DON CIPRIANO 2/ Por José Luis Facello


2
   “Aquellos también eran tiempos difíciles… no vaya a creer.
   En el Te Deum del 25 de agosto lo mataron al presidente Borda… las pasiones se desataban y reavivaban las luchas civiles, ¿de dónde comían los pobres sino de la zafra?, ¿y cuándo no? marchaban con la montonera, lazaban o desjarretaban a campo abierto y comían. Dispué en los pactos de paz el gobierno se comprometía a pagar indemnizaciones de guerra… y todos, patrones, mayorales y peones se resarcían en su medida… y más dispué de guelta a la zafra, a los potreros o a la melga… hasta que se esparcían como semillas de cardo las nuevas proclamas de los sublevados”.

   El alero cubría la galería elevada tres escalones sobre el lomo de la cuchilla apenas cubierta de pastos tiernos, y distante unos treinta pasos al poniente sobresalía majestuoso el coronilla de pura espina.
   El sol bañaba la pétrea casa nutriendo vida a los moradores que generación tras generación habían sobrellevado las alegrías y tristezas que la mera existencia conlleva en esos desolados parajes. La resolana dominaba el patio grande y se colaba por las piezas en derredor, la sala comedor y el cuarto de armas; por el arco con reja por medio, extendiéndose al patio de los criados y alcanzar los dormitorios, la cocina y las piletas de lavar con agua traída de la cachimba.
   Pero era el monótono ulular del viento surcando los bajíos y la cresta de la cuchilla que de modo perturbador acicateaba el raleado follaje y moldeaba el espíritu de quienes se aventuraban en el desierto. Soledad que al tiempo se apropiaba solapadamente de la esencia y la sangre de los seres vivos, tornando estériles las semillas y sus brotes de esperanza, soledad que soplaba en gélidas corrientes malogrando el ciclo de la empolladura de los huevos, o que no hacía otra cosa que acrecentar frente a la mirada los diáfanos cielos tardíamente surcados por un casal de cardenales o una escamoteada bandada de cotorras.
   Al amparo de las noches sin luna, los hombres como los antiguos dioses, oteaban el firmamento rastreando entre estrellas y nebulosas una señal, un pretexto significante, una advertencia a tan inmensa soledad cósmica. Muchos fueron presos de atormentados pensamientos, cautivos del limitado entendimiento humano como en las oscilaciones del péndulo sólo atinaban a discernir entre el atemorizante vacío y los espectros de la locura.
   Pero algo de fundamento mineral se corporizaba en los hombres y mujeres que con renovado espíritu absorbían como los cerros los infortunios que la naturaleza y el tiempo acarrean a su paso, convirtiendo su sola permanencia en el lugar en un acto fecundo de resistencia.
   Imperturbable, la mujer aguardaba bajo el manto azabache que a poco cubría cielo y cuchilla, observando los temblores y ademanes compulsivos del patrón, desorientado en el intrincado ramaje de los recuerdos y achacado por alguna secreta enfermedad, él era también como ella un sobreviviente…
   “Sospecho que sólo Aparecida me sobrevivirá en “Cuatro Ombúes”.
   ¡Ah! maldita india… caviló el anciano. Sirvió en las casas con humildad y supo ser leal como no fueron algunos de sus propios hijos… porque digo yo, ellos un día cualquiera echaron a volar y se perdieron tras las bondades y los espejismos de otras tierras.
   Vaya uno a saber cómo están ahora que se avecina la noche… en qué punto estará la ciudad que los deslumbró. ¿Qué suerte los acompañará? la de los adelantados del Viejo Mundo que se extraviaban por los senderos  indígenas que llevaban a ninguna parte, o descansarán como Irala en el amor y la sensualidad de una mujer guaraní.
   "Hace frío"… musitó el anciano.
   Apagó el fuego y con el último vestigio de luz vislumbró los treinta pasos que lo separaban de la casa.
   "Ya voy mujer… ya voy", contestó al apremio inexistente, difumándose la cansina voz en la insondable negrura.

