El Crimen de la Plaza Zitarrosa 20/ Por José Luis Facello

 
El cónclave había tocado a su fin, el mozo entregó en mano algunas prendas de abrigo, un sombrero y el paraguas a un prevenido, a cambio recibió como propina el desprecio de lo que son capaces los principales.

   “Jaramillo” Flores salió del sanitario y sintió que necesitaba un whisky, algo no le había caído bien y atribuyó la acidez estomacal al pollo frito. A su modesto entender había escuchado demasiado, asunto que consideraba una caída, una derrota personal. 

   ¿Hasta dónde podían la cultura y la identidad convivir con los digitadores del vil metal?

   Lo suyo era una herida ética que estaba dispuesto a vender caro.

   _ Amigo ¿puedo pedirle un whisky doble? dijo con una reverencia al mozo.

   _ El señor ¿lo desea con hielo?

   _ Como usted disponga, dijo solícito el director.

   El mozo cumplió con el pedido, sabiendo que de los doce este no era el traidor. No es que le inspiraba una gran confianza el sujeto de aspecto garboso, huellas de maquillaje en los párpados y manos finas y huesudas sin rastros de trabajo manual, aunque no dudaba que aun pudiendo ser un tipo de cuidado aquilataba valores que los otros carecían. Si bien no entendía demasiado, poesía y pobreza eran dos asuntos que lo seducían, una por el misterio de las palabras, teniendo en consideración  que apenas pasó de quinto grado; la otra, porque de tanto renegar, tratar de esquivarla y putear, a esta altura ya era una acompañante inseparable y la sombra más fiel de los suyos por generaciones.

   El general celeste agradeció para sus adentros que los cosos se mandaran mudar, él también debió ir a los sanitarios para desembuchar en el wáter tanta palabrerío que debió ingerir, incluyendo el ritual de evocarlo con desembozada hipocresía como el padre de la patria. Parte de la leyenda que tironeaban unos y otros sin distinción, los más lo evocaban con fervor emancipador, los menos como parte de las artimañas dominadoras.

   _ ¡Dejarse de embromar! dijo sin que lo entendiesen cruzando miradas el mozo y el artista, en tanto atacó las huevas de lota, exótico manjar que nunca había probado y encimó ayudado con un escarbadientes al pancito con chicharrones.

   El mozo fue a lo suyo, levantar copas y enseres, servilletas y bandejas con bocadillos desparramados sobre el mantel. En un extremo de la mesa juntó las botellas abiertas y reunió los platillos. Con cuidados ademanes  se quitó el saco y el moño blanco, desabrochó el cuello de la camisa y arremangó con parsimonia.

   _ Señores, dijo al guerrero y al murguero, siéntense por favor, los invito a que me acompañen, todavía no he probado un bocado.

   _ Gracias amigo, dijo de corazón el escuálido director.

   _ Es un honor compartir con ustedes, dijo de modo coloquial el general celeste.

   El salón había quedado en penumbras apenas cruzado por las luces del tráfico callejero y los carteles luminosos, pero suficiente para generar en pocos minutos el clima intimista y humano, esquivo hasta hacía un rato en la mesa de los principales.

   La proseada se desarrolló como acostumbran los pobres, frases sustanciosas seguidas de silencios prolongados dominaron el lugar mientras avanzaba la noche. Las anécdotas no faltaron y en eso el general sacaba varios cuerpos de ventaja mientras las botellas vacías y sin sentido dejaban lugar al mate amargo. Como un canto a la diversidad y al libre albedrío el mozo armó un cigarrito de marihuana, el director pasó, aduciendo problemas con su úlcera gástrica y el general eludió el convite diciendo que prefería otra ginebra.

   _ Brindo por los pobres de la patria vieja y de la patria nueva, tosió, por los que padecieron las mazmorras… por los que dieron su vida en la pelea, tosió nuevamente, por los que supieron callar a tiempo.

   Propongo un brindis por Ramona Martínez y por Líber Seregni.

   _ ¡Salud! corearon los tres hombres.

   Cuando la proseada derivó hacia los migrantes ganapanes, cuando recaló en el coloniaje cultural y la entronización de los nabos; o se precipitó preanunciando por la escases de parque, de yerba y yeguarizos que la derrota los sobrevolaba en la batalla, cuando la luna creciente alumbró entrometidamente a los tres hombres, estaban ya profundamente dormidos sobre los sillones Chester Gold de pana labrada del mejor estilo inglés.

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   El chillido de la caldera despertó al mozo, que prestamente y por puros reflejos profesionales, se presentó servicial ante el general celeste que iniciaba la mateada mañanera.

   _ Se le ofrece algo mi general.

   _ Un poco de silencio.

   El viejo general había tenido una visión que lo había desvelado.

