El Crimen de la Plaza Zitarrosa 17/ Por José Luis Facello

 Pedí una coca con ferné y perdí la mirada en la cuadrilonga ventana que con reminiscencia de vieja película mostraba en una sucesión interminable los fotogramas de la calle: una pareja de ancianos barridos por el viento; el salitre curtiendo las mejillas de los niños que salen de la escuela; el peregrinar de los automovilistas buscando un lugar donde estacionar; una jovencita que posa la mirada dulce e inequívoca en un muchacho; el mismo que le entrega un sobrecito a cambio de un billete y cada uno por su lado; papeles y nilón que remolinea en las veredas hasta ser recogido por el hombre del carro o del botija que retiene al caballo junto al cordón de la vereda. No advertí que nadie me estuviese vigilando, todos estaban de paso…

   En otra mesa una mujer agregó con parsimonia edulcorante al café.

   La otra mujer agregó brumas a lo ya confuso. Por dónde empezar el armado de un rompecabezas plagado de señales ambiguas y palabras cifradas, donde lo único evidente era el sustrato latente de una violencia tan visceral como antigua.

   Importada o autóctona que más daba.

   Observé en rededor, miré por la ventana y me dejé llevar por los recuerdos.

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    El estanciero, viejo patricio descendiente de patricios tenía devoción por los yeguarizos, amaba a su overo rosado tanto como a sus campos; la mayoría de los hombres como él eran eximios jinetes a los siete años, aunque raramente domadores a los doce. El oficio de domador no es propio de los patrones, para serlo se necesita el coraje de un payador.

   El caballo y el botija son otra cosa.

   Uno con el cuero sudado y los aperos calientes lacerando las carnes, tanto más, a medida que pasan las horas en tanto los kilos de cartón y plástico y botellas no alcanzan a completar la carga. Duro oficio el del caballo urbano, tan distante de la épica gaucha, tan cerca de la mirada indiferente de los transeúntes.

   El otro con el torso curtido por el sol y los short de Rampla Juniors F.C., parado sobre el carro, con mano firme en las riendas imaginándose ser el timonel de un buque pirata y con la mollera hirviendo bajo el sol del mediodía. El padre suma cartón al cartón al carro, verano e invierno a destajo, la balanza del galpón resta kilos y al final de la jornada todos se rinden al cansancio. Fotograma que nos interpela con la figura de un padre, un tordillo y un botija de siete años perdiéndose por Aparicio Saravia en dirección a una barriada en los bajos del Santa Lucía.

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   Un peón viejo, descendiente de trabajadores rurales como tantos otros, prestigiados por sus habilidades camperas pero sin poder evitar la pérdida del conchabo en las plantaciones que proveían de materia prima a las fábricas textiles. Baqueano hasta el fin de los grandes arreos de ganaderías a manos del ferrocarril o los camiones jaula. Contaba el anciano, que entonces sentían una rareza que les recorría el espinazo porque comprendían la mayoría de ellos que el campo los había abandonado y llegada la hora los expulsaba a la ciudad. Allá tendrían una oportunidad, decían, peón de construcción o despostador en un frigorífico, y mientras tanto y se hacían de unos pesos, pedirían refugio en la casa de alguna tía vieja afincada en la capital de mucho tiempo atrás. Asunto harto conocido porque la sangría de los pobres nunca terminaba de cuajar…

   Con esos viejos abuelos de rostros adustos y curtidos desaparecían los últimos gauchos orientales a manos de los “Establecimientos Rurales S.A.”. Después, la metrópolis se encargó de triturar el espíritu de aquellos hombres de trabajo, tan nobles como maleables, mientras la descendencia quedó enfrentada a ocuparse en cualquier oficio, y de aquel digno pasado campero apenas sobreviven reminiscencias en las jineteadas de Semana Santa y la mateada mañanera.

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   _ ¿De qué hablamos cuando hablamos de violencia? murmuré.

   _ ¿Decía? dijo el mozo.

   _ Igual, otra coca con ferné.

(sigue en la página siguiente)



   4.

   La mujer poseía el perfil clásico de las vendedoras, la mirada suavemente inquisidora acompañada de la sonrisa insinuada en los labios y las palabras convincentes que indujeran a la compra y satisfacción del otro. Esa fue mi primera impresión.

   La mancha del techo se expandía como un caldo nebuloso de hongos verduzcos que de alguna manera representaba mi alicaído estado de ánimo, me sentía confundido y sin motivación suficiente para abarcar situaciones plagadas de incógnitas y aprensivas por donde se mire.

