Apología del piropo en su agonía, Marcelo Marchese

“Bendita sea la madre que parió a los obreros que aplanaron el pavimento por el que pasas ¡Monumento!”




Toda reglamentación perversa se funda siempre en algún saludable propósito. Tal es la dinámica de un mundo que progresivamente norma nuestras vidas a través de leyes, campañas propagandísticas terroristas y “días” y “semanas” contra esto y aquello. En su “Breve diccionario para tiempos estúpidos”, Sandino Nuñez, recostándose en “La verdad y las formas jurídicas” de Foucault, dice acertadamente que estas intervenciones reglamentarias se apoyan en “formas imaginarias de la disciplina jurídica destinadas a conducir la violencia por andariveles legales pragmáticos. Algo así como una administración legal de la venganza”.
Acabamos de vivir la Semana contra el acoso callejero y su secuela, la inevitable proscripción del piropo. Para no ser aún más incomprendidos de lo que inevitablemente seremos, decimos que nos oponemos a aquellos que no permiten que una mujer transite por la calle con normalidad, pero pensamos que las leyes que buscan evitar este acoso, como ya se han dictado en los países más adelantados, no alcanzarán su eventual propósito y sólo lograrán que aquella pulsión estalle inevitablemente por otro sitio. Luego de aseverar el carácter contraproducente de esta inminente legislación (1), debemos decir que el acoso callejero, es decir, las insistentes groserías de un hombre dichas a una mujer, nada tienen que ver con el piropo, y una definición del piropo que incluye las groserías es un delirio resultante de un pensamiento homogeneizante que proscribe los matices y las sutilezas.
La grosería delata la impotencia de un hombre que no puede vivir aquello que desea y cuya fuerza se manifiesta en palabras, dichas tanto para el objeto imposible de su deseo, para el resto de la manada, como para afirmar su propia y enclenque masculinidad. La grosería no busca seducir y si la receptora de la invectiva diera vuelta sus pasos para convertir en hechos las palabras, el acosador huiría espantado, encontrando terreno propicio el sabio proverbio: Perro que ladra, no muerde. Aquí se manifiesta una sociedad castrada que a su vez reproduce la castración.
Condenar el piropo a causa del comentario grosero equivale a condenar la música luego de haber sufrido la traumática experiencia de soportar una banda militar. En la pérdida de matices barremos con todo y sólo nos queda el desierto. Qué es el piropo sino una producción poética elaborada por un hombre al paso de una mujer hermosa que lo ha sorprendido y arrancado de sus preocupaciones cotidianas. De ninguna manera es un acto exclusivamente masculino, pues primero el taconeo, el aroma de la mujer después y por fin su belleza infinita lo han arrebatado de tal manera que no puede sino, acaso sospechando que su deseo será inalcanzable, llevarlo al plano de la realidad que constituyen las palabras (2). Todos conocemos innumerables poemas maravillosos, sabemos quién los escribió y proclamamos, con pedantería, en qué escuela literaria lo inscribiríamos como quien ensarta una mariposa con una alfiler, pero no sabemos quién fue la verdadera generadora del poema, esa obra de arte viva sin cuya presencia no existiría la poesía. Así ocurre con el piropo, salvo que normalmente repite una elaboración previa de un poeta anónimo y sólo ocasionalmente es resultado de una genial invención espontánea.
El piropo es tributario de las culturas tropicales y mediterráneas, mas es desconocido en las nórdicas. No sabemos si fue siempre mal visto en estas últimas culturas que se han denominado como de cortesía negativa (donde el sujeto en su hablar desea que sus actos no sean impedidos por el otro), o si fue resultado del disciplinamiento emergente al término de la desenfrenada alta Edad Media. Fuere como fuese nos parece que el clima, coadyuvado por otros factores, determina el grado de frialdad en el trato humano (3). En las culturas de cortesía positiva (donde el sujeto tiene una imagen de sí mismo que aspira a ser reconocida) como lo son las tropicales y mediterráneas, un clima más benévolo ha coadyuvado a una vida alegre y bochinchera, a un trato más abierto y a un mayor entrevero humano, donde la flor del piropo encuentra un ámbito propicio para nacer. En los climas cálidos se toca el cuerpo del otro cuando se dialoga; en los climas fríos se pide disculpas aún cuando uno pasa excesivamente cerca. Samuel Becket jugaba todos los días durante cinco horas al billar con su amigo Patrick Whalberg sin decir palabras que ni siquiera se enunciaban cuando cada cual se marchaba por su lado.