   _ No cualquier sueño, hace doscientos años que no puedo conciliar el sueño como Dios manda.

   El mozo acostumbrado a oír reservadamente se hizo el desentendido mientras le pasaba una franela a sus zapatos blancos.

   _ Todos han hablado y dicho lo suyo, cada cual esgrime sus razones y cree tener el derecho de imponer su mirada, no les importa prometer y mucho menos mentir en esto que llaman el arte de la política, dijo de modo calmoso el general celeste.

   Hum…

   No vaya a creer que es un asunto de ahora, de la modernidad como dicen… ¿me cree si le digo que la ambición desmedida de los cosos es el espejo del coloniaje godo?

   _ No hay nada nuevo bajo el sol, dijo el mozo recordando palabras de su padre.

   _ Y eso m´hijo es justamente lo engañoso. Está todo cambiado pero en la sustancia de las cosas está todo igual. Usted los escuchó, el estanciero defiende sus campos, los comerciantes el lucro y el contador diagnostica sobre los derechos de los pobres…

   _ Es lo que tenemos mi general.

   _ Déjese de embromar…

   _ ¡Buen día con alegría, compañeros!, dijo el director vistiendo una extravagante combinación de camisola blanca con dibujos estampados de Páez Vilaro y calzoncillos bordados con un pato Donald enojado.

   _ Es lo que tenemos mi general Pepe, dijo el mozo ante la imprevista situación.

   _ Hum… es lo que tenemos desde el tiempo de los Borbones y con eso amigos, ¡ya yapo ñandereta!

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   Cautivo, en penumbras, el viejo estanciero atiende el teléfono.

   _ Lo escucho general, dice al ex dictador purgando condena.

   _ ¿Leyó los titulares del diario mi presidente? dice el ex general igualmente en penumbras.

   _ Me ha dicho mi hijo que la violencia, impúdica y sinsentido, se enseñorea en las calles de la patria.

   _ No tenga cuidado, los progresistas están probando su propia medicina, la delincuencia y la corrupción se manifiesta en todos los niveles…

   _ Viejos y gloriosos tiempos los nuestros.

   _… sea por causa de la descarriada juventud orillera; en parte a los malos funcionarios que empañan la institución policial; o sorprendiéndonos los jueces que se han extraviado con doctrinas extrañas.

   _ Y una mayoría desquiciada en el Palacio…

   _ Los límites nauseabundos de la democracia populista, mi presidente.

   _ Cuándo nacerá el hijo iluminado que lleve las divisas históricas flameando en el cielo de la patria, dijo con nostalgia senil el estanciero.

   _ Quiera la naturaleza divina manifestarse con el fuego purificador sobre los descarriados.

   _ Posiblemente no alcancemos a verlo, quizá mi hijo sea presidente algún día…

   _ Descuide mi presidente, la paradoja es que ganamos todas las batallas para perder la guerra en las ventanillas de los bancos, en los foros internacionales…

   _ Siento que los ingleses nos han traicionado.

   _ Y los norteamericanos, olvidado; el teatro de operaciones se ha desplazado al norte del África o los países del Golfo Pérsico, por no decir a la Palestina o Corea.

   _ Dicho con todo respeto, en eso se equivoca mi general…

   _ Pero ¿qué dice? mi presidente.

   _ La batalla estratégica se desarrolla en las ciudades, creo que lo veo así porque soy hombre de la campaña; Londres, París, Oslo han sido invadidas silenciosamente por hordas de bárbaros famélicos. Inmigrantes de la peor calaña, pakistaníes, ecuatorianos, rumanos, egipcios, nigerianos, y hago la salvedad por los nuestros, los uruguayos, que triunfan en el mundo entero porque son de buena madera.

   _ Algo de eso hay… reflexionó el general degradado, recordando los cursillos de estrategia y geopolítica en Panamá.

   _ Ha llegado la hora de reconocer a la Humanidad en enfermizo derrotero, traspasando fronteras, mancillado instituciones sin ningún objetivo noble.

   Washington y Nueva York perdieron los valores humanistas cuando asimilaron a los esclavos como obreros libres en las fábricas del norte, ¡garrafal error! agregue  a los italianos, a los chinos, a los mexicanos y tendrá asegurada una sociedad sin luz ni paz interior.

   _ No perdamos la fe, dijo el ex militar.

   _ Mi general, confío en su nobleza y espero una respuesta que me auxilie a despejar la duda que me agobia en esta noche interminable.

   ¿Para llegar a este purgatorio, impusimos a sangre y fuego la Operación Libres del Mal?

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   Ser albañil o policía es un asunto circunstancial porque de alguna manera había que ganarse la vida, pensó.

   _ Yo elegí ser periodista.