   Silvina era una dolorosa espera que movilizaba mis recuerdos más gratos, pero en la clave introvertida de quién padece una enfermedad y calla.

   Abrí la puerta de la heladera y un vacío helado me caló los huesos a tal punto que tardé en descubrir la existencia de un pote de queso untable, el contenido era escaso pero alcanzó para cubrir la punta de los dedos restableciendo mis fuerzas y autoestima; el perro gruñó desde las sombras y le cedí el pote vacío.  

   Me sentí bien y recostado otra vez me di a la tarea de reconstruir la conversación con la mujer, devenida a poco en un monólogo exquisito que ella manejó a su antojo.

   Sonreí, me atribuí un pequeño triunfo porque la estrategia era que la mujer hablase. Daba por descontado que ella sabía mucho y de sus palabras, en un descuido, algo filtraría para el alumbramiento de la verdad.

   Pulse Play.

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   “Usted dijo que le importaba el trasfondo de los hechos, eso me gustó, aún con el sabor agridulce que encierra repasar con la mirada las fotos del viejo álbum familiar. Sonría, pero sepa que antes, las fotografías sepias y escasas se atesoraban sujetas a esquineros de cartón y cubiertas por una hoja transparente, delicada, como advirtiendo la proximidad de algo casi mágico: observar en la reunión familiar las imágenes borrosas,  testimoniales, para a continuación especular sobre las grandezas y miserias de los sujetos inmovilizados con un clic.

   En esencia, nada cambia entre una cartulina desgastada por el tiempo y el archivo digital guardado en la computadora. Lo sustancioso no son las imágenes en sí mismas sino los recuerdos que despierta, las reacciones que provoca, asunto vedado a quién las observa en tiempos postreros, como material de estudio o simplemente ilustrativo. Para éstos, las fotografías aportarán una huella curiosa o un testimonio gráfico y nada más, una relación distante o autocomplaciente pero carente de sentimientos, efímera y sin alma.

   Si sobreviven es por la mano del artista que las hace distintas.

   De alguna manera algo pasó en la Plaza Zitarrosa que no puede captarse de buenas a primeras, aunque muchos tienen la imagen y voces del televisor, o la fotografía de los diarios y revistas que las publicaron, pero sin tener una sola idea ni la menor sospecha de cómo y porque se precipitaron los hechos.

   Usted es muy joven, pero le hablaré de lo que realmente importa si no tiene apuro.

   Le hablaré de mi amor por Camilo”.

   Recuerdo que por su culpa volqué el café, y en un santiamén, del fastidio inicial por el derrotero testimonial que proponía la mujer pasé a un larvado estado onírico.

   “No le hablaré de Camilo hasta su llegada a mi vida.

   Por costumbre me tomaba  diez o quince minutos de descanso en el hall de la Terminal antes de entrar a la librería a las nueve en punto. Un día apareció él y muy orondo, me dijo entre otras cosas, que observaba embelesado  cada uno de mis movimientos desde el día que me descubrió en los monitores de las cámaras de seguridad. Setenta y seis cámaras distribuidas en la Terminal de Ómnibus, el shopping, el complejo comercial, la playa de estacionamiento y las calles periféricas. Mi primera reacción fue sentirme indefensa ante lo que podría definir como las obsesiones de un desconocido, quizá un acosador y para colmo, como evidenciaba su uniforme, cumpliendo funciones de vigilancia del público viajero y los empleados del lugar.

   Hasta aquí lo aparente.

   Resultó otra cosa a medida que entablamos una relación amistosa, relación que al tercer encuentro felizmente dio paso a un amor cruzado por las pasiones, le diría en honor a la verdad, de erotismo casi desmedido.

   Vos sos tan joven ¿comprendes no?”

    Muy heavy lo tuyo, recuerdo que atiné a balbucear.

   “Camilo Muros en realidad cumplía misiones secretas para una Agencia, pero entonces no me contó mucho sobre el particular.

   A veces lo mejor es ignorar, me repitió de modo difuso en varias ocasiones durante nuestras charlas.

   Confundida y perturbada, porque él no era quién decía ser, no salimos ni le dirigí la palabra durante un mes. Me sentí estafada, pero eso pasó como todo en este país.

   No hace mucho, Camilo me contó sobre su misión en la Terminal.

   La Agencia había advertido a tiempo que allí se producían encuentros velados por el anonimato, pero sí evidentes en las imagines registradas por las cámaras o en las grabaciones de los teléfonos intervenidos que pacientemente había permitido detectar a tipos vinculados al tráfico de narcóticos como de soja, a la especulación financiera o la extracción de minerales raros. Y obviamente, me decía, se contactaban también delincuentes de poca monta involucrados a pequeños ilícitos, que de eso, él mucho sabía por experiencia propia.

