MUJICA EN NUESTRAS VIDAS Por Hoenir Sarthou / Revista Voces

No es que cada presidente marque con su estilo personal y con sus convicciones la vida de todo el país. Pero, sin duda, algo de la impronta personal de cada presidente parece instalarse, al menos temporariamente, en la actitud vital y en la escala de valores de toda la sociedad.
Así, en la primera presidencia de Sanguinetti, aun quienes no lo votamos nos enorgullecimos un poco por tener un presidente culto y bienhablado, sobre todo en comparación con los brutos uniformados y monosilábicos que nos habían gobernado durante la dictadura. Cuando le tocó a Lacalle, los tiempos habían cambiado y el neoliberalismo campeaba, de modo que el pragmático “eficientismo” que propugnaba el presidente permeó también a la sociedad. Batlle sedujo a muchos con la posibilidad de un gobierno “divertido” y con la actitud un poco lúdica y despreocupada que lo caracteriza. Después de la crisis de 2002, Tabaré Vázquez concitó apoyos, entre otras cosas, por la impronta decidida, disciplinadora y un poco autoritaria que le es típica.
Es natural que eso ocurra con los presidentes. Después de todo, por algo son votados.
La elección de un presidente, sobre todo cuando llega al gobierno por primera vez, tiene un fuerte contenido simbólico. No es sólo la selección de una persona para gestionar el país. De alguna manera, el nuevo presidente encarna la actitud emocional e intelectual del pueblo que lo votó. Tal vez porque es quien mejor captó e interpretó esa actitud.
El próximo domingo, José Mujica dejará la Presidencia.
Tras cinco años de gobierno, resulta interesante preguntarse qué estado anímico, emocional e intelectual del pueblo uruguayo determinó que fuera electo y qué deja su período al frente del país en nuestras cabezas y en nuestras vidas.
Tengo para mí –que lo voté- que la elección de Mujica fue, ante todo, consecuencia de un cambio social y cultural (sobre todo cultural) del que hay pocos precedentes.
Se ha dicho que el batllismo significó el advenimiento del tango y del barrio a la política, en el sentido de que, con Batlle y Ordóñez, la política dejó de ser monopolio del patriciado y pasó a ser ejercida por gente sin fortuna ni apellido, inmigrantes o hijos de inmigrantes, almaceneros, peluqueros, caudillitos de barrio y gente de comité, convertidos en políticos profesionales.
En el mismo sentido, tal vez podría decirse que el mujiquismo signficó -¿significa?- el advenimiento de la cumbia villera y del asentamiento a la política. Una nueva sensibilidad popular crecida sin que los políticos tradicionales lo advirtieran.
Nada más fantástico que oír, hasta 2009, a los políticos blancos y colorados referirse a Mujica. Sencillamente no creían que tuviera ninguna posibilidad. Porque no entraba en sus cabezas que pudiera ser presidente alguien que no tenía título terciario, que no usaba traje ni corbata, que hablaba como se habla en las cárceles y en ciertos barrios alejados de la costa. Creían que los pobres y los ignorantes seguirían votando siempre a quien les pareciera más culto, más elegante y mejor hablado que ellos mismos. Y, ¡ojo!, que también muchos frenteamplistas, más o menos reservadamente, se reían de las chances de Mujica y se hacían cruces ante la idea de que pudiera salir presidente.
Que Mujica haya sido electo dice muchísimo sobre los cambios ocurridos en la sociedad uruguaya. Para empezar, relativizó el mito sobre el predominio de la clase media. Confirmó que no es cierto que la manida clase media sea el fiel de la balanza de la sociedad uruguaya. No lo es en lo económico, ni mucho menos en lo cultural. También demolió el mito de la pobreza humilde, que se esfuerza por progresar y por parecerse a la clase media. El fenómeno Mujica evidenció que existe en nuestra sociedad una fuerte fragmentación social y cultural, y que el sector menos favorecido ya no pretende imitar a la clase media. Por el contrario, reivindica sus propios códigos y busca imponer sus propios símbolos. Mujica presidente fue -¿es?- el más claro símbolo de ese cambio.
Ya en la presidencia, Mujica cumplió con el papel simbólico que le asignaron sus votantes. Siguió viviendo en la chacra, sin usar corbata, puteando y carajeando ante las cámaras e ignorando las formalidades de una institucionalidad que sus votantes, probablemente con razón, sienten falsa, acartonada y ajena.
Pero, ¿Es Mujica realmente el transgresor que muchos de sus seguidores creen ver en él?
