viento que la empujaba. Sonreí.
   Pensé que Silvina no tenía hermanos y vivía en un mundo ajeno a los sueños y angustias de Antígona Vélez; tocado por la inquietud abrí el libro en alguna de las páginas señalizadas con un doblez en las esquinas. Me detuve en ojear algunos párrafos que evocaban con prudente distancia la muerte de otros y cierto acostumbramiento a la crueldad entre los hombres justos.
   Extravié la mirada preguntándome cuál sería el parámetro para situar a los justos en los tiempos que corren. ¿En las filas de los jóvenes indignados? ¿En los sofisticados cuerpos especiales de la policía? Hasta dónde contempla la estatura de los justos a sujetos como Muros, a tipos como Aidemar, cuando la luminosa ciudad había cedido a un tenebroso entramado callejero  que propiciaba la consumación de un delito tras otro y los operativos de auxilio, al llamado del 911, se desplegaban como la contrapartida necesaria, en un ritual teñido de dolor y sangre para el gozo malsano de las masas televidentes.
   ¿Qué tiempo quedaba en estos tiempos, para asistir a los heridos, velar a los muertos y consolar a las madres, que día cualquiera para enterrar al padre o al hermano o al hijo con destinos tan inciertos como la vida misma? ¿Cuándo llegaría la hora de enterrar las armas en este bendito país, enceguecido por las mentiras y el miedo?        
   ¿Qué pasaría por la cabeza de Silvina en torno a las cuestiones trágicas? Recargaría de máscaras y pompas, con rituales coloridos como los del carnaval o dejaría que los usos y costumbres fúnebres agrisaran los últimos rasgos humanos del muerto, cubierto de polvos perfumados y de la pátina amarillenta de las antorchas eléctricas que escoltan al Cristo crucificado de la sala de sepelio.
   Si el muerto era su esposo, ¿lo acompañarían dando cumplimiento al protocolo de la empresa los miembros del staff gerencial, incluido el directorio, se presentarían enfrascados en sobrios trajes negros y zapatos italianos,  temerosos quizá, en un rapto de lucidez, de enfrentar los ojos clausurados del colega malogrado por el exceso de trabajo? y una joven esposa en su haber, con asignaturas pendientes como soñar sin contabilizar los resultados, sin el tiempo cronometrado, muerto ya, para convertirlo en oro, hombre acostumbrado al éxito hasta la derrota sorpresiva en los instantes efímeros previo al infarto mortífero mientras el domingo trotaba por la rambla. ¿Lo acompañarían sentidamente, moderando por unos minutos la vorágine intrínseca de los eficientes contadores, dispondrían de unos minutos para consolar a la viuda en soledad, sin calcular, ni siquiera mentalmente, el monto de los bienes a heredar o especular con el sillón vacío que el directorio llenaría con la llegada de otro gerente?
   Probablemente llegarían en informal procesión al cementerio-parque, hasta la alfombra verde que cubre la húmeda fosa, echarían una última mirada al ataúd que reposa en un carrito, a los sepultureros con sus palas maldiciendo por lo bajo la demora para así concluir con la inmemorial faena, velada a las miradas como establece el canon de la modernidad. A continuación se dispersarían dando de algún modo fin a las exequias, dejando a la viuda con su pesar tanto como Antígona, una de los mentados hermanos Vélez.
   ¿Correría él, su amante, la suerte del otro hermano abandonado a cielo abierto expuesto a la mirada rapaz de las aves de rapiña? Él, Amoroso Tresfuegos esperaría desfalleciente el final, en un banco de la plaza a tres pasos del blanquiciento Cementerio Central, o probablemente sus ojos de sagaz periodista independiente se cerrarían mirando las manchas del techo, con los inmundos championes puestos y recostado con indolencia terminal frente a la mirada carnicera del perro hambriento. Resistiría su cuerpo fenecido la humedad de la pieza y el olor a sopa que sube del uno, podría soportar el deambular nocturno de las cucarachas sin objeto ni tiempo recorriendo los pliegues y orificios de su cadáver. Sería noticia en la tapa de “Calles de Nadie” por una sola vez y permanente en cada recuerdo de su madre. No arriesgaba, para no equivocarse otra vez, un pensamiento semejante de parte de la tarada de su hermana.
