INDISCIPLINA PARTIDARIA, la columna de Hoenir Sarthou: IMPUNIDADES / Semanario Voces


El domingo pasado, un grupo de “hinchas” de Peñarol comenzó tirándoles piedras a los jugadores contrarios y a los árbitros y terminó arrancando los asientos del Estadio para arrojárselos a la policía, que en un principio amagó a reprimirlos y luego se replegó hacia el resguardo de una tribuna, desde donde –para completar el grotesco - algún que otro policía se dedicó a devolver los “asientazos”. Un poco más tarde, al salir del Estadio, otro grupo de hinchas, al parecer esta vez de Nacional, destrozó y saqueó a varios comercios céntricos, golpeando de paso a algunos guardias de seguridad.
Los hechos del domingo transgreden algo así como medio Código Penal. Agresión, lesiones, desacato, riña, daño, hurto, son algunas de las figuras penales que podrían tipificarse a sus autores. Además, la mayor parte de esos hechos están documentados, fueron filmados, fotografiados y difundidos por televisión, y sus autores son perfectamente identificables por medio de las filmaciones y fotografías.
Sin embargo, el lunes pasó lo de siempre: un eterno “pasarse la pelota”. La Justicia guarda silencio y aparenta no darse por enterada. El Ministerio del Interior insiste en que los clubes de fútbol deben adoptar medidas para contener a sus “barras bravas”. Los dirigentes de los clubes esquivan el bulto; algunos dicen que no les corresponde, otros dicen que ya han adoptado medidas, otros que quieren adoptarlas pero no pueden. Mientras tanto, la opinión pública especula con nuevos medios tecnológicos de control, sanciones a los clubes, registros de hinchas, inconstitucionales e inviables aprisionamientos preventivos de hinchas durante el horario de los partidos, y -¡cuándo no!- nuevas leyes para prevenir “la violencia en el deporte”.
¿Cómo llegamos a ésto? ¿Cómo es posible que esto pase ante la mirada de todas las autoridades, y de toda la población, y que nada ocurra?
Se suele decir que la cultura de la impunidad se estableció en nuestro país a partir de la “Ley de caducidad de la pretensión punitiva del Estado”, que consagró la impunidad de los militares responsables de la última dictadura. A estas alturas, suelo preguntarme si esa fue la causa de la cultura de la impunidad o una de sus más notorias consecuencias.
La incomprensión del papel que juega el derecho en la vida social es mucho más vieja –y endémica- en la sociedad uruguaya. Basta recordar los versos de Serafín J. García (“porque al copetudo, de riñón cubierto, con quien no usa leyes nengún comesario…”) para sospechar que nos enfrentamos a un fenómeno con raíces hondas.
Que los ricos y poderosos burlen a la justicia, o la hagan trabajar a su favor, es un fenómeno antiguo y universal. Precisamente, uno de los objetivos más constantes de los movimientos emancipadores, desde la aprobación de la Carta Magna en Inglaterra (por decir algo) hasta el presente, ha sido el sometimiento de los monarcas, de los aristócratas y de los ricos a las mismas leyes que rigen a los plebeyos. Esa pretensión está -¿o estaba?- inscripta en el ADN de la izquierda. En tanto heredero de la Ilustración y de la Revolución Francesa, el socialismo siempre pretendió eliminar los estatutos de privilegio y someter igualitariamente a toda la población a las mismas leyes.
Tal vez el fenómeno cultural más significativo de las últimas décadas sea que esa pretensión igualitarista está siendo sustituida por algo que podríamos llamar –pintorescamente- “la proliferación del privilegio”.
Porque hay dos formas de combatir la desigualdad. Una es crear normas generales que apunten a igualar las posibilidades de los menos favorecidos con las de los más favorecidos (una norma que universalice una enseñanza pública gratuita de buen nivel es el mejor ejemplo). La otra es crear estatutos diferenciales para compensar a ciertos sectores desfavorecidos (las leyes de cuotas por género, raza u orientación sexual son un buen ejemplo).