Mi respuesta es: “sí”. Y también “no”.
Si por “transgresor” entendemos a quien es capaz de cambiar los códigos comunicacionales, desalmidonar el papel de gobernante e instalar entre la población temas y valores inusuales, podemos convenir que es transgresor, sanamente transgresor. Demostrar que el poder político y el enriquecimiento personal no tienen por qué ir juntos no es poca cosa, en un mundo en que los presidentes se enriquecen por medios desvergonzados. Tampoco es poca cosa instalar en el debate público asuntos como el consumismo y la excesiva dependencia de los bienes materiales. Ideas que, salvo Gandhi, nadie había planteado desde hacía mucho tiempo, y menos desde el poder.
Pero –cómo lamento tener que decir este “pero”- hay dos aspectos en que el papel de Mujica dista de ser transgresor en la forma en que lo esperábamos muchos de sus votantes.
Por cierto, no alteró el orden económico que se nos impone desde dentro y desde fuera de fronteras. Durante su gobierno, los ricos han seguido haciéndose cada vez más ricos y más poderosos. Los bancos, las empresas transnacionales que vienen a explotar recursos naturales y las que contratan con el Estado han logrado condiciones asombrosas. A ellos no se les recomienda que moderen su apetito por los bienes materiales.
Sin embargo, en esta nota, es otro aspecto el que me interesa más, porque tiene que ver con temas esenciales de nuestra vida como sociedad política.
Dije antes que Mujica se ha esforzado por romper las formalidades y rituales de la institucionalidad. Eso, a mi modesto modo de ver, estaría muy bien si, junto con el agua sucia del baño, no hubiera tirado también, más de una vez, al niño.
El funcionamiento de las instituciones (los procedimientos democráticos, el Parlamento, la Policia, el Poder Judicial, el sistema de enseñanza, las garantías constitucionales, etc.) suelen ir acompañados por rituales y discursos huecos y pomposos. Nada más irritante que ver a un funcionario de cualquiera de esos sistemas, que a menudo funcionan muy mal, diciéndonos lo que tenemos que hacer y escondiendo los vicios burocráticos, la ineficacia y la corrupción que muchas de esas instituciones tienen dentro. Pero una cosa son los discursos y otra cosa son las instituciones en sí mismas.
Cada vez que Mujica dice que “la política está por encima del derecho”, cada vez que se queja de que la Constitución le impide hacer cosas, cuando protesta porque los jueces condenan al Estado, cuando hace acuerdos secretos con empresas o gobiernos, cuando les perdona impuestos o les asigna frecuencias de TV a deudores reconocidos del fisco, cuando asume compromisos salteándose los procedimientos legales y cuando viaja o se junta a comer con violadores conocidos de las leyes, no está destruyendo sólo la pompa inútil de las instituciones. Está dañando a las instituciones mismas.
Digo “las instituciones” y la palabra le suena a hueco a mucha gente. Sin embargo, de la vigencia de las instituciones depende que cuando uno se presenta a hacer una denuncia ante la policía ésta lo trate con respeto y actúe sin importar si el denunciado es persona vinculada al gobierno o a intereses poderosos. De que las instituciones funcionen depende que ciertos funcionarios y las empresas que contratan con el Estado no se roben lo que es de todos. Depende también que nuestros hijos puedan asistir a centros de enseñanza decentes, que las carreras de los funcionarios públicos no sean dañadas por jerarcas prepotentes, que los derechos de los trabajadores se cumplan, y hasta que el aire y el agua de todos no sean contaminados.
Cada vez que Mujica hace esas afirmaciones, está enviando un mensaje peligroso. El mensaje dice: “la voluntad política es más importante que las reglas legales”. Ese mensaje es percibido por otros funcionarios de gobierno de menor jerarquía como un “vale todo”. Entonces, el daño es para las instituciones y no sólo para la pompa estúpida que suele acompañarlas.
Cabe preguntarse cuál será el efecto de la prédica de Mujica en nuestra cultura institucional. ¿Será la superación de formalismos inútiles? ¿O una mayor corrupción y pérdida de credibilidad del sistema institucional?
El tema importa, porque, aunque muchos no lo sepan, el buen funcionamiento institucional es vital para los pobres. Los ricos se las arreglan por otros medios. Son los pobres los que necesitan democracia, hospitales, enseñanza pública, policía y justicia.
Por eso, el pobre que festeja la burla de las instituciones públicas es como el tonto que, trepado a un árbol, serrucha la rama en la que está sentado.

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