MINISTROS / Por Hoenir Sartou / Semanario Voces


“Todas las cosas derechas mienten, murmuró con desprecio el enano. Toda verdad es curva, el tiempo mismo es un círculo.”.
(Friedrich Nietzsche, “Así habló Zaratustra”)

El pasado martes, aún no bien extinguido el tibio fuego electoral del balotaje, se conocieron los nombres de los futuros ministros y subsecretarios que integrarán el gobierno de Tabaré Vázquez.
¿Cómo decirlo? Salvo por unas pocas figuras relativamente nuevas, la sensación es la de un regreso al pasado, aderezado con toques de continuidad. A los Astori, Bonomi, Fernandez Huidobro, Aguerre, se sumarán figuras “del riñón” tabarecista, que estuvieron cinco años en el “freezer” y reaparecen ahora, contribuyendo a la sensación de que el tiempo en el Uruguay es circular y gira sobre sí mismo, trayendo una y otra vez los mismos nombres, las mismas caras y las mismas voces.
Algunas conversaciones con amigos oficialistas me dejaron la impresión de que incluso ellos estaban sorprendidos por la excesiva previsibilidad de las designaciones. Como si hubieran esperado que Tabaré, contra todo pronóstico, los asombrara con novedades.
¿Tienen mis amigos oficialistas derecho a sorprenderse? ¿Era esperable otra cosa a la luz de los resultados electorales?
Responder a esa pregunta requiere interpretar previamente los mensajes electorales emitidos por la ciudadanía a lo largo de este año.
Ante todo, cada nueva elección confirma un dato esencial: el país, electoralmente, está dividido en dos mitades. Una mitad apoya casi incondicionalmente al Frente Amplio, y otra mitad (o casi) se le opone. Sin embargo, el eje de esa división es el propio Frente Amplio. O sea: una mitad del país está unida por su apoyo al Frente, en tanto la otra mitad está desunida pese a su común rechazo al Frente. La diferencia no es menor. Porque algunos de quienes no votaron al Frente lo hicieron por sentirse blancos, otros por sentirse colorados, o independientes (en el sentido de “mieristas”), así como hay quienes no lo votaron por discrepar con su gestión, o por considerarlo muy izquierdista, o demasiado de derecha. Lo cierto es que, por distintas razones, casi medio país no votó al Frente.
Cabe preguntarse si la otra mitad, la que sí lo votó, emitió algún mensaje que no fuera el apoyo liso y llano.
Si consideramos al ciclo electoral como un proceso que arranca con las elecciones internas, puede decirse que el Frente arrancó en lo que no era su mejor momento. Tal vez porque estaban muy frescas las crisis de PLUNA y de ASSE, y los debates generados por ciertos proyectos de ley (megaminería, responsabilidad penal empresarial), a mediados de este año el Frente pasaba por lo que parecía su etapa de menor popularidad. Las encuestas indicaban el crecimiento de Lacalle Pou frente a Larrañaga, situándolo como un candidato con posibilidades presidenciales, y entre la gente de izquierda cundía el desánimo y la duda sobre si votar a Tabaré, abstenerse, votar simbólicamente en blanco, o apoyar la candidatura de Constanza Moreira como alternativa a la de Tabaré.
Los resultados de las internas confirmaron ese clima. Alta votación de Lacalle Pou, relativamente baja votación del Frente, y, dentro de ella, considerable apoyo para la candidatura de Constanza.
Así las cosas, parecía que el Frente perdería en octubre la mayoría parlamentaria y que incluso el resultado final de noviembre podría ser dudoso.
Sin embargo, en octubre se produjo una sorpresa, cuando el Frente votó bastante por encima de lo previsto por las encuestas y retuvo la mayoría parlamentaria. El fenómeno se ratificó el pasado domingo, cuando la fórmula Tabaré-Sendic logró superar con aire el 50% de los votos.
¿Qué ocurrió entre las internas y la primera vuelta electoral de octubre? ¿Cómo se explica el vuelco de la intención de voto? ¿Qué mensaje contiene la alta votación al Frente en octubre y en noviembre?
Salvo que se quiera sostener que la población del Uruguay es incoherente, el resultado electoral no debe ser interpretado como expresión de una plena satisfacción con la gestión de gobierno del Frente. Muchos datos así lo indican: la aparición de Constanza como candidatura alternativa a la oficial; la baja participación de los frenteamplistas en las internas; el rechazo generalizado a la consigna de “Vamos bien”, con la que Vázquez intentó iniciar la campaña; las quejas notorias por temas como la seguridad pública y la enseñanza; la elevada intención de voto en blanco o anulado hasta poco antes de octubre; y –sin perjuicio de lo discutible del tema- los números que daban las encuestas en base a datos de pocos días antes de la elección.
