LA OTRA ELECCIÓN Por Hoenir Sarthou/ Semanario Voces


El lunes, en el Paraninfo de la Universidad de la República, se realizo el debate sobre seguridad pública organizado por “Voces”, con la participación de todos los candidatos presidenciales, excepto Tabaré Vázquez, que ya había anunciado que no asistiría.
Como es sabido, las encuestas de opinión pública señalan desde hace años que la inseguridad es una de las mayores preocupaciones de buena parte de la población.
Eso ha determinado que los partidos y los candidatos más conservadores adoptaran el tema como central en sus campañas. Bordaberry, por ejemplo, con el apoyo decidido de Lacalle (padre) y el apoyo más tibio de Lacalle Pou, prácticamente edificó su imagen política sobre la idea de bajar la edad de imputabilidad.
Las críticas al desempeño del Ministerio del Interior y a la gestión policial han sido la música de fondo de la propuesta de reforma constitucional para bajar la edad de imputabilidad y han sido además una constante de las campañas de Bordaberry y de Lacalle Pou.
El debate del lunes no fue una excepción. Las intervenciones del candidato blanco y del colorado, aunque con matices apreciables, se centraron una vez más en los defectos de la gestión represiva del Estado, criticando en particular la gestión policial y el papel del Ministerio del Interior.
Las de los candidatos de la izquierda extrafrentista, y también la de Pablo Mieres, en cambio, incorporaron otros asuntos.
Apuntaron en general hacia las causas de la delincuencia. Es decir hacia el conjunto de factores sociales y culturales que determinan la proliferación de delitos y de delincuentes. Abordaron así, aunque tangencialmente, la crisis del sistema educativo, la ineficacia de las políticas sociales y la desigualdad que genera el modelo económico vigente.
De una u otra manera, durante el debate, resultó claro que los caminos para enfrentar a la inseguridad son más complejos y variados de lo que solemos creer.
Pero eso fue durante el debate, en el que todos los candidatos tuvieron oportunidad de intervenir y de exponer sus ideas durante la misma cantidad de tiempo, sin importar los votos ni las chances de llegar al gobierno que tuviera cada uno.
Todo lo contrario de lo que pasa durante la campaña electoral, en la que las posibilidades económicas y las chances electorales de los partidos determinan que las cosas se polaricen y sólo dos, o a lo sumo tres discursos electorales, publicidad y exposición mediática mediante, logren impactar con fuerza en la opinión pública.
Esa polarización hace que los temas pierdan profundidad y tiendan a discutirse en una lógica simple y binaria, del tipo: “baja de imputabilidad, sí – baja de imputabilidad, no”, o “tenemos el mejor gobierno de la historia – tenemos el peor gobierno de la historia”.
Las complejidades y matices de cada asunto se pierden en esa pseudopolémica simplificadora, demasiado interferida por los intereses y fanatismos electorales.
El tema de la seguridad pública es un ejemplo casi perfecto de lo que afirmo.
Para empezar, porque se tiende a recortarlo del resto de la realidad, como si la delincuencia y la inseguridad fueran un fenómeno aislado e incausado.
¿Alguien cree realmente que los delitos aumentan porque cada día nace más gente genéticamente mala y antisocial? ¿O que eso se detendrá porque se condene a las personas como adultas a los dieciséis años en lugar de a los dieciocho?
Creo que ni Pedro Bordaberry, ni el más fanático de sus seguidores, pueden, en su fuero íntimo, cuando meditan a solas, lejos de tribunas y de micrófonos, creer en eso.
La delincuencia “chica”, esa que nos acosa día a día con arrebatos y rapiñas, e incluso la que conforma los niveles más bajos de la distribución de drogas, no comienza con la decisión individual de un muchacho de convertirse en delincuente.
Por el contrario, es el resultado de un largo proceso de desintegración social que ha llevado a que, para muchos miles de jóvenes, el delito sea un camino natural, que han visto seguir a sus padres, hermanos mayores y vecinos.
