INDISCIPLINA PARTIDARIA, la columna de Hoenir Sarthou UN “AGUJERO NEGRO” EN LA DEMOCRACIA / Semanario Voces



El inicio de un nuevo gobierno y las elecciones departamentales colocan este año nuevamente a la política en el centro de muchas expectativas.
La asunción de nuevos ministros, los anuncios presidenciales, la próxima designación de directores de entes y empresas públicas y las alternativas de nuevos intendentes vuelven a darle a la política –a la política partidaria y electoral- un papel protagónico. Todos parecemos esperar que las nuevas autoridades determinen cambios en la vida social, que modifiquen aquellas cosas que nos gustaría cambiar e incluso que desarrollen propuestas novedosas en algunos asuntos en los que no sabemos bien qué hacer.
¿Es acertado depositar tantas expectativas en un cambio de autoridades políticas?
Si la teoría democrática tiene algo de cierto, la respuesta probablemente sea “no”.
Me explico: el sistema democrático-representativoreposa sobre la idea de que las autoridades políticas representan y expresan a la voluntad popular. Es decir que el Presidente, los parlamentarios, los ministros, los intendentes y todo el resto de la estructura política no actúan por voluntad propia, sino dentro de un marco bastante estrecho, teóricamente determinado por la voluntad de quienes los votaron y eligieron.
Enunciada así, esta afirmación moverá a risa a mucha gente. No faltarán los escépticos que me acusen de ingenuo. Podrán señalar, a lo largo de nuestra historia, mil casos en que la voluntad popular fue ignorada o burlada, y en que las decisiones políticas fueron tomadas en función de intereses minoritarios o de las pretensiones de grupos de presión.
Sin embargo, hay algo de cierto en esa aparentemente ingenua teoría democrática. Y es que las estructuras partidarias y los gobiernos tienen mucha menos autonomía y voluntad propia de las que se suele creer que tienen, aunque eso no necesariamente significa que los ciudadanos tengan más poder.
La lógica democrática moderna, en la que la captación de votos y por ende la obtención de recursos económicos para financiar la publicidad son imprescindibles, determina que las estructuras partidarias sean cada vez menos organizaciones ideológicas y más unas aceitadas maquinarias financieras y publicitarias. En esa lógica, toda idea o propuesta que espante votos o dificulte la obtención de recursos económicos y publicitarios será cuidadosamente ocultada y, a la larga, abandonada.
El resultado (no soy muy original al decirlo) es que las organizaciones políticas terminan por retirar, al principio de sus discursos y al final también de sus credos ideológicos, cualquier propuesta que choque tanto con el sentido común dominante en la sociedad como con los intereses de los potenciales “sponsors”.
Buen ejemplo de ello han sido las pasadas elecciones nacionales, en las que costaba encontrar diferencias programáticas y discursivas entre las dos fuerzas con chances electorales, es decir el Frente Amplio y el Partido Nacional.
Paradójicamente, ese fenómeno termina por hacer cierta la premisa teórica democrática, según la cual las estructuras partidarias y las dirigencias políticas son instrumentos para la ejecución de una voluntad que no les es propia.
Este análisis sería rengo si omitiera el hecho de que también el voto ciudadano ha perdido gran parte de la definición ideológica que tuvo en otros tiempos. Cada vez es más frecuente el voto basado en la imagen publicitaria o en la simpatía instintiva hacia tal o cual candidato, e incluso el voto por la negativa, es decir para impedir que gane otro candidato especialmente antipático.
Cabe preguntarse, entonces, de quién es la voluntad que ejecutan las autoridades políticas electas en las modernas democracias representativas.
Ante el vaciamiento ideológico de las organizaciones políticas, convertidas cada vez más en meros instrumentos para el acceso al gobierno, y la desideologización creciente del voto ciudadano, la sociedad carece de ámbitos democráticos en los que se piensen y discutan las grandes decisiones colectivas.
Como el universo detesta el vacío, ese hueco es llenado por grupos de interés económico y de presión, hoy predominantemente desterritorializados o “globales”, que controlan los recursos materiales y publicitarios que consume la política. De modo que esos grupos terminan proveyendo también los conceptos ideológicos y las propuestas que se ventilan en la lucha electoral. Y, en las áreas donde esos grupos no tienen intereses que defender, sencillamente reinan el vacío y la anomia.
Nos aprestamos a presenciar la ocupación de los cargos de gobierno por una nueva correlación de fuerzas del partido dominante en la sociedad uruguaya. El Frente Amplio gobernará por tercera vez sin un mandato ideológico y programático muy claro de la ciudadanía. Se espera de él, a lo sumo, que continúe las políticas económicas y sociales que ha venido llevando a cabo desde hace diez años. Políticas económicas centradas en la inversión extranjera, que nunca figuraron en los programas. Y políticas sociales que están tan lejos de concitar consensos como de arrojar resultados socialmente satisfactorios, sobre todo por sus efectos en el área de la educación y de la seguridad pública.
Esas políticas recibieron la ratificación electoral de la ciudadanía. Pero,¿quién las propuso? ¿Dónde se discutieron y aprobaron? ¿Qué evaluación se hizo de ellas?
En síntesis, padecemos lo que podría calificarse como el “agujero negro” de la democracia. Una realidad en la que los partidos se concentran en banalizar sus discursos para acceder al gobierno y los ciudadanos nos convertimos en meros consumidores de opciones electorales, orientados por la publicidad. Una realidad en la que no existen ámbitos democráticos efectivos para la elaboración y discusión de las políticas que habrán de implementarse.
Desde luego, alguien elabora, propone y decide las políticas que se aplicarán. Pero no son ya los partidos políticos ni los ciudadanos.
No es un problema exclusivamente uruguayo, por cierto. Pero, cada vez más, es también un problema de los uruguayos.

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