   Y las circunstancias pueden llevar a una persona como el viento a una cometa, una seguidilla de acontecimientos, con o sin importancia, que perfilan una forma de vivir o de morir.

   Pienso en la forma de morir, considerando a mi vida como la de un fracasado, me pienso persona sentenciada a unas semanas en el servicio de terapia intensiva sin una sola posibilidad de sobrevivir, aislado como un recluso en celda de castigo, con visitas de media hora cada doce, a dormitar inmerso en el vaho de los fármacos, pendiente el día y la noche, interminable, a ser monitoreado por dos o tres enfermeros, hombre o mujer que importa, a la evaluación ágilmente garabateada del médico sobre la evolución del paciente de la cama 15, al parte médico de las 13 y de las 19 horas, a la espera, soy paciente, que el ritmo cardíaco fluya a un mar silencioso con olor a desinfectante, hasta el momento impreciso del hallazgo de mi  cadáver entre las sábanas sucias.

   O víctima sorprendida a la entrada del edificio y condenada en un segundo efímero cuando el corazón se paraliza ruidosamente al impactar un proyectil del veintidós y la persona, yo por caso, pasa a nombrarse occiso. Y en el mismo y simultáneo acto, el otro, pasa a denominarse asesino apresado, o asesino prófugo, o asesino a secas.

   _ ¿Por qué elegí esta profesión? me pregunto.

   Porque creo que las palabras adecuadas hacen a la no violencia, respondo.

   La violencia me aburre. 

   Ahora, que circunstancia puede llevar a que dos policías, uno viejo y otro joven, uno el padre otro el hijo, puedan ser arrastrados por el designio turbulento que al cabo de una vida los encuentre royendo el meollo de un asunto pendiente como antiguo.

   Un caso policial, con mayúscula, digno de Auguste Dupin.

   Lo mío es pura especulación, no tengo nada en claro.

   La grabación se corta en “es parte de un rompecabezas”.

   Desde entonces, la espera interminable hasta un nuevo encuentro con Antígona imaginando las posibles respuestas de la mujer de Camilo me consume los nervios, pero quién podría especular serenamente cuando existe una mujer por medio.

   Una pieza del rompecabezas es Lindolfo y está muerto.

   Otra pieza es el viejo policía, Terciario Plácido, lector de la Biblia a espera de juicio.

   Veladamente un doctor borrachín y su hijo, Giuliano, prófugo del hogar a los doce.

    Indudablemente una pieza clave es Aidemar, procesado por el atentado de la Plaza Zitarrosa, ex agente de “Inteligencia Paralela”, marginado a cumplir funciones en el control de la aftosa en la frontera norte.

   Yo tampoco escapo a mi condición de libertad condicional aunque no me canso de decir y repetir que soy inocente.

   ¿Sería Antígona una pieza del perverso juego? O un simple nexo para encubrir al padre de su hijo y amor sobreviviente al caos.

    Puede ser mi destino escribir una nota sobre la pendencia callejera para satisfacción de Sánchez y los imbéciles lectores, o quizá, el desafío es aventurarme  si es necesario, en las cloacas de la ciudad con el afán de descubrir el vestigio primigenio de la sinrazón de la violencia.

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   Sin detenerse corrió detrás de los agresores, presintió con impotencia  la cercanía de la muerte, había aprendido del servicio en las calles como para constatar esa finitud ramplona que sobrellevamos como una mochila, guste o no. Y la conciencia de saber que, más tarde o temprano, vamos a morir.

   Sin pensarlo demasiado se internó por el portón del cementerio y placa en mano ordenó al empleado municipal llamar a la ambulancia mientras a toda carrera dejaba atrás el Panteón de los Héroes. Atravesó los portones subsiguientes hasta alcanzar la salida, cruzó la rambla observando a ambos lados, subió al murallón y creyó ver en la lejanía un sujeto escapando en dirección a la Ciudad Vieja.

   Se identificó y por el teléfono móvil solicitó de modo urgente una ambulancia a la Plaza Zitarrosa, después llamó a la Agencia dando el código rojo por el atentado del que fue víctima el agente 5129. Cortó e hizo un tercer llamado a su casa sin resultado, nadie atendió el llamado hasta que el contestador solicitó dejar un mensaje. Cortó.

   El hombre encendió un cigarrillo aunque en esas circunstancias hubiese preferido un coñac, sentado en el murallón con el bramido del mar a su espalda invadiendo los pensamientos entramados como la red de los pescadores, donde cada nudo daba cuenta de los hechos nimios o significantes que jalonaba los humanos días vividos.

   Sintió en la boca la acidez de la derrota.

