El Crimen de la Plaza Zitarrosa- Capítulo final / Por José Luis Facello


Las cervezas refrescaban nuestras cabezas que funcionaban a mil porque las ilusiones semejaban un cielo diáfano, abovedado y pletórico de brillos, pero en cambio la conversación tumultuosa, densa como la Vía Láctea, no hacía otra cosa que obnubilar cualquier entendimiento o razón. No era ya, haber encontrado las piezas faltantes para concluir el juego sino haber descubierto un puzle interminable que consumía a quienes, consustanciados con sus reglas o partícipes involuntarios, encajaban una pieza en otra sin destino cierto, no tanto para convertirse en ganadores o perdedores como de comprender que se les había ido la vida en ello.
   Me pasó a mí.
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   Recuerdo a mi madre dueña de silencios insoportables que impregnaban cada rincón de la pieza, inmóvil, con la mirada perdida frente a los recortes de periódicos viejos buscando a cada renglón las claves que ayudasen a despejar misterios, incertidumbres alimentadas por mentiras o enterarse de veladas traiciones que costaban creer.
   Cuando la internaron por primera vez en el hospital neuro-siquiátrico yo tenía diez años y allí comprendí que era el aislamiento, no hablo de ella, cuento cuando una pátina de palabras mínimas y expresiones oscuras de los mayores me condujeron a la mayor de las incomprensiones, al alejamiento del mundo tangible y el ingreso a un territorio inasible, sin arriba ni abajo, sin estrellas señeras, sin el poster de Fredie Mercury.
   Fue cuando repetí quinto y al año siguiente ni siquiera me importó.
   No perdí la esperanza y mi madre tampoco, ella volvió y nos fuimos a la pieza a recomenzar. Se la veía muy delgada, de movimientos torpes y dueña de la tranquilidad artificial que proporcionan los sicofármacos. Comenzamos por tomar mate y prosear, eso nos fue curando.
   Mi papá era un recuerdo borroso de una niña de tres años y para mi madre, la última mirada al compañero que se empequeñecía a medida que el vapor se alejaba del muelle y penetraba en el río nocturno. Con esas imágenes se alimentaba la espera, la esperanza.
   Pero la herida insana nos acompañaría mientras duró lo inentendible, el robo de mi hermanito, que cuerpo puede soportar la carga de tamaño desatino sino buscando algo en que creer fervorosamente, en que aferrarse, un dato, un expediente o un dios. O renegar, o maldecir de las pocas o muchas creencias inculcadas.
   Me pasa ahora.
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   A medida que Camilo sembraba palabras al viento, eufórico, con una reivindicación inconsciente que se materializaba después de un tiempo inconmensurable, de la que surgieron su propio nombre y el de su madre. Nombres musicales semejantes a la lluvia sobre los techos anunciando el fin de la sed.
   Para mí en cambio, una vez más se abría la puerta de la incertidumbre asomando la sonrisa y la congoja.
   _ Mi verdadero nombre, el que me dio mi madre, dijo él con orgullo, es Lucero.
   El nombre de mi madre es el más hermoso y breve: Abril.
   Algo parecido a un rayo me encegueció y caí desvanecida.
   Cuando me reanimé, Camilo insistía que estaba todo bien mirándome con ojos desorbitados.
   _ No pasa nada flaca, me dijo.
   _ Camilo amor… pasa que somos hermanos.
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   Un tiempo después, inmedible, infinitesimal, Camilo yacía herido al pie del árbol luciendo la mejor sonrisa que permitía la precaria situación.
   _ Amor ya fueron por ayuda, ¡no me dejes por favor!
   Él sonrió con mirada perpleja.
   _ Tengo algo para decirte, dije con una mueca de felicidad, estoy embarazada.
   _ Los quiero a los dos, balbuceó mientras crecía el ulular de las sirenas.
   _ Si es varón se llamará Segundo Lucero, dije sintiéndome estúpida.


7.
La humedad del techo había retrocedido, en gran medida porque no había llovido en las últimas semanas, a cambio, en algunas partes comenzaban a proliferar colonias de hongos blancos o cobrizos. La variación cromática abría nuevos telones a la imaginación, dando paso a seres monstruosos y atemorizantes como toda cuestión vinculada a lo desconocido.
   Los golpes en la puerta me sobresaltaron.
   Salté de la cama empuñando el revólver y me acerqué a la puerta con precaución.
   _ ¿Quién es? dije con un hilo de voz.
   _ ...