Alguien dirá que las dos cosas no son contradictorias, que se puede aplicar políticas universales y, a la vez, compensar especialmente a los más desfavorecidos. Bien, permítanme dudarlo. La realidad hace pensar que las actitudes mentales que generan una y otra política las hacen incompatibles.
Es simple: si la única forma de salir de una condición social desfavorable es acogerse a normas generales que mejoren la situación de todos los integrantes de la sociedad, el camino es necesariamente la solidaridad, la lucha por hacer mejores y más igualitarias a esas normas. En cambio, si la vía es obtener estatutos especiales para ciertos sectores sociales, el camino personal será declararse comprendido en alguna de esas categorías desfavorecidas y reclamar estatutos diferenciales (de privilegio) para esa categoría.
Hasta la más distraída mirada sobre la sociedad uruguaya percibirá que vamos en el segundo rumbo. Los reclamos más difundidos no son las reivindicaciones universales, fundadas en la condición de persona o de ciudadano, sino las fundadas en la pertenencia a alguna categoría especial, caracterizada por razones de género, raza, discapacidad, condición económica u orientación sexual.
Un problema con ese enfoque es que tiende a la pérdida de valor de las normas generales y a la particularización de los derechos, que pasan así a ser patrimonio de ciertas categorías sociales y de sus organizaciones representativas, que los exhiben como trofeos.
Otro problema es que esos estatutos particulares de relativo privilegio no eliminan a los privilegios históricos, propios de la estructura social. Crean, a su lado, una multiplicidad de nuevos estatutos de subprivilegio, en una clara feudalización jurídica de la sociedad
Claro, se dira: ¿Y qué tiene que ver eso con la hinchada de Peñarol?
Tiene mucho que ver. Los hechos del domingo, de los que fueron actores hinchas de Peñarol y de Nacional, son manifestaciones de un fenómeno muy difundido en el Uruguay: la violencia.
La violencia está prevista y regulada por el Código Penal. Lo está como un fenómeno general. En teoría, nuestra sociedad prohíbe el ejercicio de la violencia por los particulares y restringe ese ejercicio a los órganos del Estado, el ejército, la policía, el poder judicial, el sistema sanitario en ciertos casos.
Pero parecemos haber olvidado el valor y el sentido profundamente igualador de las normas generales. Por eso, para que un fenómeno social como la violencia reciba una sanción jurídica, se suele particularizarlo y ponerle casi nombre propio. Entonces, el problema no es ya la violencia, sino “la violencia contra la mujer”, o “la inseguridad ciudadana”, o “la violencia en el deporte”. Esa aparente especialización de la regulación de la violencia esconde la desaplicación, la pérdida de vigencia (“tara de inanidad” la llamó Barbagelatta), de la normativa general respecto a la violencia.
En este caso específico, la sociedad uruguaya tiene la posibilidad de aplicar sus normas generales respecto a la violencia. Y esa es responsabilidad del Estado, no de los clubes ni de ninguna institución particular.
Las “barras bravas” de Peñarol y de Nacional no son lo que aparentan. No son sólo unos cientos de patoteros carentes de educación y de horizonte. Eso, que vemos, son los suburbios de una organización mucha más poderosa y más turbia: el fútbol profesional, el fútbol como negocio y como instrumento de poder, que utiliza a las “barras bravas” como uno más de sus resortes de poder y de intimidación. No olvidemos que la del fútbol es una de las organizaciones que más se ha ocupado de crear su propio sistema jurídico, prescindiendo de las normas generales.
Por muchas razones, la aplicación del Código Penal en este caso, en que los hechos, su autoría y las pruebas están servidas, significaría enviar un fuerte mensaje democratizador y socializador.
Si eso no ocurre, si se hace “la vista gorda”, si el Estado intenta traspasarle la responsabilidad a la organización del fútbol (el zorro cuidando a las gallinas), si se espera para actuar a la aparición de una mágica máquina de control, o si se vuelve a hablar de una nueva ley “de violencia en el deporte”, ya sabremos lo que está pasando: un paso más hacia la feudalización de los derechos y de la sociedad.

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