   Con el coraje de Antígona que en nombre del amor entre hermanos hizo justicia enterrando al guerrero satanizado, sería la mano de Silvina la que depositaría con ternura infinita un ramo de rosas amarillas en mi pecho…
   ¿No sería mucho pedir en estos tiempos?
   Pidió otro café.
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   A las ocho, cuando la ciudad enciende sus luces, en la esquina convenida vi aproximarse a la enfermera. La mujer que no era joven ni vieja, alrededor de treinta, caminaba con elegancia llevando a cuestas el cansancio acumulado de los horarios rotativos y el doble empleo, atender un crío y a veces a su marido cuando lo encontraba en la casa.
   Me saludó con un beso y mi mejilla se encendió, una involuntaria taradez de mi parte que ella ignoró olímpicamente. Entramos al bar, pedimos café y esperamos por espacio de media hora hasta que la conversación plagada de asuntos triviales se interrumpió cuando ella anunció la llegada de Antígona. Observé por los espejos y pispié por las mesas del salón sin ver ninguna mujer, interrogué con la mirada a Raquel pero obtuve una sonrisa apenas insinuada por toda respuesta. Un minuto después entró la otra mujer, saludó con medida cortesía propia de una vendedora de libros y sentada frente a mí escudriñó mis pensamientos. La acompañaba un niño pequeño.
   _ Me lo llevó a tomar un helado, dijo la enfermera con aire familiar, así pueden conversar tranquilos.
   _ No lo pierdas de vista, rogó la mujer de Muros.
   _ ¡Mozo!
   _ Buenas noches, dijo observando a la recién llegada.
   _ Para mí café, pidió con una sonrisa.
   _ ¿Usted?
   _ Igual, dije nervioso.
      Mi nombre es Amoroso Tresfuegos, dije amistosamente a modo de presentación, aunque estaba seguro que ya habría saldado con la enfermera algunas dudas respecto a mi persona.
   _ ¿Qué quiere exactamente? preguntó con el ceño fruncido.
   _ La Verdad, dije ensayando una estúpida muletilla periodística.
   _ La verdad… murmuró tratándome de imbécil con la mirada.
   _ Señora, entiendo que esto no debe serle grato… pero busco elementos que aclaren, aunque sea en algo, el asunto de la Plaza Zitarrosa.
   _ ¿Asunto? ¡Fue un criminal atentado al que sobrevivimos de milagro!
   _ Por cierto, discúlpeme… dije avergonzado, considerando que la charla no había empezado y ya corría el peligro de desbarrancarse.
   Hábleme de Muros, entiendo que debe ser difícil para usted.
   La mujer desgarró mis pensamientos de un tajo y si buscó amedrentarme mejor no lo hubiese logrado.
   _ Temo, dijo con claro tenor de advertencia, que no sabe en que terreno se está metiendo. Usted ignora el peligro que corre, veo que es muy joven y por otra parte un hábil mentiroso.
   _ ¿Qué dice?, dije preso de la confusión y sin poder disimular el fastidio.
   _ Digo que no espere nada de mí, porque el asunto como usted dice, esconde una sórdida disputa que entre otras cosas condujo a la muerte del inspector Lindolfo José.
   ¿Para quién trabaja?
   _ Por favor, no se precipite con juicios que no merezco. Ya se lo dije a la enfermera y lo reitero, trabajo para el semanario “Calles de Nadie”. Y pretendo aunque usted lo desestime, averiguar lo que hay detrás de los hechos en los que usted y Muros fueron damnificados.
   _ Mire, lo que pasó aquella tarde me cambió profundamente la vida.
   _ Entiendo.
   _ Usted no entiende nada.
   _ No comprendo que quiere decir.
   _ Por hoy es suficiente… dijo dejando sobre la mesa cuatro billetes de cien.
   La miré aturdido sin creer mi mala suerte.
   _ Yo que usted me cuidaría, dijo rozando con un beso de despedida mi cara mal afeitada.
   Llamé al mozo y me guardé el vuelto, cincuenta y cinco pesos, algo es algo. Salí y respiré el aire de la noche. Caminé en dirección a la rambla y a poco de andar advertí que dos tipos me seguían.

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