   A la Agencia entró recomendado, pero después te cuento.

   Esa es la primera etapa de nuestra historia de amor, para mí, el amor de mi vida a partir de un acontecimiento inesperado como ocurrió en aquel romántico atardecer, mientras tomábamos cervezas al pie del viejo árbol.

   Quizá tu no comprendas porque sos todavía muy joven”.

   Recuerdo que había escuchado embelesado a la mujer desde el momento que dedicó cerca de cuarenta y cinco minutos a hablar del amor en todos los planos, enumeró escritores famosos que habían abordado el tema sin éxito, de los prejuiciosos y dogmáticos que no llegaron a conocerlo, pero fundamentalmente habló de la excitación que depara enamorarse de un espía.

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   Doblegando el aburrimiento y el malcomer un impulso secreto me movilizó a las tres de la mañana, absurdamente, a deambular como un autómata por las calles desoladas. Caminé como quién peregrina a un lugar sagrado, hacia la propia salvación, con las manos apretadas y sucias, pero lo hacía sin buscar nada y esperando encontrarme con no sé qué.

   Con miedo en primer lugar, por el acecho de los merodeadores entre las sombras observando a su próxima víctima, dispuestos al sorpresivo asalto como una jauría hambrienta. Sin proponérmelo llegué a la Terminal y entonces aguardando una revelación mística o lo que fuera, me predispuse a sentir la sensación descripta por la mujer. Sentarme en una silla del hall y saber que estaba en el foco del espía, era uno entre cientos de personas en la idéntica actitud pasiva de la espera hasta la hora de subir a un ómnibus interdepartamental. Uno entre muchos sospechosos, delincuentes prontuariados o vaya a saber qué. Navegué con la mirada recorriendo la pulcra iluminación del techo y los balcones del primer piso, observé distraídamente el tablero con los horarios y el luminoso cartel donde una mujer con sonrisa provocadora se asociaba a un perfume exótico, registré con la mirada el ritmo febril de las limpiadoras de várices azules, y luego me dediqué a indagar la serie de caras deformadas por el aburrimiento y el fatigoso ensueño acompañante de los viajeros. Fui sorprendido por el mural y entonces divagué por la perspectiva de un ómnibus elevándose en una nube de humo y hollín, en el gaucho con reminiscencias blaneanas, y la rambla en forzada perspectiva. Fijé la vista al ojo de vidrio de una cámara como la de un enajenado paralizado frente a la aguja hipodérmica. El led titiló cómplice a modo de tranquilizadora advertencia: por tu seguridad te estamos vigilando. De pronto, descubrí una a una las cámaras, que lejos de estar escondidas y al acecho como un ejército de delatores las secundaba un cartelito anunciando:

   “Confíe, para su felicidad usted está en una zona segura y rigurosamente vigilada”.

   Un cosquilleo inquietante se apoderó de mí estómago mientras un niño me miraba detenidamente con aire marcial, de boy-scout, banderín en una mano señalándome con el índice de la otra. El ambiente saturado de olor a desinfectante me pegaba en la cabeza y tardó unos minutos en desvanecerse hasta que un empleado de la seguridad se apersonó solicitándome el pasaje de ómnibus con mirada cínica y todo el tiempo del mundo para que yo justificase mi presencia en el lugar.

   _ ¿Hacia dónde viaja?, inquirió el guardia.

   _ ¿Espera a alguien?, apremió otro uniformado salido de la nada.

   _ Estamos en democracia, dije soñoliento.

   Un tercero se aproximó en ropa de civil, me pidió la cédula y me acusó de robar en la Librería Occidente, el viernes 17 de abril, entre las 9,26 y las 9,40 AM.

   _ No mienta, disponemos de la grabación en el subsuelo del local y aunque no exista denuncia por la desaparición de un libro, sabemos que el delito se consumó arteramente a espaldas de la dueña.

   _ Un empleado de la guardería de equipajes dice estar seguro, en un 95%, de haberlo visto salir de la librería.

   _ ¿Qué tiene para decir?

   _ Usted es un ratero y un pichicome…

   _ ¿Qué está haciendo aquí?

   _ Tiene bien merecido el repudio de las buenas gentes.

   _ Usted y sus championes jieden de modo insoportable.

   _ Tanto como el depósito de las encomiendas.

   _ ¿Quién es su compinche?

   _ Retírese inmediatamente del perímetro de la Terminal.       

   _ No se da cuenta que este no es su lugar.