   La sala dejaba entrever el modo de vida casi inalterable de los sucesivos moradores, esmerados en atesorar el esplendor que surgió con la demarcación misma de la estancia. Los muebles apenas ocupaban lugar en la sala principal, manos artesanales habían realzado las maderas nobles con la sobriedad que permitieron unas pocas herramientas rudimentarias pero logrando el lucimiento de vetas y alburas. El extendido piso de piedras lajas contrastaba con las paredes caleadas y éstas con el oscuro mobiliario.
   La vajilla y los contados objetos poseían la misma impronta de sencillez y pureza que armonizaba con el espíritu parco de los moradores de esta parte de la campaña. Almas simples que habían ido cediendo las cantigas y la risa franca a poco de adentrarse en la mar salada, y sin advertirlo como una secreta enfermedad al internarse en los desolados parajes orientales fueron adquiriendo los silencios graves y profundos, las palabras tan escamoteadas como las sonrisas o el íntimo llanto que sobreviene a la avaricia que despierta el desierto conquistado. Y el descubrimiento casual, imprevisto, de tumbas sin nombre o de las osamentas blanquísimas esparcidas como espectrales señales de las primigenias matanzas… posteriormente acrecentadas por las invasiones portuguesas o la peste de las guerras civiles.
   En la estufa ardían vivaces los troncos de tala extendiendo el aire cálido sobre las paredes de piedra y la sala vacía que atesoraba voces inmemoriales. Era ese espacio inerte, desocupado, donde a poco de entrar sobrecogía hasta los tuétanos a las visitas, frente a la mesa de algarrobo, alargada y a los flancos como una guardia de palacio se alineaban robustas sillas que se contaban hasta quince, por fin, en la cabecera acrecentando aún más si cabía la austeridad del lugar, se destacaba un sillón con una pobre herencia del barroco colonial, a ver en cuatro ombúes tallados enlazados por unas ramas de mburucuyá.
   Era el asiento de los patrones.
   En el extremo de la mesa lucía un gastado mantel, el rezago de la antigua vajilla y los alimentos rodeados por la aureola  amarillenta que prestaba el farol imprimiendo a los rostros un aspecto apergaminado. Mal dispuesto a cenar, don Cipriano ocupó la silla como un fantasma, sabiendo que el cuerpo otrora vital lo abandonaba sin remedio. Aguardó que la mujer ocupara el lugar a su diestra. El anciano apenas probó bocado, la comida de la noche era más un acto ritual que una cena propiamente dicha, se conformó con un boniato hervido y un tazón de leche tibia.
   En la pared otros fantasmas vacilaban al paso del tiempo. El espejo biselado del aparador reflejaba un antiguo daguerrotipo de un numeroso grupo familiar, al otro lado una fotografía revelaba una excursión de caza, perros mestizos y la presa, un corpulento carpincho. Al centro con un marco oval, se destacaba la reproducción de un grabado del general Fructuoso Rivera.
   “Hágame recordar, ¿cuándo fue la última vez que recibimos carta de la Lourdes?
   Por lo que contaba, parece que le va bien… en las cosas que soñó toda la vida. Desde que era gurisa, de media vara de alto, no más… se veía que tenía una vocación.
   La anciana se saciaba sin prisa y sin pausa pispiando de manera solapada no más allá de los bordes del plato y la fuente servida con los boniatos y la malograda gallina.
   Lourdes, dijo el hombre con voz cansina, de puro gusto inventaba juegos donde intervenían una tropilla de insectos… hormigas rojas del grandor de un poroto pallar… tarántulas feas si las hay entre los hijos de Satanás. Hay que ver digo yo… jugaba con tábanos de ojos azulinos y langostas pardas inventando historias y pavadas como las escuchadas en los radioteatros.
   De la Epifanía no hablo… pa’mi se murió. 

   Ahora que si mal no ricuerdo… un día llegó a “Cuatro Ombúes” un gringo de a pie… Le hablo de muchísimo más antes  y el forastero resultó ser Míster Thomas que ha pedido de mi madre se quedó un tiempo en las casas. Con mis hermanos nos habíamos criado al amparo de la cuchilla, leyendo trillos y el errar de la luna… olfateando lluvias cuando no adivinando sequías. Mucho aprendimos  de los relatos de los guerreros patrios, colorados… desconfiando por indicación de nuestro tata de los payadores y los comerciantes turcos, de los forasteros fuesen montevideanos o porteños lo mismo daba. Él siempre decía que los nuestros venían de Río Grande y a veces allá iban a morir…
   Necesitan ser educados insistió mi madre, mi padre lo permitió a regañadientes y míster Thomas aceptó el trabajo.
   El gringo era químico y estudiaba los minerales.
   Maestro con diploma no era, pero sabía de todo.

Comentarios

Entradas populares