Una hipótesis atendible es que durante la campaña para la elección de octubre se dispararon fenómenos políticos y psicológicos que no se explican por motivos puramente racionales.
El más importante puede haber sido el temor a una desmejora de la situación económica y social. De alguna manera, en el inconsciente colectivo uruguayo parece haberse instalado una asociación entre los partidos tradicionales y la crisis económica de 2002, al tiempo que se asocia al gobierno del Frente con la etapa de prosperidad económica que siguió a la crisis, en buena medida debido a la suba del precio de los productos que Uruguay exporta. A eso se suma que, en base a los consejos de salarios y a las políticas sociales aplicadas, parte de ese aumento del ingreso benefició a los asalariados más organizados y a los sectores más carenciados de la sociedad.
Durante la campaña electoral, el temor al regreso a situaciones de miseria propias de la crisis y a la interrupción de las políticas salariales y sociales jugó a favor del oficialismo. Las promesas de la fórmula blanca, de no interrumpir las políticas sociales, no fueron creídas y eso pesó mucho en el resultado electoral.
El hecho de que la fórmula blanca no tuviera posibilidades reales de ganar las elecciones en primera vuelta (nunca pasó en las encuestas del treinta y pico por ciento de intención de voto y nunca superó al Frente) fue superado por un temor casi irracional al triunfo de “los rosaditos”. Así, gente que estaba desconforme con el partido de gobierno, ya sea por el modelo macroeconómico aplicado o por los defectos de la gestión de gobierno, optó por votar al oficialismo como “lo menos malo”, para conjurar “el retorno de la derecha”.
La campaña electoral del Frente incentivó ese temor, pintando a las fórmulas blanca y colorada como “la derecha más rancia de la historia del país”. Aunque, en realidad, probablemente, ninguna de las dos fuera la expresión más conservadora o reaccionaria que han tenido los partidos blanco y colorado en su historia.
En definitiva, en los grandes números, se impuso la visión catastrofista, según la cual la elección era un duelo mortal entre “la derecha más rancia de la historia” y “la izquierda progresista”. Lo que prometía ser una integración parlamentaria más distribuida quedó en una nueva mayoría oficialista y el ajustado duelo final de la segunda vuelta se convirtió en un día de campo para la fórmula frenteamplista.
¿Que consecuencias traerá lo ocurrido?
La más notoria es el establecimiento de cierto clima de intolerancia en la vida nacional. Intolerancia que no afecta sólo a la relación de los frenteamplistas con los blancos y los colorados, sino también a la relación de muchos frenteamplistas con quienes hicieron otras opciones y votaron al Partido Independiente, o a alguna de las propuestas de izquierda no frenteamplista, o votaron en blanco o anularon el voto.
La segunda consecuencia es que, aunque tal vez no fuera la intención de quienes votaron al Frente como “lo menos malo”, el resultado puede ser leído por el oficialismo como una aprobación incondicional de todo lo actuado y como un cheque en blanco para la futura gestión. La indiscutida y rápida confirmación-designación de ministros puede ser el primer ejemplo de esa lectura. Probablemente, un resultado más magro en la primera vuelta habría relativizado el apoyo y obligado a la conducción del Frente a adoptar una actitud más autocrítica. Pero no fue lo que ocurrió y hay que aceptarlo.
Afortunadamente, la política no se agota en las elecciones.
Pasado el fervor un poco irracional que rodea a los pronunciamientos electorales, puede ser el momento de volver a discutir públicamente los caminos que seguirá el país. Hablo de ese debate público que se da a través de la prensa y de las redes virtuales, en los lugares de trabajo, en los boliches y en los barrios. Esas vías a menudo informales por las que los ciudadanos podemos informarnos y hacer circular nuestra opinión sobre los temas que importan, como el modelo económico, la enseñanza, la seguridad y el manejo del Estado.
La democracia no es cuestión de un domingo cada cinco años. Se construye día a día en nuestras cabezas y en nuestros diálogos.

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