EL PARADIGMA DE LA SIMPLICIDAD Por Hoenir Sarthou / Voces Semanario




Basta pensar por un minuto en los discursos que conforman el debate público de los últimos años para percibir que están compuestos predominantemente por ideas simples.
Izquierda o derecha, machismo o feminismo, democracias occidentales o terrorismo islámico, desarrollo económico o protección del medio ambiente, Chávez sí o Chávez no, aborto legal o aborto ilegal, justicia o impunidad, legalizar la marihuana o mantenerla penalizada, sí o no al matrimonio homosexual, bajar o no la edad de imputabilidad.
Son opciones simples, bipolares, susceptibles de ser contestadas con un ferviente “sí” o un rotundo “no”, sin necesidad de dudas o complejos razonamientos.
Esta forma de mirar la realidad, a través de ideas simples, tiene sus encantos. El principal es que todo parece muy claro. Si uno logra convencerse de que todos los males de este mundo provienen de una sola causa, por ejemplo, de la herencia maldita de blancos y colorados, o de los malos gobierno del Frente, o del patriarcado machista, o del imperialismo yanqui, o del terrorismo islámico, o del insuficiente desarrollo de “la nueva agenda de derechos”, o de cualquiera de los términos de esas opciones maniqueas, el problema (cualquiera que sea) parecerá fácilmente solucionable. Bastará con cambiar de gobierno, o con colocar a más mujeres en cargos de poder, o con darles dinero a los pobres, o con aplicar mano dura, ya sea a los musulmanes o a los chiquilines que delinquen.
Las visiones simplificadoras de la realidad tienen eso. Nos permiten ubicar al bien y al mal en lugares precisos. Nos señalan una línea de conducta clara: apoyar lo bueno y combatir lo malo. Y, sobre todo, nos permiten construir un enemigo. ¡Aaah, qué maravilla! ¡Qué sería de la vida sin un enemigo!
El otro aspecto seductor de esta forma de ver la realidad es que nos permite hacer juicios morales. Nada más fácil que considerar sagrada a alguna de esas causas, a aquella que nos convence, y decretar que todos los que se le oponen son unos inmorales. Sentirnos puros y condenar a los impuros. Eso convierte a nuestros enemigos en despreciables. Una vez más: ¡qué maravilla! ¡Qué sería de la vida si nuestros enemigos no fueran además impuros, malvados, egoístas y despreciables!
Desde esa lógica, que es en el fondo la lógica de la guerra, será bueno todo lo que les haga ganar espacios a los buenos y les reste espacios a los malos, sea lo que sea.
El problema es que el mundo no funciona realmente así. No es tan simple. Las cosas no tienen una sola causa y la relación entre acciones y efectos no es a menudo lineal. De modo que defender incondicionalmente una causa suele provocar efectos impensados, muchas veces contrarios a los queridos.
Nada más lejos de la intención de esta columna que negar la existencia y aun la necesidad de la lucha, o de las luchas. Claro que la vida es conflicto. Y claro que es inevitable tomar partido en muchas luchas. Lo que intento advertir es que el pensamiento simple (en realidad la palabra es “simplificador”) nos expone a muchos riesgos, entre los que se encuentran la posibilidad de ser manipulados y la de producir efectos muy distintos e incluso contrarios a los deseados.
Pongo algunos ejemplos: la lucha contra el fanatismo religioso puede ser una causa muy meritoria, pero, si concluye por justificar invasiones y bombardeos , se transforma en otra cosa. Otro ejemplo: la lucha contra la discriminación por motivos de raza, sexo, religión, condición económica o convicciones filosóficas puede parecer una causa muy loable. Si consiste en asegurar a todos iguales derechos, resulta inobjetable. Pero si, en aras de proteger la sensibilidad de los eventuales discriminados, termina por controlar, limitar y reprimir el lenguaje, la investigación científica, el pensamiento filosófico, la creación artística y las expresiones humorísticas, sencillamente se transforma en la más autoritaria de las dictaduras. Último ejemplo: yo puedo creer que un gobierno de mi partido es lo mejor que podría ocurrirle al país. Pero si, para asegurar ese gobierno, destruyo o corrompo las instituciones que posibilitan la convivencia pacífica, estaré dinamitando el futuro de toda la sociedad
El problema no es la discrepancia con el fanatismo religioso o con la discriminación, ni tampoco la preferencia por cierta opción política. El problema es el pensamiento simple sobre esos temas, la creencia en que, persiguiendo esos objetivos, el mundo será radicalmente mejor y que eso justifica el uso de cualquier medio, sin advertir que, muchas veces, el camino elegido es también el destino.
