El Crimen de la Plaza Zitarrosa / penúltima entrega. Por José Luis Facello

 Cuando fue despedida sin causa, la muchacha sabía las dificultades que se avecinaban. No sería fácil encontrar un empleo, nunca lo fue, menos entonces.

   El gobierno militar restringía o eliminaba, una a una, las causas reales o supuestas que se interpusiesen al mandato de naturaleza cuasi divina. Los derechos más elementales caían bajo el imperio del autoritarismo, las persecuciones a los disidentes se sumaban a diario, mes a mes restaban los empleos, las familias se dividían al multiplicarse los migrantes por causas económicas. Era la aritmética imperante.

   Y los hechos bárbaros cometidos en nombre de la Libertad…

   Seguía sin saber nada de Melina, la compañera de la Sección D detenida a dos cuadras de la fábrica hacía casi tres meses.

   Ella entraba en el cuarto mes de embarazo y los temores iban dominando su cuerpo enflaquecido. Sentía que una fuerza invisible la zarandeaba como una chalana en medio de la bahía, sin lograr el equilibrio necesario para que los suyos no lo advirtiesen y se intranquilizaran.  Edison, su esposo, estaba preocupado con el devenir de las horas, los rumores y las últimas noticias no ayudaban y la pequeña e inocente niña, a su modo nos interrogaba con mirada suplicante.

   Conoció el miedo y la congoja fue apoderándose de sus sentidos.

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   _ ¿A dónde te ha llevado la investigación sobre Camilo?

   _ No puedo ser categórico en la respuesta porque tengo dos hipótesis.

   _ Te escucho, dijo mirándome mansamente a los ojos.

   _ Una, un atentado pasional alimentado por los celos… una venganza clásica. El padre o el hermano que hacen justicia por mano propia con el innoble sujeto que abusa de la muchacha.

   Observé de reojo la impresión que mis palabras habían causado en la mujer.

   Sonrió enigmáticamente.

   Quizá, la vendedora de libros también los leía, como para sospechar que más que una hipótesis sesuda se trataba de un burdo plagio al teatro isabelino.

   Dos, dije mientras  observaba con desconfianza el paso de una motocicleta por Gonzalo Ramírez, la sana competencia desatada entre miembros de los servicios de seguridad y vigilancia con el afán de protagonismo manifestado sin medir los medios, asumiendo con naturalidad una cuota de violencia acorde a los nuevos tiempos. Violencia latente en los “barras bravas”  de los estadios, en los fanáticos lidiando en los aledaños de las canchas de basquetbol o las riñas entre doctores en los pasillos del Palacio Legislativo bastaban como manifestaciones sintomáticas de la intolerancia ciudadana.

   Sino, la puja dirimía las partidas del presupuesto asignados a los programas de Seguridad Total Global (GLOTOS), partidas de fondos directamente relacionadas con las horas extras de los funcionarios o las misiones especiales como en Haití… o cualquier parte del mundo.

   _ Creo que has dado en el clavo sobre las posibles  causas del hecho… pero no sobre el trasfondo.

   Por primera vez  miré a la mujer de pies a cabeza,  visiblemente alterado por el fastidio que su agudo comentario había logrado producir, pero desistí del enojo al comprender que Antígona tenía algo importante en mente. La dejé hablar.

   _ Lo tuyo no está mal…

   _ Si claro, pero lástima que soy tan joven.

   _ ¿Tomamos una cerveza?

   _ Sí, cla…ro, alcancé a balbucear.

   _ Mientras yo miro a Segundo, vos ¿irías al quiosco, allí nomás? dijo mientras le daba un billete.

   Amoroso caminó en dirección al quiosco, le pareció ver el Mercedes estacionado sobre Aquiles Lanza como escuchar el rugido característico de una moto de alta cilindrada, instintivamente dirigió la mirada al solitario árbol y al banco donde la mujer fumaba plácidamente mirando jugar al niño.

   Suspiró, todo bien.

   No tardó en regresar con una cerveza bien fría.

   _ ¿Cómo dijiste que se llama el niño?

   _ Lucero como el padre…

   _ …

   _ Segundo Lucero.

   _ Dijiste ¿Segundo Lucero?, afirmando de alguna manera no comprender.

   _ …

   La mujer distrajo un instante de su atención abocada a las correrías del niño con  mirada serena detrás de los lentes con armazón celeste.

   _ La casa de Palmar encerraba asuntos velados, uno como vos sabes, era el consultorio en cuanto a algunas de las prácticas clandestinas. El otro, fue la llegada del bebé a la casa.

   _ ¿Qué querés decir?

   _ Eso simplemente, Giuliano no era hijo del médico y su mujer, fue adoptado si se puede llamar así.

   _ ¿Un niño adoptado?

   _ Bueno… adoptado de forma ilegal.

   _ Enseguida regreso, murmure dirigiéndome al quiosco trastabillando, no fruto del mareo atribuido al malcomer como anonadado por la conversación que introducía nuevos elementos a un caso que si no complicado, conjugaba ribetes marginales, antisociales.