   _ ¡Quién es! repetí con simulada firmeza.
   _ Soy la vecina del dos.
   Entreabrí la puerta. Frente a mí la mujer del dos, añosa y arrugada, con el pelo y la piel agrisada, me observaba con los ojos otrora celestes.
   _ Buen día, disculpa la molestia, dijo de modo calmoso.
   _ Está bien… usted dirá.
   La mujer pispió a uno y otro lado del pasillo, detuvo un momento la mirada en la escalera en penumbras mientras se frotaba las manos.
   _ Vengo a pedirte un favor, dijo bajando la voz, necesito que me acompañes al sótano… me cuesta ir sola desde que mi hermana Doris partió.
   _ ¿Ir al sótano?
   _ La caldera no está funcionando bien…
   _ Señora, hay una equivocación, yo soy periodista y no sé nada de calderas.
   _ Tú no te preocupes, es sólo mirar el nivel de fueloil insistió, a mi edad no veo bien.
   El muchacho sintió un estremecimiento, quizá atribuible a la inesperada visita o como un síntoma del malcomer,  aunque pensándolo bien,  recordó a las dos mujeres descendiendo al sótano con velas y botellas con agua en más de una ocasión. El comentario insidioso decía que las viejas del dos practicaban ritos secretos. Pero, al respecto, los vecinos más viejos del edificio optaban por negar con la cabeza y recogerse en silencio.
   El edificio de tres plantas, construido en los años cuarenta por los albañiles de la “Constructora Pupo & Masselo” destacaba a poco de entrar una escalera en caracol de mármol blanco y barandas de hierro forjado, resaltando el piso del hall central, circular y decorado con equilibrada simetría bajo un tragaluz de vidrios esmerilados. Con el paso de los años fue perdiendo su magnífico porte para ceder a las degradantes manchas de humedad y la rotura de cañerías, oscurecido por la pintura envejecida y las luces de voltaje mínimo, a cada anochecer saturado por el olor a sopas y frituras se respiraba a rancio acentuando el ambiente mustio, como sus dueños, en tanto el frente resaltaba adornado por los pintores de grafitis.
   _ Seguime, ordenó la mujer bajando a tientas la escalera.
   Demoré unos minutos en acostumbrarme a la oscuridad reinante, estrecho como la sala de máquinas de los viejos barcos se veían cañerías por doquier y sombras de extraña geometría se proyectaban alterando el plano de las paredes, el piso encharcado por las filtraciones subterráneas olía a podredumbres salobres, en tanto, la débil corriente de aire limpio removía el humo con resabios a parafina.
   En un rincón descubrí la mesita, las velas encendidas y un vaso con agua. Me invadió un insano temor al tiempo que vi los retratos de las dos mujeres.
   _ Esa es mi hermana Doris cuando era joven, dijo la mujer mirando la fotografía con devoción.
   Guardé silencio y me costó reconocer a la mujer, joven y lozana, que vivió en el edificio hacía no tanto.
   _ ¿Y esa? Pregunté señalando el otro retrato.
   La mujer permaneció inmutable, agrisada por los recuerdos recién habló cuando pudo ahogar las ganas de llorar.
   _ Ella es mi sobrina, la hija de Doris…
   Me arrepentí de invadir sin querer la región de los sentimientos íntimos, pero ya era tarde.
   _ Trabajaba en la Intendencia, una buena chica, dijo regalándome una dulce mirada. Una madrugada golpearon a la puerta de nuestro apartamento, a Doris y a mí dos tipos nos obligaron a prepararles café; a mi sobrina los otros dos la trajeron al sótano, ella nunca dijo nada pero la llenaron de cardenales por todo el cuerpo.
   Esta vez, la anciana me miró ausente.
   _ Una chiquilina de tu edad manoseada y violada por esos degenerados.
   No supe que decir ni que estaba haciendo en ese maldito lugar, no sabía que pretexto esgrimir para escapar a mi apartamento. La mujer me miraba de modo extraño mientras encendía un cigarrillo y me convidaba.
   _ Gracias, fue lo único que atiné a decir.
   _ Perdona el engaño… con la caldera hace veinte años que me arreglo sola desde que murió mi esposo, buen mecánico naval y bebedor empedernido, fue un ardid para hablar a solas. En este edificio, dijo mirando la escueta entrada del sótano, siempre hay alguien escuchando… ¿Comprendes?
   _ No entiendo de qué quiere hablar ni si me incumbe.