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   “El primer trabajo para la Agencia fue a instancias de Lindolfo José, el policía de Delitos Globales. Una reunión en un hotel fraybentino, donde participó una tercera persona, fue la ocasión donde Camilo, entonces Mauricio Feinmann, técnico químico, como se registró en el Gran Hotel Renacimiento aceptó a regañadientes alistarse en la Agencia con la misión de realizar tareas de inteligencia. Me decía que no fue fácil tomar semejante decisión pero si comprensible, a partir de considerar las dificultades de un fugitivo que había estado más de dos años escondido en medio de la forestación.

   Se la hago corta: había estafado a una organización de estafadores que duplicaba documentación de automóviles de lujo, previamente robados en las calles de Montevideo o Buenos Aires, y que después de algunos retoques para complicar la identificación eran posteriormente exportados a Paraguay. Lo de él era bastante sencillo, conducía la mercadería a Asunción en uno o dos viajes redondos al mes. No corría grandes riesgos, tenían colaboradores en los pasos de frontera y los mecanismos de la organización funcionaban casi a la perfección. Lógicamente con la posibilidad latente de los imponderables atribuibles a la ambición humana… como para que las cosas se pusieran feas.

   Ese fue uno de los motivos de la fuga, el otro de ribetes trágicos ocurrió en Costa Azul cuando se resistió a un operativo emprendiéndola a los tiros. Como usted recordará el saldo del tiroteo fue un policía muerto, pero simultáneamente, ocurrió un hecho inexplicable que recién cobraría sentido en la Plaza Zitarrosa y que explica de algún modo porque Bahiano tuvo otra oportunidad y no terminó tras las rejas. Este como otros eventos enigmáticos le permitirán el seguimiento de una vida atravesada por los desatinos propios y extraños.

   En su momento le explicaré, aunque le adelanto que…”

   El sonido penetrante de una sirena policial se impuso sobre la dulce voz de Antígona, por lo que di por perdida esa parte de la grabación.

   “Enrolarse en la Agencia le permitió blanquear una parte de su vida, de su pasado, y a regañadientes como ya dije, con íntimas contradicciones había aceptado cambiar de bando después de haber sobrevivido al confinamiento en los montes aledaños al río Negro, alimentándose de bichos  por más de dos años, no sabe exactamente cuántos; las rayas en los troncos de los árboles contabilizaba los días pero la cuenta se extraviaba cuando quedaba sumido en fiebres malsanas y la temporal enajenación propia del hambre. ¿Comprendes?

   La Agencia le dio otro nombre: Jonathan Braine.

   Con la nueva y falsa identidad se abocó a cumplir con la primera misión: infiltrarse en el movimiento anti Fábrica y para eso, como primer paso viajó a la ciudad de Gualeguaychu. Empezó bien y terminó de la manera más absurda que a él casi lo lleva a la muerte y a nosotros a una guerra con los argentinos.

   ¿Comprendes de lo que estamos hablando? Vos me pareces tan joven…”

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   _El sujeto que mandó la Agencia es un burócrata, no tomes literalmente lo que te diga, me aconsejó el policía, porque se limita a cumplir órdenes.

   La oportunidad radica en poder insertarte en la sociedad, renacer y dejar atrás el castigo, lo que los azotes en la espalda del monje penitente que te auto infligiste en las inmundicias de la forestación.

   Encendió un cigarrillo y convidó, despaciosamente extravió la mirada por el ventanal del Bar&Pizzería.

   _ Estuve consultando la biblioteca, los casos paradigmáticos del mundo de los negocios ilegales, y llegué a la conclusión de que apenas sobrevolé la punta del iceberg porque esta es una investigación que supera ampliamente, más que por la voluntad, la corta vida de un hombre.

   Llegué a darme cuenta que es imposible borrar el pasado, hacer desaparecer las huellas como eliminar las pruebas incriminatorias. Mucha protección obtienen quienes son adinerados y cuentan con buenos abogados, pero a veces, una simple deuda por impuestos impagos puede ser el desencadenante para que lo que parecía monolítico se derrumbe como un castillo de cartas.

   Es necesario comprender que la guerra es entre equipos de inteligencia, datos informatizados, drones artillados sobrevolando la ciudad, medios de comunicación.

   Lee el caso de Al Capone y después hablamos…

   El policía observó más allá del ventanal, siguió con la mirada a una muchacha que caminaba lentamente en dirección a la avenida hasta que la detuvo un sujeto guarecido en el portal de una pequeña galería, de esas que venden electrodomésticos, ropa de bebés, bebidas importadas.

   _ ¿Todo bien?