   No por Lucero, porque gracias al muchacho había crecido con las dudas a flor de piel, con el desafío y búsqueda de resolver el misterio que con el paso del tiempo, se develó como el costado miserable y atroz de la política… cuando tanto yo como él éramos paridos en esta patria querida y maltratada. Los lejanos tiempos dantescos terminaron por hermanarlos, para ello sólo se necesitaba memoria y amor a la verdad.

   Una pitada del Marlboro azuzó la náusea por la hipocresía circundante, tan naturalizada en estos tiempos de la modernidad.

   Lo de Terciario era distinto, era su padre y sabíamos que estábamos, yo sobreviviendo a la culpa, estigma presente en cada sobremesa desde que tuve uso de razón, él sabiendo que estaba condenado a rendir cuentas como un criminal.

   ¿Se puede sentir náuseas por la mujer que se ama? La incomprensión del pasado por parte de Mariland la llevó al rechazo de los míos y a establecer una sutil línea divisoria con su esposo. A quedar presa del consumo compulsivo, del confort por las modas del confort, seducida no por su incondicional hombre, sino por adquirir la última novedad y las cuotas que se obligaba a pagar de por vida. Ella era otra condenada que para su desgracia arrastraba al niño cada vez más lejos del alcance del amor paterno.

   Aspiró profundamente el humo del cigarrillo en una bocanada con reminiscencias de oleaje y salitre, sensación de libertad recorriendo cada célula de su organismo, gozoso en la soledad dominante a esa hora apenas interrumpida por dos o tres personas que paseaban los perros en los fondos del cementerio.

   Tiró la colilla y se incorporó, el sol picaba, subió al murallón en un acto automático y enajenado, después empuñó la pistola automática y disparó.

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  Encendí un cigarrillo y escudriñé las manchas del techo, una de ellas con nitidez fotográfica, sin posibilidad de interpretación errónea, era mi perro, mi perro saltando.

   Me incorporé de la cama y eché un vistazo en la heladera, dos rebanadas de pan lactal enmohecido y media lata de energizante se destacaban en el gabinete frío y vacío. Más que suficiente, bebí y comí opíparamente hasta la última miga caída sobre el teclado de la computadora.

   Encendí otro cigarrillo y dejé llevar los pensamientos consustanciados con un cuerpo satisfecho, mientras tanto maduraba el texto de la nota. Me distraje, es cierto, evocando la espiritualidad  leve de los faquires hindúes hasta que tropecé recordando antiguas crónicas bizarras de hippies sudamericanos saturados de drogas y hambre de revolución.

   Días pretéritos que felizmente no conocí.

   Tendido nuevamente observé detenidamente las cambiantes manchas, llovía desde el mediodía, sin apuro de ninguna naturaleza surgió la mala idea de postergar hasta el infinito la nota requerida, bucee en las profundidades de mi mente hasta mandar definitivamente al carajo a Sánchez, entrecerré los ojos y no demoré en encontrar en un mosaico de manchas al perro…

   Al desgraciado perro que estaba… ¡copulando con Silvina!

   Setenta veces siete más uno, el pecado imperdonable.

   Aterrado por la visión me desmorono inconsciente, asfixiado  por una pesadilla que desprendiéndose del cielorraso  tomaba por asalto mi credulidad, mis sentimientos más puros. Entreabrí los ojos y me resultó insoportable escucharlos retozar gozosos entre las manchas de humedad.

   Silvina y Malevo no tenían perdón de Dios.

   Afuera arreciaba la lluvia.

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   Miré la hora, faltando cuarenta minutos para el encuentro con Antígona los nervios me consumían.

   Entré al bar y pedí al viejo mozo una coca con ferné.

   Faltando quince minutos para la hora convenida encaminé mis pasos hacia la Plaza Zitarrosa, el aire fresco del mar daba nuevos ímpetus a mi alicaído estado pretendiendo auto engañarme diciendo que estaba todo bien.

   La plaza verdeazulada y pequeña como una piedra semipreciosa se recortaba sobre las caleadas paredes del cementerio.

   Un ómnibus cruzó en dirección a Villa Dolores.

   Encendí un cigarrillo y al levantar la vista Antígona se acercaba con el niño tomado de la mano.

   Nos sentamos en un banco mirando al pequeño corretear de aquí para allá.

   El lugar rezumaba tranquilidad y costaba creer que hubiese sido el escenario de un infausto hecho que tuvo en vilo al vecindario.

   Después Antígona habló.

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   _ ¿Me cree si le digo que está plaza encierra dos misterios?

   _ A esta altura nada me sorprende, dije con una sombra de temor.

   _ Que simple es pensar en una familia típica, madre, padre, uno, dos hijos.

   _ Somos así… ¿o no? la interpelé inmerso en un mar de dudas, no sobre la familia tipo, aspecto que no me interesaba sino por el curso que tomaba la conversación.

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