Cuestionar el pensamiento simple (o simplificador) es también, de alguna manera, postular la posibilidad de un pensamiento complejo.
¿Qué es el pensamiento complejo?
El término conduce casi automáticamente al pensador francés Edgar Morin, a quien conviene leer, tanto desde la óptica de la epistemología como de la filosofía y también de la pedagogía, entre otras. Pero a mí me reconduce a mi tío-abuelo, Luis Sarthou, teósofo, algo comunista, vendedor de profesión, gran imaginador, charlista incomparable, sobre todo en el “mano a mano”, hombre bromista, pícaro, pacífico y bueno. “El que entiende no se enoja”, decía siempre Luis, con una serenidad apenas desmentida por la mirada risueña que los años no habían amortiguado del todo.
Me llevó mucho tiempo entender esa frase. Claro, en aquella época yo era un gurí apasionado por la revolución. Lo de mi tío abuelo me sonaba a blandenguería de viejo bueno y cansado.
Fueron necesarias varias décadas y el pasaje de muchos gobiernos, sueños revolucionarios, la violencia, una dictadura, una nueva democracia, la desilusión subsiguiente, crisis económicas, miserias materiales y morales, una nueva ilusión política y una nueva desilusión, el florecimiento de derechos y el peso de demasiados intereses y corporaciones para que yo empezara a vislumbrar que detrás de la frase no había derrota sino sabiduría. Que no convocaba a la inacción sino, tal vez, a otro tipo de acción, más conocedora de la complejidad, más relativa, más consciente de que las cosas ocurren por razones que es interesante conocer, de que la ira y la intolerancia son generalmente incomprensión, de que los resultado del hacer no son nunca exactamente los imaginados y de que se debe actuar previendo siempre que “los disparos pueden salir por la culata”.
El pensamiento colectivo uruguayo no está logrando (entre todos, no estamos logrando) entender la realidad. Demasiadas ideas fragmentarias y, a la vez, demasiadas pretensiones de totalidad. La lucha electoral entre frenteamplistas y “rosados”, la proclamación insaciable de nuevos derechos en el papel, la llegada de más capitales, las reivindicaciones de mujeres y de minorías raciales o sexuales, los fundamentalismos, el poder de diversas corporaciones, la decadencia del sistema educativo, el surgimiento de nuevos centros de poder mundial, la sobreexplotación de los recursos naturales, la creciente indiferencia y escepticismo de las personas ante las decisiones colectivas, el peso de los medios de comunicación, la irresistible tentación de las modas, del goce y del consumo, no pueden entenderse considerándolos aisladamente. Necesitamos un pensamiento que dé cuenta de tanta diversidad, que interprete al mundo desde una perspectiva más amplia que la de uno solo de esos aspectos.
Es posible –de verdad, no lo sé- que el futuro nos depare un mundo tipo “mosaico”, un conglomerado de intereses, poderes y creencias inconmensurables entre sí. Pero también es posible que algunos o muchos de esos fenómenos puedan ser comprendidos por un pensamiento que se saque el balde de la cabeza y observe la realidad desde una perspectiva más amplia, menos limitada y prejuiciosa. Un pensamiento que seguramente resultará “políticamente incorrecto” para las visiones reduccionistas dominantes.
Es eso lo que quiero decir en esta nota. Nada más. Y tampoco nada menos.

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