Posiblemente el antecedente del piropo en la cultura que nos ha tocado en suerte sea una práctica de los caballeros ibéricos que luego prolongarían en el tiempo los estudiantes. Alguna exclamación que se utilizaba en tanto se arrojaba la capa sobre un charco para que la dama no mojara sus piececillos, podría considerarse un antecedente del piropo que sin embargo ya tenía vida propia entre los musulmanes, como lo atestigua el inolvidable Choja de Las mil y una noches. De seguro que este homenaje masculino era apreciado por las damas como un tributo a su belleza, aunque algunas de ellas lo sufrirían como una ofensa intrusiva de su intimidad. Posiblemente en este grupo se encontraran las doncellas ante las cuales nadie arrojaría su capa.
Aquí llegamos a un punto sumamente delicado de nuestro ensayo. ¿Por qué a la mayoría de las mujeres le molestan las groserías, pero a una minoría no le hacen mella? ¿Por qué a la mayoría le gustan los piropos graciosos que homenajean su belleza y sin embargo molesta a una minoría muy combativa? Todos tenemos el derecho a pensar peripatéticamente sin que ningún palurdo venga a interrumpirnos. A su vez uno quisiera disfrutar de la primavera sin que una variedad infinita de organismos microscópicos viniera a provocarnos alergias insoportables. El asunto clave aquí es que no a todos les provoca alergia el estallido de la primavera, y aunque se lo provocara a la mayoría, ningún elevado porcentaje debería ser el criterio para medir lo sano y lo enfermo. Parte de la repulsa al piropo se explica porque hace evidente que somos inevitablemente objetos de deseo y eso es algo que no podemos controlar, y aunque queramos negar ciertas cosas, la mirada del otro nos las recuerda implacablemente.
El piropo tiende a desaparecer. Son las mujeres quienes nos aseguran que ha sido desplazado por la exclamación grosera. Esta suerte de involución nos informa de un mayor grado de insatisfacción en el hombre, pero a su vez, la repulsa mayoritaria pero no unánime en el mundo femenino también es un indicador sexual. Uno no puede dejar de pensar en cómo las palabras penetran la intimidad de la dama sin su permiso. En las culturas de cortesía negativa el acto amoroso no requiere de muchas palabras previas, pero en las nuestras, como se ha repetido infinitamente, el punto G pareciera estar ubicado en el oído. La seducción comienza con los ojos, para dar paso a la lengua que enuncia las palabras, y al oído que las recibe como preámbulo de un juego donde volverá a participar la lengua en un sentido absolutamente diferente. La palabra, como vehículo de la lengua, se introduce en el oído de la dama y esa imagen nos lleva a admitir, para horror de los escépticos, que la lengua también simboliza al falo, así como el oído a la vulva. Los teólogos medievales, discutiendo cómo había sido fecundada la virginal madre de nuestro Señor, concluyeron que el Espíritu Santo había encontrado la vía adecuada a través del oído. En sánscrito al falo se lo llama lingam. En el seductor idioma portugués, al hablar se le dice falar. Esta es la causa por la cual, no sólo la grosería, sino inclusive el más elegante de los piropos encuentra enemigas fanáticas. A su paso, un hombre las ha manoseado con aéreas palabras y en sus mentes, aunque sea por breves instantes, ha copulado con ellas.