   Entonces recapitulé, ahora resulta que Giuliano fue un nombre más en la vida de Camilo Muros. ¡Pobre tipo!

   _ Explicame de una vez, exigí al regresar con otra cerveza.

   A ver si entiendo, el médico o su mujer aprovechando la consulta de las mujeres embarazadas, algunas al borde de la desesperación… el médico o su mujer por alguna razón no eran fértiles… y compraron un bebé a poco de nacer.

   _ Eso es lo que argumentaron en su defensa.

   _ …

   _ Desear tener un bebé y buscarlo sin desmayo debe ser una circunstancia dolorosa, en ese sentido, el amor de una pareja deseando un hijo podría, en caso de no prosperar el trámite de adopción legal, llegar al desatino de comprarlo.

   Encontrar a alguien, que por el motivo que fuere, esté dispuesto a entregar de buena fe a su hijo para la crianza.

   _ Eso es repudiable, se llama trata de personas.

   _ No necesariamente si no existe una organización para tal fin, te digo que es una práctica bastante difundida entre los pobres. La cultura del padrinazgo…

   _ No se… ni lo que pretendes decirme.

   _ Eso, muchos adultos para los que no existen las estadísticas han sido criados por padres de corazón, recibiendo amor y cuidados como cualquier otro niño.

   _ La diversidad… en este caso del grupo familiar.

   _ Nada que inventar, existe desde siempre… solo que ahora cobra forma y es visible, despojada de prejuicios y supuestos estados pecaminosos.

   _ Volvamos al principio, Camilo no es Giuliano ni éste es Camilo.

   _ Así es, es como vos decís.

   Está refrescando, dijo la mujer observando los nubarrones que provenían del mar.

   ¿Te parece bien si nos vemos aquí el jueves?

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   Al quinto mes de embarazo partieron en el mayor de los sigilos hacia la Argentina.

   Y allí permanecieron, dudando, precavidos y sorprendidos como todo migrante con “visa de turista”. Se alojaron en una pensión de la calle Moreno en pleno barrio Monserrat. Edison consiguió trabajo en un taller mecánico a media hora de viaje en subterráneo. Ella cuidaba a la niña mientras planchaba y empaquetaba camisas por tanto.

   Al octavo mes de embarazo discutieron si era conveniente o no, práctico y seguro cruzar el río para tener al bebé en el país de las cuchillas.

   _ Mi hijo será uruguayo como nosotros, dijo ella con orgullo patrio.

   Posteriormente, analizaron entre mate y mate si emprendían todos juntos el viaje o solamente ella. Dos cuestiones incidían en la decisión, una, el dinero necesario considerando el viaje y los gastos del nacimiento, y la otra referida al trabajo de Edison. El sueldo y horas extras era una fuente de recursos que convenía cuidar, máxime, considerando que la estadía como turistas no daba derecho a realizar actividades remuneradas.

   Una semana antes de la fecha estimada del parto, la joven mujer traspasó la planchada y embarcó en el Vapor de la Carrera, acompañada por la mirada confiada de Edison que la saludaba desde el muelle con la niña abrazada a su cuello.



   Abril fue detenida y demorada ni bien puso pie en el puerto montevideano.

   Una semana después tuvo un niño en cautiverio a quién llamó Lucero.

   La abuela materna emprendió viaje a Buenos Aires a por su nieta.

   La niña aguardaba con extrañeza al cuidado de la patrona de la pensión.

   Edison había corrido la misma suerte que Melina.

   Terciario entregó el niño sin nombre al médico de la calle Palmar.

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   _ Aquél es el árbol.

   Camilo había tenido una semana difícil es sus rutinas de vigilancia, con virulencia inexplicable el hall de la Terminal y los pasillos del shopping se habían convertido en lugares donde gente de aspecto intachable, que bien podrían ser viajantes de comercio, o maestras jubiladas, o estudiantes universitarios entablaban tratos de ocasión, pero estos personajes esperaban el momento ideal para abordar a los incautos recién llegados a la capital haciéndole proposiciones de variado calibre.

   Camilo confirmaba mis sospechas de que algo andaba mal cuando desde la librería observaba situaciones raras, con una dosis de puesta en escena pero sin alcanzar a comprender la totalidad, dado que solo veía a las personas gesticulando detrás del vidrio y sin poder escuchar más que la tediosa música acompañante de todo centro comercial que se precie.

   En realidad no escuchábamos nada pero éramos testigos de la gestación de pequeñas estafas propias de cuenteros, la clásica oferta de emplearse en una casa decente, tanto como ser socio de un negocio exitoso cuando en realidad el trasfondo era la prostitución y el tráfico de drogas, si no trabajos por encargue como el seguimiento en casos pasionales o un vulgar ajuste de cuentas.