   _ Sí, bien…

   Pero para renacer primero hay que morir, dijo de modo concluyente y perturbador.

   _ No entiendo, atinó a decir el otro.

   _ No tenés escapatoria si pretendes, reconozco que sos un tipo de suerte, manejarte al modo de un lobo solitario como hiciste hasta ahora.

   Escuchá bien, el plan es simple, con tu muerte desactivamos la búsqueda de la banda de Don Paco y la persecución de los organismos policiales que están detrás de vos. Te advierto que Seguridad Interna es persistente como los perros de caza. Optar por la muerte implica romper con todo lazo personal o afectivo por mínimo que sea, con el pasado, los amigos y las amantes. Aparenta un asunto sencillo de resolver pero cualquier desliz, como un llamado por teléfono, un encuentro casual y ser reconocido, implica tirar todo a la basura.

   No solo se requiere morir para renacer sino encarnarse en otro, en otro capaz de asumir la vida en sociedad. Insisto, no digo que será fácil, pero no es muy distinto a lo que debe enfrentar un ex convicto o el paciente que dan el alta médica después de años de internación en un hospital de enfermos mentales, o los egresados de la escuela de policía; para todos el problema es el mismo a la hora de mirar a los ojos de la muchedumbre, sin perder ni añorar la seguridad que aseguran los muros.

   En principio, si estás de acuerdo, te identificarás como Jonathan Braine, en apariencia y a los ojos de los demás simularas desempeñarte como un técnico químico, vendedor, uruguayo y con futuro promisorio.

   La Agencia como es usual en estos casos negará cualquier vínculo con Braine.

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   Sumergí los championes en un balde con agua y jabón líquido dispuesto a enmendar mi aspecto mal trazado. Lo ocurrido en la Terminal me provocó además de indignación una duda que consistía en si todo aquello no se trataría de un experimento, un laboratorio social que testeara el comportamiento de las personas vaya uno a saber con qué fines. Los ómnibus en el trajín diario de trasladar a las gentes de la campaña, necesitados de atención médica unos, otros migrantes del campo a la ciudad, unas maestras y funcionarios de poca monta dirigiéndose a una escuela rural o una distante intendencia departamental, los que regresaban a morir en su pueblo, los recién llegados sin sospechar que se les iría la vida en una barriada aledaña a Montevideo. Los ómnibus repletos de gente esperanzada o frustrada graficaban el flujo humano hacia el corazón portuario, la capital. Sino, las gentes en una espiral evasiva con destino a Buenos Aires, San Pablo o Bogotá apostaban a consolidar un empleo aún a costa de desarticular a  familias enteras, mientras se ensayaban pretextos y justificaciones, ora exitosas y progresistas ora de sobrevivientes, que llevaría entre los avatares de la adaptación o la resistencia al nuevo ambiente el tiempo de media vida dilucidarlo. Algunos, ignorarían lo ocurrido en sus propias existencias hasta conmoverse tardíamente por una pérdida irreparable o la rebelión de los hijos, pero para entonces ya no habría tiempo para ellos, viejos a los cuarenta sucumbirían la mayoría a las despiadadas rutinas de las metrópolis.

   ¿Tenía algún sentido práctico lavar los championes en agosto? Los puse a secar al calor de la hornalla mientras en la caldera calentaba agua para tomar unos mates.

   Me pareció escuchar un ruido en el pasillo, entreabrí la puerta, me asomé y di un paso enfrentando inconscientemente una sombra.

   La vecina del seis, creo sin ser malo, que en un sólo acto de caridad y repugnancia me regaló medio paquete de yerba prácticamente sin dirigirme la palabra.

   _ Tome, dijo cuando cruzaba frente a la puerta, espero que no se ofenda.

   _ Gracias, respondí mientras la mujer se iba tarareando un pasodoble; estimulado por la solidaridad que despertamos los periodistas la imité silbando Stefanie.

   Me calcé tres pares de medias y reconfortado por el brebaje caliente cavilé sobre otro aspecto del experimento en la Terminal.

   ¿Qué poder mágico existe en los labios de la mujer acompañante del perfume exótico? No la puedo olvidar y en estas noches frías se convierte en un ángel que aparece una y otra vez junto a las manchas del techo, recostada en el teclado de la computadora, impúdica debajo de mi frazada. ¿Qué ejército endemoniado es ese?, conformado por legiones de mujeres hermosísimas, por escuadrones de jóvenes seductores, portando con la omnipotencia de los dioses los estandartes y las marcas de automóviles y calzoncillos, pastas tipo italiano y vacaciones en las Seychelles, el reúltimo modelo de teléfono celular y la dieta diet que alimenta a los famosos.