   _ ¡Claro que te incumbe! Mi sobrina a poco de sobreponerse al repudiable abuso se fue con lo puesto a Buenos Aires.
   La miré sin entender, salvo como un episodio más de la violencia, rémora de los lejanos años negros.
   _ No supimos nada de ella hasta hace seis meses.
   _ Disculpe señora, sigo sin entender.
   _ De ti depende, confío en tu persona y el pertinaz olfato de un periodista de investigación.
   _ Disculpe señora, pero… tengo mucho trabajo, mentí recordando que Sánchez había sucumbido a las artimañas de su sobrina y “Calles de Nadie” era a esa hora un emprendimiento fracasado.
   _ Te explico, no tuvimos noticias de ella desde que se marchó… pasaron más de treinta años y ahora mi sobrina habría aparecido en la ciudad de La Plata, dijo con los ojos enrojecidos. Necesito que vos hagas algo, no por mí sino por ella.
   _ ¿De qué está hablando?
   _ De llevar un mechón de pelo y entregarlo al equipo de antropólogos forenses en Buenos Aires.
   _ Entonces su sobrina…
   _ Sí, dijo con una luz de esperanza.
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   El sol del mediodía invadió la pieza produciendo la cuota diaria de malhumor para quienes despertamos y sabemos que más tarde o más temprano no estamos obligados a abandonar la cama.
   Preparé un café batido sin azúcar acompañado por una tangerina asolada por las mosquitas. Recordé los avatares de la noche cuando sumido en el sueño profundo bruscamente me desperté por el estampido de los disparos en la calle. Una vecina del edificio había hecho escuchar su queja a los gritos pelados y ya nadie pudo conciliar el sueño hasta las primeras horas de la madrugada.
   A media tarde fui sorprendido, gratamente sorprendido, por un mensaje de Silvina que básicamente decía que me extrañaba mucho y que vendría al apartamento al anochecer.
   Mujeres.
   Lo pensé y decidí poner los championes en agua y jabón; necesitaba hacer algo. Podría atribuirlo al cansancio o a un larvado estado nervioso, no lo sabía.
   Opté por acostarme, mal dormido me consumía un sopor fastidioso y malsano, el vecindario estaba cambiado y por si acaso palpé como a cada anochecer el revólver de mi padre abajo de la almohada.
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   Escuché unos pasos por el corredor y apagué la luz.
   Ellos venían por mí.
   El caso de la Plaza Zitarrosa estaba a punto de cobrar otra víctima y encarnar otro misterio con el interrogante flotando:
   ¿Fue asesinato o suicidio el del joven periodista de Yaro 1142?
   El apartamento, mi último reducto anti pánico estaba a punto de ceder, una llave giró en la cerradura y escuché el chirrido de la puerta al abrirse, mis manos temblando como las de un enfermo de párkinson aferraban el revólver.
   La puerta se entreabrió lo suficiente para dar paso al terror.
   Cerré los ojos y sonó un disparo en la oscuridad.
   Silvina presa de un ataque de nervios gritó exasperada:
   _ ¡Imbécil! ¡Soy yo! ¡Soy yo!
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   Acodados en la baranda del buque respiramos el aire marítimo del alba.
   Era mi primer viaje fuera del país y eso no era un asunto menor como tampoco el motivo de semejante aventura. Instintivamente palpé el relicario que guardaba en el pecho.
    La compañía de Silvina no era una emoción menor ni mayor, era un estado delirante que no me permitió pensar en nada desde el momento que hicimos los bolsos de viaje.
   Cumpliría al pie de la letra con el pedido de la vecina del dos. Era la primera vez que me sentía conmovido por alguien que no conocí y quizá fueron las palabras de la mujer determinantes para tomar la decisión de embarcarme en esta travesía.
   “Una chiquilina de tu edad” resonaba en mi cabeza como un mandato misterioso.
   Le conté paso a paso a Silvina la historia de las tres mujeres, una historia por pocos conocida fuera de las paredes del edificio.
   Nos separaba apenas un río por medio pero un abismo de silencio, de ninguneo y de olvido pretendía encubrir en una misma geografía, los podridos frutos de la violencia.
   Tres horas después, la ciudad extraña de los rascacielos y las villas miseria, despertaba ante nuestros ojos.
   Ciudad milagrera, amparo de miles de compatriotas y generaciones de descendientes.

  _ Estoy ansiosa por llegar, dijo Silvina abrazándome.
   _ Igualmente yo, dije cerrando el último capítulo del crimen de la Plaza Zitarrosa.

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