   Aquella tarde acordamos salir juntos. Camilo necesitaba cambiar el clima opresivo que implicaba el seguimiento del público a través de los monitores o tratar con personal contratado, unos eternos desconocidos que rotaban mes a mes de un lado a otro sin arraigo en ninguna parte. Entonces caminamos cuadras y cuadras al azar hasta que dimos con la plaza y la brisa que soplaba de la rambla.

   Nos sentamos a la sombra del árbol y charlamos y bebimos cervezas en medio de un ambiente aislado y cálido ideal para los enamorados. Tocábamos la felicidad con la punta de los dedos, yo tenía algo íntimo y revelador para contarle, pero Camilo se adelantó y entonces abrió el corazón dispuesto a compartir su propio estado de felicidad.

   Después de tantos enredos parecía que el derrotero de su imprevisible vida comenzaba a tender a un nuevo equilibrio; me decía entusiasmado que tenía un trabajo y ahorros, documentación en orden y por sobre todo, sentía que yo soy la mujer de sus sueños.

   ¿Qué más podría desear? me dijo satisfecho.

   Pero eso no era suficiente para él como supe a poco de conversar.

   Hay más y no lo vas a poder creer, me dijo super excitado.

   Lindolfo, el policía, en el último encuentro había aportado nuevos datos, valiosos después de años de febril investigación que obviamente conmovieron a Camilo.

   En primer lugar recuperó su verdadero nombre.

   En segundo lugar, tenía madre y hermana. No las conocía personalmente, pero a partir de la información de Lindolfo vivía intensamente y hasta de modo contradictorio algo que, más que esperado había soñado. Encontrarse con su verdadera madre…

   ¡Se lo veía tan feliz!

   De su madre había recuperado el nombre, de la hermana ni siquiera eso.

   Fui por otras cervezas, el atardecer en ese tranquilo rincón de la ciudad incitaba al goce, a vuelta del quiosco yo lo sorprendería con lo que tenía para contarle.

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   El jueves fumaba al pie del árbol a la hora convenida.

   Diez minutos después llegó Antígona, esta vez sola, rezongando por la demora de un viaje en ómnibus complicado por las calles atestadas de automóviles.

   El niño había quedado en la casa al cuidado de Camilo.

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   La madre del niño de la casa de Palmar había sobrepasado las treinta semanas de embarazo y no atinaba a tomar una decisión sobre el lugar del alumbramiento. Edison, su compañero, consideraba bueno lo que ella considerara bueno, a sabiendas que las cosas no eran fáciles porque no contaban con suficiente dinero; el medio no era hostil pero amedrentaba como toda gran ciudad hace con los pobladores y más si son migrantes.

   Transcurrieron algunos días de indefiniciones y postergaciones, descartaron que pudieran viajar los tres porque era un gasto imposible de afrontar. Edison tenía un trabajo pero era nuevo en la empresa y no había mucho margen para faltar unos días, en resumen, o viajaba o conservaba el empleo; convenció definitivamente a su mujer cuando le dijo que había hablado con la encargada de la pensión y ésta respondió que gustosa cuidaría por unos días a la niña, hasta tanto él regresase al finalizar la jornada.

   Así las cosas, ella llamó por teléfono a su madre para contarle las novedades, su hijo sería uruguayo como sus padres y los padres de sus padres. Preparó el bolso faltando dos o tres días para la fecha del parto, subió la planchada del buque escuchando la algarabía de la muchedumbre arremolinada en los muelles, extendió la mirada sobre el río salpicado por las luces de la ciudad. Cuando soltaron amarras saludaba con el brazo en alto a Edison y la niña inmersos en un mar de gente. El viento nocturno y frío arreciaba tanto como para retener las lágrimas que rodaban por sus mejillas.

   Al amanecer la bahía rezumaba celeste, añiles y rosados.

   El tono de la voz de Antígona se quebró virando a grave y cuando las manos pretendieron disimular el llanto las lágrimas ya caían sobre su regazo.

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  La nave demoró la maniobra de atraque con la impronta de las prácticas marítimas.

   La embarazada descendió por la planchada y para entonces en el muelle ya estaba tendida la celada de la policía secreta.

   Pesaba sobre la joven mujer haber sido delegada de fábrica.

   Corrían tiempos negros y eso era suficiente para quedar a disposición del gobierno sospechada hasta se materializase algún cargo por actividades ilícitas y antisociales.   

   Parió un niño en cautiverio a quién en la penumbra de la celda llamó Lucero.

   Una semana después, el bebé fue llevado por el policía Terciario a la casa de Palmar.

   La abuela recogió a la niña de la pensión y cuidó de ella hasta el añorado regreso de la hija y su yerno a la casa. 

   Tres años más tarde la joven mujer recuperó la libertad libre de culpa y cargo.

   Edison engrosó la lista de uruguayos desaparecidos en Buenos Aires.

   Al ocupar la recién llegada la silla vacía, todos lloraron y rieron sin poder conjugar alegrías y pesares por tanto tiempo contenido.

   _ Me cuesta creer que tantas vidas hayan sido truncadas por los violentos.

   _ ¡Decímelo a mí!

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