   Salté de la cama con una puntada dolorosa en el estómago y me abalancé sobre la heladera, el panorama no podía ser más desolador, una feta de jamón yacía sobre el papel manteca. La devoré sin más, el mate amargo desestimula el apetito pero no es mi caso; observé a mis espaldas al maldito perro que me miraba con ojos afiebrados. Le tiré el papel que lamió y mordisqueó con la persistencia estúpida de las bestias.

   Al minuto de búsqueda el monitor mostraba a la radiante mujer, a un palmo de mi cara, con la sonrisa irresistible de una triunfadora.

   _ Mañana haría lo imposible, pero ese perfume sería mío cueste lo que cueste.

   Un mensaje de Raquel confirmaba el próximo encuentro con Antígona.

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   La mujer de Muros me miró con cierto grado de compasión y a continuación le pidió al mozo dos café con leche y seis croissants. Esta vez nos encontramos en un bar de la calle Ejido; a las ocho, había mensajeado Raquel porque Antígona tendría un día muy atareado.

   _ La misión en Gualeguaychú al principio fue un paseo, bajo el ropaje informal de un vendedor de productos químicos para el agro, Camilo entonces Jonathan Braine, no tardó mucho en participar del movimiento anti Fábrica, desplegando banderas con inscripciones como “No a las papeleras” o “Salvemos el planeta” y ser uno entre los miles estacionados en el puente internacional. Braine hizo contacto con diferentes agrupaciones de distinta matriz ideológica pero según sus propios informes a la Agencia, la movilización ciudadana reclamaba básicamente por la protección del medio ambiente.

   _ ¡Tiene que haber sido muy emocionante! dije conmocionado.

   _ Usted sabe, en la realidad no hay dialéctica blanco-negro, y el paso de los días dejó entrever el entramado de intereses subyacentes en el reclamo anti Fábrica. Detrás de los ambientalistas se escudaban los plantadores de soja, el complejo turístico y las gentes que desarrollaban actividades a uno y otro lado del puente, entre otros, albañiles y bagalleros de pan llevar o contrabandistas de naftas.

   Pero eso fue al principio como ya dije, los discursos se radicalizaron y en eso los argentinos que son malhablados de nacimiento lanzaron a los cuatro vientos críticas fundadas y también pavadas, así como no tardaron en publicar diatribas contra la Fábrica y el mundo entero. Además, los nuevos ricos plantadores de soja resistían el pago de los impuestos agrícolas y fogoneaban por sus propios intereses. Cuestionaban los efectos contaminantes de la Fábrica mientras regaban los campos con glifosato…

   ¿Me comprendes?

   En ese ambiente, imaginate, Camilo continuó enviando los mensajes cifrados que a la postre fue uno de los detonantes y desencadenante de la crisis binacional. Asunto que se enrareció con el paso de los meses cuando desde la ribera de Entre Ríos, Camilo advirtió la decisión de nuestro presidente de movilizar las tropas con el fin de proteger la frontera, la cabecera del puente y a la Fábrica.

   _ ¡Emocionante! Repetí imaginando tales acciones.

   _ ¡Ya lo creo!

   El muy zarpado, entre subrepticias idas y vueltas, contactos, reuniones clandestinas, cruces nocturnos por el río, disfraces y participación en múltiples actividades de protesta, no tardó en conocer a dos muchachas tanto o más zarpadas que él con las que intimó bastante, pero como no viene a cuento me obliga a soslayar los detalles, tú me crees  si te digo  que rozan las aberraciones sexuales más descabelladas que puedas imaginar, tanto que ni el marqués de Sade…

   Es que vos sos… tan joven, dijo mirándome con afecto.

   Pero la clave del asunto es que por culpa de una de ellas la operación de espionaje quedó al descubierto y él casi pierde la vida. La muy guacha, estudiante en el colegio de las monjas resultó que trabajaba para los servicios secretos argentinos.

   _ No lo puedo creer… dije sorprendido a esta altura de la conversación.

   _ ¿Comprendes? Es la historia de un espía inexperto seducido, espiado y amado por esas dos sinvergüenzas. ¡Si lo hubiese conocido en esos años juro que lo mato!

    Camilo es como los gatos, tiene siete vidas y a los riesgosos avatares que le deparó la misión en Gualeguaychú sobrevivió a duras penas como otras tantas veces. Maniatado, flotando entre los juncales en la ribera uruguaya, con el cuerpo saturado de drogas y alcohol fue encontrado por la gente de Lindolfo José, el policía. En la billetera envuelta en plástico encontraron el DNI a nombre de Jonathan Braine, dinero argentino y algunos dólares, las tarjetas y una nota reveladora en aquel momento.

