APOLOGÍA Y CRÍTICA DE LA REVOLUCIÓN RUSA (1RA PARTE) Marcelo Marchese / Montevideo Portal


La nueva metamorfosis de Satán

Cada época ha creado su representación del Diablo. En el Medioevo y el Renacimiento usualmente lo vemos en una metamorfosis repulsiva, de color verde o negro. En el siglo XX esta figura sufrió los cambios pertinentes: la raíz animal, sumamente ostentosa en el pasado, permaneció de forma más sutil en los cuernos, las orejas puntiagudas y la fálica cola. El Diablo adoptó una capa roja, todo él se convirtió en un ser rojo, calvo, con pómulos salientes, ojos rasgados y barbilla a modo de perita. Disminuyeron sus rasgos animales, adoptó ciertos rasgos orientales y definitivamente se convirtió en la caricatura de un intelectual peligroso para Occidente: Lenin. Esta nueva criatura responde a la necesidad por distorsionar a la Revolución Rusa, una de las más poderosas irrupciones democráticas en la historia.
Posiblemente el lector se echará hacia atrás ante esta caracterización. Por eso mismo es oportuno, a 97 años de aquellos acontecimientos que signaron el siglo, poner en tela de juicio algunos lugares comunes que interesadamente, y a contrapelo de los hechos, prevalecen en nuestra imaginación. Sobre esta revolución, como sobre todas las revoluciones, se ha tejido una trama de infamias, como afirmar que el partido bolchevique era un partido monolítico dirigido férreamente por Lenin, asociada con aquel otro mito que pretende que los bolcheviques perpetraron un golpe de Estado. Veamos estas dos mistificaciones para analizar, en la segunda y tercera parte de esta entrega, cómo en pocos años este vasto movimiento democrático perdió impulso y dio paso a una brutal contrarevolución antidemocrática y capitalista.
1- El mito del partido monolítico
Si hubo un partido político que protagonizó espectaculares debates sobre temas fundamentales, tanto en los nueve meses de revolución, que van de febrero a octubre, como en los años posteriores a la toma del poder, ese partido fue el bolchevique. Luego de la revolución de febrero, con el resurgir de los soviets y la creación de un gobierno provisional, la línea del partido fue la de apoyo crítico al gobierno provisional. Al regresar Lenin del exilio en abril, inmediatamente lanza sus tesis propugnando que el partido encare su propaganda hacia el traspaso del poder a los soviets, enfrentándose al gobierno provisional que, vaticinaba, no cumpliría con sus promesas de paz y reparto de tierras. Las "tesis de abril" fueron escuchadas por una sorprendida dirigencia bolchevique que lamentó que el viejo estuviera loco. Los más benévolos consideraban que era una locura pasajera, resultado del exilio; pero apenas el viejo se empapara de la realidad, la de una revolución burguesa que sólo podía aspirar a reivindicaciones burguesas, daría marcha atrás. Ante la frialdad con que fueron tomadas sus posturas, Lenin, en lucha abierta contra el resto de los dirigentes, apeló a las bases y particularmente a los jóvenes obreros del partido. El debate instaurado consumió un mes, hasta que la política bolchevique fue reorientada hacia una "paciente explicación" de la necesidad de la toma del poder por los soviets. Esa fue la primera de muchas divisiones y enfrentamientos ideológicos al seno del partido, en aquellos meses en que la sociedad rusa vivió en asamblea permanente. Otra gran disputa a la interna refería a la pertinencia de participar en un pre parlamento que el gobierno provisional auspició como forma de erosionar el poder de los soviets. La dirección del partido, con la oposición de Lenin y Trotsky, decide participar, pero nuevamente, y no por la imposición de sus líderes sino por el debate franco y abierto, se reorienta la línea política hacia la insurrección, abandonando el pre parlamento. Por último, y para mencionar solamente discusiones cruciales, destacados dirigentes, como Kamenev y Zinoviev, se opusieron radicalmente a la toma del poder en Octubre, renunciaron a sus cargos e hicieron una denuncia pública del plan insurreccional bolchevique.
Tras la toma del poder son innumerables los ejemplos de divisiones, facciones y tendencias sobre decenas de problemas, el primero de los cuales era la invitación a integrar el nuevo gobierno revolucionario a los partidos soviéticos que se habían opuesto a la toma del poder. Lenin quedó en minoría, mas esos mismos partidos le dieron la razón al desdeñar la invitación. Luego tenemos la disputa sobre la paz de Brest-Litovsk, con su trágico primer acto, donde Lenin volvió a quedar en minoría, y un segundo acto donde apenas ganó la votación por un voto. Siguieron las disputas sobre la participación de oficiales zaristas en el Ejército Rojo; el rol de los sindicatos en el Estado obrero; las características de la democracia soviética; la militarización del trabajo; la contrainvasión a Polonia; la NEP y un largo etcétera.
Nada más lejano a la realidad, en aquellos primeros años, que un partido monolítico liderado por Lenin, quien varias veces, al igual que Trotsky, Zinoviev, Kamenev o Bujarin, estuvo en minoría, y cada vez que se adoptó una línea política, fue siempre como resultado de intensos debates dentro del partido o fuera de él, en la prensa o en asambleas multitudinarias. La cantidad de teóricos que produjo el partido bolchevique es una prueba concluyente de las diversas escuelas que anidaron en él. Tantos teóricos, tal producción de ideas, sólo puede explicarse por una situación fermental en donde no estaba negada la crítica abierta a la línea oficial. Si el debate no se hubiera dado sería imposible encontrarnos frente a los 37 tomos polémicos que hacen las Obras Completas de Lenin, muchos de los cuales refieren a debates a la interna del partido.