Es consecuencia de un sistema educativo que no logra retener a más del sesenta por ciento de los muchachos, de un modelo económico que ofrece a la mitad de los trabajadores trabajar ocho o más horas para vivir con sueldos inferiores a $15.000, es producto de que en los asentamientos, y también en muchas viviendas regulares, falten elementos imprescindibles para una vida digna. Es consecuencia de un país real, que no es el que nos muestran las estadísticas económicas. Y es también consecuencia de un problema cultural, de muchas vida –no siempre materialmente pobres- sin horizontes de realización personal, o en las que el único horizonte es comprar, o conseguir de cualquier modo, el último modelo de celular o de championes ofrecido por la publicidad y fugarse de la realidad con alcohol o estupefacientes.
La inseguridad, entonces, no es un tema en sí mismo. Y mucho menos es sólo un asunto de eficiencia o ineficiencia policial.
Es el resultado de un enorme fracaso social en la tarea de presentarles a los jóvenes una vida que tenga sentido.
La pobreza, la ignorancia, la humillación, el aburrimiento, la baja autoestima, la falta de compromiso con lo colectivo, la confusión entre “ser” y “tener”, la ausencia de modelos de adultez estimulantes, la inexistencia de una tarea –estudio, trabajo- socialmente valorada, en suma: la falta de horizontes, es el caldo de cultivo de la delincuencia.
Eso nos lleva a algo que parecen no querer entender los responsables de las políticas sociales: la autoestima y el horizonte vital no se construyen con cosas que nos sean dadas. Los seres humanos sólo podemos sentirnos orgullosos de aquello que hacemos o logramos con nuestro propio esfuerzo. Porque el camino para lograr algo es más valioso que el logro. Es el esfuerzo y el amor puesto en la tarea lo que vuelve valioso lo obtenido.
Por eso, una política social efectiva no es la que proporciona cosas, sino la que crea las posibilidades para que cada uno logre por sí mismo lo que necesita o desea.
La diferencia puede parecer insignificante, pero no lo es. En el fondo, toda verdadera política social es una tarea educativa. Debe ofrecer los medios materiales, pero sobre todo debe enseñar a utilizarlos, a esforzarse para merecerlos, para conquistarlos y para no depender de ellos en el futuro. En eso se diferencia de la caridad.
¿Algo de eso se dice en el debate público respecto a la baja de la edad de imputabilidad?
Muy poco. Lo usual es que los partidarios de la reforma afirmen que bajando la edad de imputabilidad se controlará a los delincuentes o se los sacará de circulación antes. Y que los opositores a la reforma, en general oficialistas, digan que ésta será inútil e intenten conmover el alma de los votantes diciendo que “ser joven no es delito”.
Claro que ser joven no es delito. Y claro que bajar la edad de imputabilidad no resolverá el problema. Pero, ¿qué se propone como alternativa ante el aumento de los delitos? ¿Agitar estadísticas sobre la supuesta reducción de la pobreza? ¿Las palizas y violaciones a los derechos fundamentales de los menores de edad que se practican en el SIRPA? ¿Hacer como si la deserción del sistema educativo no existiera? ¿Fingir que no vemos al ejército de gurises y no tan gurises que deambulan día y noche por la calle, pidiendo dinero, fungiendo vagamente de cuidacoches y durmiendo en los portales de los edificios?
El debate del lunes tuvo la virtud de que se oyeran otras voces, usualmente ignoradas, que apuntan a bucear un poco (habría mucho más para bucear) en las causas y en las verdaderas soluciones del problema de la delincuencia.
Fue una experiencia extraña, porque la lógica electoral, tal como está planteada, y el papel que en ella juegan los medios de comunicación, el dinero necesario para contratar publicidad en ellos y la lucha por el “rating”, nos imponen la simplificación y el empobrecimiento de los debates públicos.
Es un tema sobre el que habría que reflexionar ahora. Y quizá legislar después, pasada la fiebre electoral.
A menos que estemos de acuerdo en que el dinero y la fama, operando sobre los medios de comunicación, continúen determinando los temas de discusión y simplificando los análisis y las propuestas que podemos oír.

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