   “Joni estamos en el mismo negocio, un beso Gisella.

   PD. Te amamos, Yesica es ajena a nuestras actividades. Cuidate”.

   _ ¡No lo puedo creer!

   _ No deja de ser sorprendente. ¿No te parece?

   _ Una envidiable aventura…

   _ Cómo son los hombres…

   _ …

   _ …

   _ ¿Sabes por qué te cité en este bar?

   Ni lo imaginas.

   A este lugar vinieron Camilo, entonces Bahiano, y el malogrado Lindolfo José. En aquella oportunidad, el policía en la más incomprensible de las acciones lo rescató de la comisaría canaria, malherido como estaba lo hizo atender en el Hospital de Clínicas, y posteriormente aquí tomaron un café. Camilo me contó no hace mucho, que apenas si podía beber dado el estado calamitoso de la boca, con algunos dientes quebrados, las encías sangrantes y los labios tumefactos por la golpiza. No era para menos, en el tiroteo en Costa Azul había liquidado a un policía.

   Sobrevolando el absurdo, Lindolfo José después de algunas advertencias y veladas amenazas lo dejó libre…

   Salió por esa puerta que ves allí.

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   No entendía nada.

   Las manchas del techo como los carteles despintados inducían a lecturas erróneas, como divisar rutas inexistentes donde el paisaje hasta la línea del horizonte mostraba campos de girasoles o los gigantes verduzcos de la forestación,  insinuando apenas la existencia de un desolador camino vecinal, cinta terrosa rara vez transitada salvo cuando dos veces a la semana, en temporada seca, se aventuraba el único ómnibus de la empresa “El Progreso” propiedad de los hermanos Cardozo. Así recordaba aquellos parajes, cuando al inicio de su investigación emprendió el viaje por la cuchilla a la búsqueda de testigos, como el viejo estanciero o el cazador de serpientes, de los pocos autorizados a dar fe de tratar, cara a cara, con Juan Galván uno de los tantos alias del muchacho que fue atacado en la Plaza Zitarrosa.

   No entendía nada desde que el policía se presentara en lugares insólitos, en esos momentos cruciales cuando la Muerte, sin la soberbia propia de los humanos, tramaba la emboscada con la paciencia artesana de las arañas.

   Inentendible por donde se mirase fueron las imprevistas intervenciones del funcionario de “Delitos Globales”, que oportunamente y para sorpresa de todos auxiliaba al delincuente; tanto como lo aconsejaba o promovía para cumplir misiones secretas. El muchacho conocía al dedillo la ley de las calles y el policía lo alentaba a comprometerse con el peligro, esta vez del lado de la ley. Asuntos que al principio, al otro poco o nada le importaban.

   El dinero no era un incentivo porque el muchacho disponía de un botín casi intacto.

   Para el policía no importaba tanto el trabajo en sí, como la oportunidad de el otro cambiara de vida.

   No entendía nada.

   Quién era ese oficial de policía que procedía de modo reñido con el reglamento de la fuerza, que se comportaba como un lobo solitario sin un compañero de armas que lo secundara, policía que se escabullía de sus superiores y a todas luces protegía a un malviviente aunque el motivo fuese, por ahora, un misterio.

   ¿Qué idea podían tener estos sujetos de la Justicia?

   La mujer había dicho que, con el argumento falaz de retenerlo bajo su custodia lo sacó de una comisaría salvándole la vida; ideó alguna otra artimaña y obtuvo de una enfermera la atención básica y acceder gracias a ella a un cóctel improvisado con las medicinas disponibles en el armario de la fría sala.

   “Para dejarlos así ¿por qué no los matan?”, espetó la enfermera harta de asistir a las víctimas como a los victimarios de la violencia callejera.

   “Ya tenemos demasiados muertos en este país”, habría dicho el policía con una sombra huraña en la mirada.

   Después cuando maduró la noche, sigilosamente, lo condujo a un bar donde, según el relato de la mujer, el muchacho escuchó por primera vez sobre asuntos escabrosos, criminales, que lo conmovieron íntimamente aunque no lo exteriorizase, tanto como el punzante dolor en el hombro o la parálisis extendiéndose como una trampa que le aprisionaba los maxilares y la lengua, que le hinchaba los pómulos y los labios al punto de escapársele  por las comisuras la saliva sanguinolenta mezclada con el café tibio. Dolor y miedo que le impedía la formulación de una sola idea como no fuera escapar, que le atenazaba la articulación del habla convirtiéndolo en un sujeto no solo dominado por un temblor doloroso y el miedo latente sino en un indefenso idiota, transformado en un animal salvaje o en un hombre acorralado, que es lo mismo.