2- El mito del golpe de Estado
Todo asalto revolucionario al poder, desde un punto de vista técnico, es un golpe de Estado, pues en cierto momento un poder debe ser desplazado por otro. Lo que diferencia a un golpe de Estado a secas (un putch), de una revolución, es que en una revolución las personalidades llamadas a ocupar los nuevos cargos son aupadas a esa situación por millones de individuos que ya no quieren el viejo poder, y con las armas en la mano, instauran uno nuevo, y con él, una nueva forma de conducir la cosa pública. En los nueve meses que transcurren entre febrero y octubre, los bolcheviques abiertamente proclamaron el traspaso del poder a los soviets, defendieron una paz inmediata, fustigaron la participación de Rusia en una guerra imperialista y exigieron una reforma agraria. Jamás escondieron sus propósitos y cuando tomaron el poder cumplieron sus promesas. Su política pública los llevó a ganarse el encono de los partidos patriotas que auspiciaban la guerra de rapiña y los acusaban de traidores comprados por el oro alemán; su política pública los llevó a la cárcel y a la clandestinidad tras las jornadas de julio. La acusación de haber sido comprados por el oro alemán, que no ha reunido una sóla prueba, se mantiene hoy. Sin embargo, la pobreza de las arcas bolcheviques era tal que en ocasiones no podían financiar sus periódicos. Al frente llegaban decenas de publicaciones de los conciliadores que, a medida que avanzaba la revolución, dejaban de ser leídas y cuando llegaba un raro ejemplar bolchevique los soldados se agrupaban en torno a aquel que en voz alta leía las argumentaciones del partido que seguía una línea exclusiva.
En febrero el partido bolchevique era un partido harto minoritario, pero en virtud de la tarea de sus agitadores y de una línea política que no era otra cosa que la expresión del deseo de millones de soldados, obreros y campesinos, fue creciendo y conquistando el respaldo popular hasta lograr la mayoría en los Soviets, lanzándose entonces a la toma del poder.
Es imposible entender esta situación si la pensamos en función de nuestra política cotidiana. En nuestros tiempos unos pocos individuos diseñan una política; los diarios lanzan información invariablemente a favor del gobierno de turno si son oficialistas, e invariablemente en contra del gobierno de turno si son opositores. Los técnicos, opinan, pero el debate no está generalizado en una sociedad absorbida por sus preocupaciones cotidianas. Unos pocos discuten en las redes sociales y en las universidades, y todavía menos en los partidos y en los sindicatos, pero el resto soporta la política y allí donde no es obligatorio votar, muchos ni siquiera "ejercen su derecho" y aquellos otros que votan, eligen, normalmente, al menos malo. Luego, algún ministro caerá acusado de corrupción, las promesas no serán cumplidas y otro vendrá que prometerá cambiar el rumbo sin cambiar nada en absoluto. Nuestras democráticas sociedades apáticas difieren radicalmente de una situación de crisis revolucionaria, inclusive, de las crisis revolucionarias que normalmente dieron nacimiento a estas sociedades democráticas. No importa si la revolución transcurre en la Cuba del siglo XX, en la Norteamérica y Francia del siglo XVIII, o en la Inglaterra del siglo XVII. En todas ellas, multitudes para las cuales la política era una cosa ajena, se lanzan a la vida pública y en pocos meses, en virtud de la celeridad de los acontecimientos, de la gravedad de los problemas tratados y de la situación de asamblea permanente que se vive, aprenden lo que en el ritmo natural de la historia se aprendería en siglos. Una revolución es también un proceso acelerado de conocimientos políticos llevado a cabo por grandes multitudes.
En su "Diez días que estremecieron al mundo" el periodista norteamericano John Reed cuenta cómo en cierta ocasión en que pretendió despegar un afiche, al arrancarlo descubrió que debajo había 17 más: un buen signo para medir aquella fiebre de discusiones. Los debates se generaban en las filas para recibir el pan, en las esquinas, en las fábricas y en los cuarteles. Se vivieron nueve meses intensos de lucha de ideas acerca del curso de la guerra; si fusilar o no a los bolcheviques; cómo imponer una paz inmediata; cómo llevar a cabo la democracia y sobre todos los temas fundamentales en tanto los campesinos por sí mismos iniciaban el reparto de tierras sin la venia del gobierno provisional. Este gobierno, en sus primeros discursos, promete la paz, mas luego lanza una ofensiva. Un profesor que jamás participara en política, leyendo el diario en tanto desayunaba, se entera de este despropósito, sale indignado a la calle, enfila hacia el primer regimiento que encuentra y arenga a los soldados. Estos se indignan, envían comités a los otros regimientos para iniciar en el acto una manifestación popular y así se inicia el primero de muchos combates de obreros y soldados contra un gobierno que a la postre sería abandonado con desprecio. Una cosa así no podría darse en una sociedad que viviera nuestra apatía.
Las multitudes no dan golpes de Estado, hacen revoluciones, y ésta tuvo tal apoyo que en la capital tomaron el poder con un simple posicionamiento de lugares y disparando muy pocos tiros. Este hecho no sólo marca la fuerza y el grado de decisión de los revolucionarios, sino también el grado de podredumbre del viejo régimen.

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