Existe otro motivo que explica por qué el piropo tiende a desaparecer, motivo que constituye otra razón para justificar nuestra apología. En los últimos siglos ha variado de tal forma el concepto de belleza femenina, que basta observar la obra de los maestros inmortales para percibir cómo aquella abundante y pletórica diosa del neolítico ha venido dando paso a esta anoréxica adolescente que impone su modelo en nuestras pasarelas. Este sólo signo alcanzaría para diagnosticar la decadencia de nuestra cultura que, en algún punto, está vinculada con el drama de la superpoblación. En el siglo XX, a partir de los sesentas, y acentuándose peligrosamente en los últimos treinta años, los dictadores de la moda han logrado imponer su gusto femenino en el cual prevalece, por las propias características sexuales de la mayoría de estos dictadores, un rechazo a los atributos que caracterizan a la hembra. Sin embargo, como esta tendencia moderna se opone a un arquetipo milenario e inconsciente, se mantienen aún como símbolos de la belleza absoluta mujeres como Sophia Loren y Marilyn Monroe. El piropo no sólo nace ante la presencia de la mujer hermosa, sino que florece particularmente ante la mujer hermosa por lo ampulosa y exuberante, e inclusive se destina a la mujer que porta unos rasgos generosos que por sí mismos constituyen la belleza. El piropo, lejos de constituir palabras que denigran a la mujer o le faltan el respeto, es un reconocimiento del hombre ante aquello que simboliza el milagroso poder gestante de la naturaleza. Frente a una impostura pseudo masculina que impone a través de los medios de comunicación una figura femenina ayuna de atributos, impostura generada por quienes temen el poder femenino, el piropo callejero restituye por un instante la verdad, aunque más no fuera obrando inconscientemente, y por esta causa se convierte en motivo de anatema.
Podemos defender a rajatabla aquellas culturas donde el piropo es sancionado, no en vano el cine de Ingmar Bergman encuentra un público afín en este rincón de Sudamérica. Pero aquellas muestras de cortesía donde el condicional juega una función primordial: “¿Usted consideraría una falta de respeto si yo me atreviera a preguntarle el camino más sencillo que me conduzca al cementerio?” delatan una violencia latente. Las tribus del amazonas no conocen la palabra “gracias” y ese desconocimiento indica la abundancia con que los provee la naturaleza. Esa linda palabra fue resultado de la escasez, de igual forma que la hermosa palabra libertad nació en la primera de las cárceles.
No podemos asegurar que las sociedades como la anglosajona y la germánica hayan “evolucionado” hacia la cortesía negativa, pero si podemos asegurar que abrigamos el temor de que nosotros involucionemos en ese sentido. Con cada paso dado por el disciplinante Dios Progreso, también conocido como El inevitable, estaremos separándonos decididamente del semejante a través de rejas, cerraduras, computadoras y teléfonos. Así como la escoba de paja fue arrumbada al rincón previo a la sustitución por esa horrenda escoba de plástico, de igual manera iremos arrojando al basurero de la historia, primero las largas conversaciones en el café, luego el bailar abrazados románticas canciones, y por fin, en el 2666, si aún sobrevivimos, ya no será necesaria esa sucia operación degradante propia de animales, pues prácticos científicos tomarán un espermatozoide preseleccionado que irá a inocularse a un adecuado óvulo in vitro, logrando fabricar así ciudadanos perfectos.
En tanto este gélido e inevitable futuro se vislumbra en el horizonte, tendemos una mirada a esa piedra preciosa que la etimología nos indica como origen de la palabra que nos ocupa. Es una gema que semeja al fuego, pues el piropo, del griego pyrós, fuego, y ops, apariencia, nace del fuego que la auténtica piedra preciosa enciende en nuestros ojos incendiándonos luego por entero. Ante el paso de esa hermosa palabra, no podemos reprimir el impulso de arrojar nuestra capa y entonar loas al mayor de los milagros de Dios sobre la tierra.
(1) En nada contradice esta profecía que la “Ley de faltas” haya derogado del Código Penal, junto a tantas otras cosas, la “Galantería ofensiva”.
(2) Esta suerte de fin en sí mismo del piropo es tributario, en América, del Río de la Plata. En el Caribe el piropo tiene muchas más posibilidades de convertirse en la introducción del pleno goce de todos los sentidos.
(3) No caeríamos en el error de propugnar un determinismo climático. Los humanos poblamos primero las geografías cálidas, preferentemente frente al mar. Luego habitamos las riberas de ríos y por último tierra adentro. Todos estos desplazamientos, hasta llegar al polo norte, fueron generando una serie de instituciones que determinaron, verbigracia, el carácter guerrero de algunas culturas. Sin embargo, aunque a los climas menos agradables arribaran algunas culturas llevando consigo ciertas instituciones, nada impide que sospechemos que el clima haya luego coadyuvado a sostener o variar el rumbo de algunas de ellas.

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