   Impunemente, había dicho la mujer, el tipo pagó la cuenta y al clarear la madrugada lo dejó en libertad, señalándole la puerta del bar e intimándolo a marcharse antes de que se arrepintiese.

   Observó las manchas del techo y  dominado por el sueño se rindió sin entender nada.

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   _ Alguien de la Agencia cometió un desliz, dijo la mujer mientras giraba la cuchara en el pocillo de café, o intencionalmente permitió la filtración de alguno de los mensajes cifrados provenientes del agente Jonathan Braine, que operaba en Gualeguaychú. El texto era enrevesado e inentendible pero llegó a oídos de un corresponsal extranjero que de inmediato, con el afán de dar una primicia sobre el conflicto, envió su versión al diario madrileño para el que trabajaba. Minutos después un extracto del mensaje, que no hizo sino ampliar la confusión,  fue tomado por dos diarios porteños que publicaron en términos diametralmente opuestos, el mensaje bifronte,  que citaba como fuente segura al periódico europeo. Una cadena televisiva con sede en Atlanta  entrevistó en horario central al corresponsal de guerra ubicado en un paraje desconocido aledaño al cerro Malvenir, no muy lejano al posible teatro de operaciones sudamericano. A la mañana siguiente, tres diarios montevideanos daban cuenta del estado de emergencia en que vivíamos; uno editorializó el evento con el título: “La Globalización en peligro”, otro destacaba en tapa: “La Fábrica también tiene Derechos”, y un tercero pontificaba: “Las inversiones extranjeras son sagradas”.

   _ Qué quilombo que armaron.

   _ Imaginate, una pésima fotografía tomada con un teléfono celular fue publicada por un matutino de la ciudad de Paysandú, en ella, un supuesto agente de inteligencia yacía entre el totoral, maniatado y sumergido en el fango, hasta ese momento se ignoraba el nombre y nacionalidad  pero un anónimo testigo dio fe que el sujeto sería un arrepentido del movimiento anti Fábrica. De los rasgos afilados entrevistos entre las secuelas de la golpiza, otro testigo dio lugar a la especulación de estar en presencia de un árabe.

   Un terrorista árabe o polinesio, testimoniaron en el informativo de las ocho otros adictos a las películas de acción.

   _ Da miedo de solo pensarlo.

   _ ¡Lógico! y nada más alejado de la realidad, el pobre desgraciado no era otro que Camilo, dijo la mujer con una risita nerviosa.

   Otro diario madrileño dio cuenta de movimientos de tropas  en la cabecera del puente internacional, en los aledaños de la Fábrica, así como el estacionamiento de un camión de procedencia francesa, artillado con misiles MM.38 de 42 kilómetros de alcance y cabeza de 165 kilogramos de explosivos. Mientras, simultáneamente, el sitio “Cielo Sureño” informaba en la web que un satélite geo-estacionario había comenzado a escanear la región. En tanto, una fuente anónima denunciaba desde Oslo que en esos precisos momentos se alistaba un avión automático en la bodega de un portaaviones situado en algún lugar desconocido del Atlántico Sur.

   En esas circunstancias fue que se produjo con perfecta sincronía, la escases de alimentos en las estanterías de los supermercados, como el aumento de los precios y por fin hordas exaltadas que roban algunos comercios. Los ánimos se caldearon y si en parte se atemperaron fue por la oportuna intervención de Caxildo y otros contrabandistas provenientes de la frontera norte proveyendo a precio de mercado negro los suministros básicos, entre otros los comestibles. Testigos no identificados daban cuenta que entre los paquetes de yerba brasilera y poroto negro habrían desembarcado cientos de pistolas automáticas y municiones de fabricación brasilera, atentos a la caliente coyuntura.

   En la capital portuaria los optimistas de siempre vieron la oportunidad de encontrarse frente a un nicho en el mercado de las armas de guerra, secretamente llamaron a sus agentes comerciales en Francia y Bélgica con directivas precisas para concretar el negocio.

    _ En el Palacio Estévez dijo la mujer, el teléfono verde mantenía consultas permanentes, ora con la gran potencia del norte, ora con la fría Helsinki en torno a la complicada situación internacional, particularmente en la confluencia del Río Negro con el Río Uruguay, epicentro austral de un litigio en desarrollo que, según la prensa escrita y televisiva, preanunciaba la posibilidad de una conflagración de ribetes dantescos.

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